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‘Bajo la montaña’, de Jacques Ancet (1942)

La voz. Este gesto en la luz gris: pasar páginas.
Oír también en el silencio: “Más mi amor nada puede
sin que tu mano acceda”.
Cuenta. El tiempo es una gelatina donde se agitan reflejos:
una mesa junto a la ventana, tal vez un aparador, sillones.
Afuera gritos, un organillo triste como una partida.
Ya no tiene edad.

He pasado varias horas leyendo a Jacques Ancet y aún dudo si es que realmente él es un genio y yo un piltrafilla sin capacidad para la emoción verdadera o al revés, él un caradura y yo un tipo hipercrítico, con las armas del entendimiento siempre afiladas.

Un post, si realmente participa del trasiego de la vida, ha de incluir por fuerza perplejidades (yo procuro ir dejándolas día tras día ahí, imperceptibles y amortiguadas).

Este de hoy es en sí una duda enorme, definitiva. ¿Tiene la poesía un límite a partir del cuál tratar de expresar verdades profundas sólo conduce al fracaso? ¿Se puede dar testimonio de, por ejemplo, la lentitud de las raíces sin recurrir a la diarrea verbal?

Estos son algunos de los interrogantes que me surgieron leyendo Bajo la montaña (Bartleby Editores). Y considero las preguntas más honestas que ponerme ahora a largar una perorata sobre el grado cero de la escritura.

Pero esto no es un réquiem poético. Hay líneas dentro de la hermética prosa poética de Ancet que me cautivan, quizá porque aisladas tienen curiosamente más sentido que en conjunto. Quizá me haya faltado, al fin de al cabo, vete tú a saber, captar la “capacidad autogenésica de la palabra”. Me digo yo: será el calor.

IMAGEN: http://auteurs.arald.org/cgi-bin/aurweb.exe/auteurs/xrecha?5

TRADUCCIÓN: Rafael-José Díaz

Nacho S. (@nemosegu)