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El noviembre de Hermann Hesse

Del árbol de mi vida
Caen, una a una, las hojas.
Oh, atolondrado, abigarrado mundo,
¡cómo sacias!,
¡cómo sacias y cansas!,
¡cómo embriagas!
Lo que hoy aún arde
Se extinguirá muy pronto.
Pronto silbará el viento
Sobre mi angosta tumba.
Vendrá a inclinarse
La madre sobre el niño.
Ver otra vez sus ojos quiero,
Su mirada es mi estrella,
Ya puede todo lo demás borrarse,
Todo muere, todo quiere morir.
Sólo la madre eterna queda,
La que nos trajo.
Su dedo travieso escribe
En el aire huido nuestro nombre.

Mi memoria de lector estuvo siempre más cerca de Hans Giebenrath que de Siddhartha. Quiero creer que no -o no sólo- por una cuestión generacional: no comulgo con el misticismo y soy biológicamente incapaz de comprender en qué diantres consisten los arrebatos del visionario.

Ha sido por mis taras de lector poco más que adolescente de Hermann Hesse, a quien ya había catalogado con la injusticia apresurada de la juventud, que me sorprenden ahora de tal forma sus poesías, de corte sencillamente modernista y con toques de psicologismo. O, mejor dicho, ese poemario minúsculo titulado Estaciones, que el premio Nobel publicó allá por 1931 en una edición casi familiar.

El librito es un primor por las poesías que se abren con cada estación-mejor dicho, con cada mes del año- y por las sencillas y bellas acuarelas de los paisajes familiares al propio pasado de Hesse, más «diletante que pintor». En este que he seleccionado, el poeta se encuentra, atribulado, mudando la piel en pleno noviembre.

IMAGEN: http://nobelprize.org

TRADUCCIÓN: Daniel Najmías

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