Mi sangre acarrea letras
dentro de mi cuerpo.
Ando una sensación extraña
en la cabeza,
una sensación de olas reventando,
de presa contenida,
de túnel de viento.
A través de varios días
todo es más bello de repente,
cada calle y cada cara son bellas,
hasta los botes de basura son bellos.
Siento que soy un bosque
que hay ríos dentro de mí,
montañas,
aire fresco, ralito
y me parece que voy a estornudar flores
y que, si abro la boca,
provocaré un huracán con todo el viento
que tengo contenido en los pulmones.
Me va persiguiendo el presentimiento
del poema próximo a nacer,
naciendo como ahora,
brotando una primavera
en mis manos.
El sandinismo en el poder, revival caricaturesco de aquel movimiento popular de finales de la década de los setenta que derribó la dictadura de Anastasio Somoza en Nicaragua, es hoy un régimen neocaudillista que, bajo el barniz devaluado de la retórica populista, no hace demasiado por ocultar su raíz autoritaria.
Quienes como Ernesto Cardenal o Gioconda Belli pusieron entonces su pluma (y algo más) al servicio de la revolución, pasan ahora a los ojos de los partidarios de Daniel Ortega por ser los críticos más impíos. Pero este post es sobre Gioconda Belli y no sobre necrosis revolucionaria de su país.
Belli es, creo que sobre esto no hay mucha discusión, una de las grandes poetisas de la segunda mitad del siglo XX en Latinoamérica. «Trasgrediendo las ancestrales programaciones», como dice uno de sus versos, Gioconda ha ido tejiendo un -como suele decirse- universo poético personalísimo y combativo.
La clave de su poesía es la felicidad -«creo que mi poesía nace de la felicidad»- y una voluntad de ánimo espontánea y fértil. Cualidades misteriosas que nunca sobran y que casi siempre faltan.
IMAGEN: www.giocondabelli.com
Nacho S. (@nemosegu)