La primavera se esfuerza por reiterar sus encan-
tos como si nada hubiera sucedido
desde la última vez que los inventariaste
en el lenguaje de la juventud, retoñado de arcaís-
mos, cuando la poesía
era aún, en la vieja casa del idioma, una maestra
de escuela.
Y no hay cómo expulsar a los gorriones
de las ruinas del templo en que el sueño enjau-
lado,
león de circo pobre que atormentan las moscas
se da vueltas y vueltas rumiándose a sí mismo:
extranjero en los suburbios de Nápoles, arrojado
allí por una ola de equívocos.
A esos cantos miserables debieras adaptar
estas palabras en que oscila tu historia
entre el silencio justo o el abundar en ellas
al modo de los pájaros: una nota estridente,
una sola: estoy vivo.
El chileno Enrique Lihn fue un poeta e intelectual febril, incómodo por su honestidad para la izquierda y la derecha, a quien Bolaño rindió honores años antes de morir.
«Frecuentar su poesía es enfrentarse con una voz que lo cuestiona todo», escribió el autor de Los perros románticos en 2002. «Esa voz, sin embargo, no sale del infierno, ni de las profecías milenaristas, ni siquiera de un ego profético, sino que es la voz del ciudadano ilustrado«.
Lúcido, minoritario, exhaustivo («Nuestro trabajo, ¿no es una respuesta al desafío oscuro?»), Lihn falleció en Santiago de Chile en 1988. Postmortem, como aseguraba Kandinsky que les sucedía a los artistas verdaderos, ha llegado su consagración.
Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.