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‘Una evocación’, de Eduardo Haro Ibars (1948 – 1988)

¿Pero es que alguna vez nos hemos visto?

Llovían rombos creo sobre el monte más viejo

se escuchaban los gritos y los cantos

de los coches más rojos y las tardes más leves

Cuando en cegueras delicadas frías

(pavos de un agua triste o de un cadáver tenso)

creímos encontrarnos en los rabos del tiempo

Yo me inventaba un árbol donde ahorcarme

tú convertías el silencio en salmos

arquitectura helada de pasillos secretos

Y las palabras eran luces blancas

invención de fantasmas y vestigios

¿Pero es que alguna vez hemos estado

juntos en un desierto o en un cuento

en un bar luminoso y sin espectros?

Ahora ya no lo creo

pienso haber caminado como un zombi

por la empinada calle de las copas

(Como ya estamos muertos

los escaparates del espacio

las farolas que suaves aterrizan

no son más que recuerdos de este mundo

al que llamamos nuestro)

¿Pero es que alguna vez nos conocimos?

Las brujas intentaban alaridos/diamantes

para poner sus puntos y sus comas

en nuestro raro diálogo de muertos

Nada que hacer El polvo con el polvo

iba por avenidas de algodón

supongo que hoy reniegas del fantasma

que he sido siempre para ti –yo guardo

en un rincón sin sueños fotografías heladas

relámpagos de fresa en los espacios fríos

Y es que este sol ya no tiene sentido

Escribir sobre Eduardo Haro Ibars es ceder a la tentación de la biografía. Es uno de esos individuos cuya corta vida fue su escasa obra. Un tío que derrochó talento y fuerzas en resultar insoportable para los correctos (su padre, Haro Tecglen, era el más correcto entre los correctos de izquierdas).

Su profesión de crítico y poeta fueron una prolongación sensata de su insensatez. Ha dejado textos sueltos, libros de poemas, columnas. En todo hay una voluntad prometeica de resultar desafiante: “Adoro a los seres híbridos, a los humanimales que se evocan en la penumbra de los cuartos oscuros o bajo la luz anaranjada de las farolas tristes”.

Áulico representante de la golfemia madrileña de los setenta y ochenta, Haro Ibars se ganó a pulso convertirse en personaje de novela (tarea de la que se ocupó con razonable éxito su amigo Luis Antonio de Villena). Hace unos años el proceso de embalsamiento simbólico se completó con la publicación de Los pasos del caído, una semblanza impía sobre el personaje, desde su adolescencia en Tánger junto a Paul Bowles y familia hasta su temprana muerte de SIDA pasando por su coronación como la Rosa Luxemburg del underground patrio.

“Todas las influencias que se quieran ver en mi trabajo existen. Y también algunas más, soterradas”. Y sí, en sus versos furiosos están sus obsesiones: Nosferatu, Cocteau, Lautreamont. También sus fantasmas (en forma de esqueletos que viven en armarios de amígdalas, centauros y niños eléctricos), sus prisas (“un resplandor de torbellino macho”) y su ternura: “Decir adiós nunca es bastante / hacen falta cristales de Venecia ( copas llenas de oscuro estremecido / guante de piel te quiero”).

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.