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‘Has olvidado el calor’, de Derek Walcott (1930)

Has olvidado el calor. Podría venir ardiendo de una cerca de zinc.

Ni siquiera las palmeras de la orilla del mar se agitan en paz.

El Imperio se mofa de todos los pensamientos en futuro.

Sólo los bajíos de este océano interior murmuran

versos de otro mar, al que éste recuerda-

mitos de islas análogas de olivo y mirto,

el sueño del Golfo adormilado. Aunque sus templos,

bloques blancos contra el verde, sean hoteles, y sus pórticos

centros comerciales, con el tiempo harán buenas ruinas;

por lo tanto ¿qué más da si la mano del Imperio es tan lenta como

una tortuga firmando el oleaje en lo que se refiere a tratados?

El genio llegará a contradecir la historia,

y está ahí en sus cuerpos tostados, en las olivas de los ojos,

como cuando los chulos de la Atenas demótica entretejieron el caos

de Asia, y las chicas de las aldeas de estacas, putas teñidas de alheña,

eran las hetairas. La marea vespertina baja, y el hedor

de imperios ulteriores -alzándose de bayas que orlan

los dobladillos de tiranos y playas- alcanza un tribunal

donde las nubes descienden sus escalones como senados que pasan,

no diferentes de cuando, bajo hojas de mirto que canturrean,

compartieron una sombra, el poeta y el asesino.

Los Nobel de literatura son como las erratas, cuando crees que ya has conocido para bien o para mal a todos, te asalta uno nuevo que incomprensiblemente habías pasado por alto. No saber de la existencia de un autor cualquiera tiene casi siempre una disculpa, pero no haber oído jamás hablar de todo un premio Nobel desata la lucha interior y las interrogaciones angustiosas: ¿Cuántos buenos momentos de lectura gozosa me habré perdido? ¿Qué insondables misterios habré aplazado por mi pereza? ¿Cómo es posible tamaña falta de curiosidad?

Ironías a parte, quizá ahora es el momento de que viniera uno que conozca la obra de Derek Walcott, mi Nobel recién desempolvado, y me tranquilizara diciendo “no es para tanto, chaval”, o bien me lanzara una mirada de desprecio que implícitamente me trasmitiera que soy un caso perdido. Lo cierto es que, pecado de lesa literatura o no, acabo de descubrir por casualidad la obra de este poeta de lealtades divididas, antillanas y anglosajonas, nostálgico de un paisaje imberbe (aunque esto habría que matizarlo, porque en el Caribe ha habido mucha sangre) y otro paisaje -más moral que otra cosa- ya desaparecido, el helenístico.

He estado curioseando por hemerotecas y revistas españolas y los resultados han sido pobres. En la de El País, referencia para temas urgentes, apenas me han aparecido cinco resultados en el último año y medio, de ellos sólo tres son informaciones relacionadas con Walcott, y las tres refieren un caso de presuntos abusos sexuales por el cual el poeta ha tenido que renunciar recientemente a una cátedra en Oxford. En publicaciones culturales específicas, la búsqueda no ha sido mucho más fructífera. Tan solo la imprescindible Letras Libres, un oasis casi siempre, incluyó en alguno de sus números pasados textos o poemas suyos.

Walcott nació en la isla de Santa Lucía. Por sus venas corre sangre africana, holandesa e inglesa. Su obra, tanto poética como teatral, fusiona el folklore y la historia antillanos con la literatura clásica en un intento de captar, como él mismo sintetizó en un artículo en el New York Times, “la experiencia total de las gentes caribeñas”. Por esta mezcla de originalidad y tradición ganó el Premio Nobel en 1992. En el poema publicado hoy, espero que representativo de su trayectoria, se aprecia su aspiración a fusionar la costa y el mar de su infancia con la costa y el mar de su memoria libresca. Las ruinas, el mirto, los olivos, el calor, Atenas, los hoteles, la heroicidad. Términos que fundan imperios y literaturas, no importa si en el Egeo o en el Caribe.

NOTA: Versión de Vicente Araguas Huerga

Seleccionado y comentado por Nacho Segurado.