Fuentes, columnas de caliza, pórticos
en sombra que resuenan como pozos,
y ante el cielo el negror de los cipreses:
Browning los trajo de Toscana
para que supieran del sol
último de la tarde. Las terrazas
no sabrían marcar una ladera
con más exactitud que estas hileras,
y, cuando el sol se pone detrás de ellas,
una a una le ofrecen sus peldaños
para que afirme su descenso, su desaparición.
De los tipos poéticos más interesantes o, al menos, así me lo parece a mí, está el de poeta obsesionado con la superficie cambiante de las cosas. Una actitud tan moral como estética. Los grandes moralistas, como los grandes poetas -a veces las dos figuras se confunden-, nunca han podido evitar el exterior, aunque su inquebrantable terquedad sólo les consintiera un apasionamiento engañosamente débil.
Charles Tomlinson, ‘poeta de la mirada’, objetivo o quizá objetivista, pertenece a esa raza de cazadores de contornos. «Admiro, sí, esta escena extendida sobre mis ojos», escribe en uno de los poemas bellamente traducidos por Jordi Doce. Tomlinson, encuadrado en la generación británica de posguerra, ha sido un «viajero y un peregrino por vocación» (la inercia del curioso).
Su poesía se acerca a la pintura por su plasticidad. Y a la fotografía, como dice Margarita Ardanaz, por su voluntad de atrapar lo exacto. Este primer párrafo de su poema Sobre el reflejo lo explica mejor que yo:
Basta pararse de cabeza y ver
cómo el reflejo
en la calle anegada
es mucho más veloz que los dos pies
que se desprenden de esta imagen desdeñada
rumbo a la prosa de la acera.
NOTA: Traducción de Jordi Doce
IMAGEN: poetry-reviews.blogspot.com
Nacho S. (En Twitter: @nemosegu)