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‘Asolo’, de Charles Tomlinson (1927)

Fuentes, columnas de caliza, pórticos

en sombra que resuenan como pozos,

y ante el cielo el negror de los cipreses:

Browning los trajo de Toscana

para que supieran del sol

último de la tarde. Las terrazas

no sabrían marcar una ladera

con más exactitud que estas hileras,

y, cuando el sol se pone detrás de ellas,

una a una le ofrecen sus peldaños

para que afirme su descenso, su desaparición.

De los tipos poéticos más interesantes o, al menos, así me lo parece a mí, está el de poeta obsesionado con la superficie cambiante de las cosas. Una actitud tan moral como estética. Los grandes moralistas, como los grandes poetas -a veces las dos figuras se confunden-, nunca han podido evitar el exterior, aunque su inquebrantable terquedad sólo les consintiera un apasionamiento engañosamente débil.

Charles Tomlinson, ‘poeta de la mirada’, objetivo o quizá objetivista, pertenece a esa raza de cazadores de contornos. «Admiro, sí, esta escena extendida sobre mis ojos», escribe en uno de los poemas bellamente traducidos por Jordi Doce. Tomlinson, encuadrado en la generación británica de posguerra, ha sido un «viajero y un peregrino por vocación» (la inercia del curioso).

Su poesía se acerca a la pintura por su plasticidad. Y a la fotografía, como dice Margarita Ardanaz, por su voluntad de atrapar lo exacto. Este primer párrafo de su poema Sobre el reflejo lo explica mejor que yo:

Basta pararse de cabeza y ver

cómo el reflejo

en la calle anegada

es mucho más veloz que los dos pies

que se desprenden de esta imagen desdeñada

rumbo a la prosa de la acera.

NOTA: Traducción de Jordi Doce

IMAGEN: poetry-reviews.blogspot.com

Nacho S. (En Twitter: @nemosegu)