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‘Aislamiento’, de Alphonse de Lamartine (1790 – 1869)

En la montaña a veces, a la sombra del roble,

cuando se pone el sol, tristemente me siento;

paseando mi mirada al albur sobre el llano,

cuyo cuadro cambiante a mis pies se despliega.

Acá resuena el río de olas espumosas;

serpentea y se hunde en la lejanía obscura;

allá el inmóvil lago prolonga su agua quieta

do la estrella nocturna en el azul se eleva.

En lo alto de estos montes llenos de espesos bosques,

todavía el crespúsculo lanza su último rayo;

y el carro vaporoso de la reina de sombras

sube, para blanquear los bordes del espacio.

Entretanto, elevándose desde la flecha gótica,

su religioso son se expande por los aíres:

el viajero se para, y la campana rústica

mezcla a los’ ruidos últimos del día conciertos sacros.

Mas a estos dulces cuadros mi alma indiferente

no experimenta ante ellos reducción ni transpones;

yo contemplo la tierra como una sombra errante,

pues ya el sol de los vivos no calienta a los muertos.

De colina en colina pasa mi vista en vano,

del sur al aquilón, de la aurora al ocaso,

recorro todo punto de la inmensa extensión,

y digo: «En ningún sitio me espera la ventura»

¿A que pues estos valles, palacios y cabañas,

para mí objetos vanos cuyo encanto se ha ido?

Ríos, rocas y bosques, soledades queridas,

¡un solo ser os falta y todo está desierto!

Que la vuelta del sol o comience o se acabe,

con ojo indiferente yo lo sigo en su curso;

en cielo negro o puro que se ponga o que salga

Pues, ¿qué me importa el sol? de los días nada espero.

Si pudiera seguirlo en su magna carrera

siempre verían mis ojos el vacío y los desiertos:

nada deseo de todo aquello que ilumina,

no le demando nada al inmenso universo.

Mas quizá más allá de los bornes de su círculo,

donde el sol verdadero ilumina a otros cielos,

¡si pudiera dejar mi despojo en la tierra,

lo que tanto he soñado estaría ante mis ojos!

¡Allí, me embriagaría de la fuente a que aspiro,

allí, reencontraría la ilusión y el amor,

y ese bien ideal que toda alma desea,

y que no tiene nombre en la estancia terrestre!

¿No puedo yo, subido sobre el carro del Alba,

de mis deseos anhelo, elevarme hasta ti?

¿En la tierra del éxodo por qué estoy todavía?

¡No hay nada de común entre la tierra y yo!

Cuando la hoja del bosque caiga ya en la pradera,

y por vientos mecida sea arrancada a los valles,

a mí, que me asemejo a la hoja marchitada:

¡llevadme como a ella, tempestuoso aquilón!.

Ayer, un político contemporáneo y haikus. Hoy, un político del XIX y poesía del romanticismo. No traicionaré a Julien Benda, quien a pesar de su espíritu refractario a lo sentimental tuvo a Lamartine por un dios, y huiré del hombre de acción (pretensión que le condujo a la ruina) para escribir sólo sobre el poeta. Sobre el poeta y sobre su primer libro, obra maestra (así la consideran muchos, incluido, creo, el propio Benda): Méditations poétiques.

Meditaciones, canto inaugural del romanticismo francés, gozó de éxito inmediato tras su publicación, en 1820. Fue la revelación de una intimidad doliente pero sincera, alejada de mistificaciones elegíacas demasiado superficiales para resultar humanas, lo que catapultó estas composiciones de Lamartine a categoría de revolución literaria. Romanticismo de primera hora, alejado aún de los densos manierismos del alma. Naturaleza como confesora de un estado de ánimo personal e intransferible, demasiado ingenuo como para aspirar a convertirse todavía en el mal del siglo.

NOTA: Lamartine escribió este poema, como todos los incluidos en Meditaciones, en su retiro de Milly, tras la muerte de su enamorada Mme. Julie Charles en 1817.

NOTA 2: Traducido del francés, aquí podéis leer el original, por Miguel A. García Peinado.

Nacho S. (En Twitter: @nemosegu)