Archivo de junio, 2011

Machado (El otro)

Yo, poeta decadente,
español del siglo veinte,
que los toros he elogiado,
y cantado
las golfas y el aguardiente…,
y la noche de Madrid,
y los rincones impuros,
y los vicios más oscuros
de estos bisnietos del Cid:
de tanta canallería
harto estar un poco debo;
ya estoy malo, y ya no bebo
lo que han dicho que bebía.

Porque ya
una cosa es la poesía
y otra cosa lo que está
grabado en el alma mía…

Grabado, lugar común.
Alma, palabra gastada.
Mía… No sabemos nada.
Todo es conforme y según.

Tuve durante varios años un profesor de literatura al que para verle cómica pero profundamente cabreado no hacía falta más que mentarle un nombre: Manuel (Machado).

Aquella anti educación sentimental, se quiera o no, siempre marca, y desde entonces y hasta muy tarde, solo tuve en cuenta a Antonio (por otro lado, nada extraño, así ha sido, es y será siempre en todos los colegios laicos, religiosos, públicos o privados). No pretendo ir de puro purísimo ni de defensor de agraviados, pues. Si me dan a elegir, me quedo con el pequeño (en edad).

Quien haya leído suficiente poesía sabrá que Manuel fue un grandísimo poeta, que para nada es uno menor. Por decirlo con el filosofo Gregorio Luri -en su blog ha sido donde volví a leer este descarado poema-, sucede tan solo que ha estado «secretamente olvidado«.

Respecto a Yo, poeta decadente, me pregunta T., con un poco de mala leche, de qué se arrepentía en él el bueno de Manuel. El poema, como recordaba Laín Entrago en un unamuniano artículo (de esos que ya no se publican), fue escrito en 1909. Nada que ver.

IMAGEN:
http://a-kael.blogspot.com

Puedes seguirme en Twitter: @nemosegu

Alan Sillitoe, la conciencia cabreada

Lucifer se durmió durante el viaje hacia el sur,
(pero solo un poco)
porque por la mañana tenía que decidir
si, habiendo cruzado el río,
y dicho adiós a la luna,
cuando ningún perro ladraba ya
ni se veía humo saliendo de ninguna tienda
ni se escuchaba voz alguna,
debía tomar la izquierda
o la derecha del camino.

Era mejor no parar
ni pensar en el calor
sino atacar sin pensarlo hacia izquierda o derecha.
O eso, o abordamos el camino del medio
Un páramo de granito verde
donde uno vivió entretanto
y aprendió mucho más
que tras el agotamiento de una decisión apresurada,
o la ruina absoluta de la decisión correcta.

Algunos de sus cuentos breves, como Ocaso y caída de Frankie Buller, están entre lo mejor que he leído del género. J., que me los descubrió, ya me lo advertía con su sabiduría que no admite aristas. A Alan Sillitoe (fallecido en 2010) todos le recordaréis por su maravilloso relato La soledad del corredor de fondo, un prodigio de monólogo interior que retrata con una belleza impía la autoridad, la juventud y la ausencia de esperanza.

La literatura autodidacta de Sillitoe, uno de aquellos angry young men de la generación inglesa de posguerra -posguerra donde la austeridad no era un cosmético político sino que removía realmente las conciencias (de clase)- se dedicó a denunciar la hipocresía de una sociedad en la que la falta de expectativas para los más desfavorecidos, el desarraigo social y el recuerdo maldito de la guerra estaban a flor de piel.

Pero Sillitoe, novelista y cuentista, fue además y sobre todo, poeta. Como sucede demasiadas veces, y aquí en el blog hay muchos otros ejemplos, el oficio de hacer versos acaba relegado a un segundo plano dentro de la obra literaria, por más que el escritor repita que es su principal dedicación. Sirva este poema, La decisión de Lucifer (aquí, en el original inglés), de un simbolismo feroz y una meta desesperanzada, de homenaje.

TRADUCCIÓN: Patricia Álvarez

IMAGEN: http://lewebpedagogique.com

Puedes seguirme en Twitter: @nemosegu

Eduardo Jordá, bendito outsider

Los míos no dejaron documentos.
Nada se sabe de ellos, más allá
De algunas conjeturas. Fueron pobres,
Nunca hicieron preguntas, aceptaron
Todo cuanto el buen Dios les destinó.
Comieron, engendraron y murieron
Sin orgullo y sin odio, jubilosos
Si llegaban a viejos, y afligidos
Si debían marcharse antes de hora.
En catalán se amaron e insultaron,
Y el catalán se despidieron de este mundo,
Y me siento un traidor al evocarlos
En una lengua que ellos no entendían.
Dejaron pocas fotos, escasas posesiones,
Ningún escudo heráldico. Fueron campesinos,
Cocheros, empleados, cocineros:
Gente sin importancia que no ensució la Historia
Porque la Historia, por suerte, no se acordó de ellos.
Si protestaron, siempre fue en voz baja.
Los oyeron sus hijos, sus mujeres, sus amos,
Pero nunca el buen Dios, duro de oído.
Y ahora están mezclados con la tierra
Y forman el paisaje de un suburbio.
Son esquinas, colmados, adoquines
Y cafés llenos de humo. Son caballos
Rodeados de tábanos. Son tapias.
Son plazuelas desiertas con farolas,
Tal vez cascotes, grúas, barro. Sé
Que nadie los reclama ni recuerda.
Con ellos no fue próspera esta isla,
Ni tampoco más pobre. Nada deben.
Nada importante hicieron o dejaron.
Ni siquiera yo sé cuál es su historia,
Y aunque la conociera, también sería inútil.
¿Quién podrá redimirlos, devolviéndoles
Todo cuanto les fuera arrebatado?
De nada servirán estas palabras.
Irán, como las vidas de los míos,
Como su amor y su fe, su alegría
Y su temor, a perderse muy pronto
En esta oscuridad que nos envuelve.

Alguien que se atreve a escribir un poema sobre los últimos días de Montaigne es alguien que ha renunciado a todos y cada uno de los privilegiados maleficios de las modas literarias. Este alguien es Eduardo Jordá, un solitario sin impostura, un poeta tardío y articulado, un defensor de la emoción y un enemigo del solipsismo (cortesía que seguro que todos celebramos).

Seguro que más de uno de vosotros ha leído sin saberlo, como hice yo, novelas traducidas por él. Algunos menos -quizá- supierais de su vena poética. Mi conocimiento en este caso es reciente, pero la adhesión inmediata. La culpa la tiene estrofas como esta: “Pero la vida es un hábito / de hastíos y renuncias. / Y a fin de cuentas, la belleza / más deslumbrante acaba siendo, / tarde o temprano, un caldero roto / despreciado por cíngaros y grajos”.

Sus poemas emanan serenidad, ternura. Es un oficio difícil moldear sentimientos y acciones con una delicadeza tan sabia, tan poco barroca y tan poco exaltada (“la frágil ebriedad de los sentidos”). Tentado he estado de traeros Paseo nocturno por la Ku’ Damm, pero pensándolo bien no todo el mundo tiene la obligación de sentir la misma admiración que yo por Joseph Roth. En cambio todos, o casi todos, tuvimos antepasados que “no dejaron documentos”.

IMAGEN: José Manuel Vidal (http://telaviv.cervantes.es/il/default.shtm)

Puedes seguirme en Twitter: @nemosegu