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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Bajos instintos, 25 años después

Instinto básico se tituló en Hispanoamérica Bajos instintos, y habrá quienes le agradezcan al lumbreras que eligió tal obviedad que le llamara al pan pan y al vino lo que esconden las piernas. Seguramente pretendía ser un modo –innecesario- de atraer a más público a las salas porque la película del holandés Paul Verhoeven ya venía cargadita de publicidad gratuita, la que generan a toque de corneta los enemigos de la lujuria, el vicio  y el desenfreno en cuanto se descubre un palmito de piel más de lo acostumbrado.

Estamos en 1992 y una actriz desconocida llamada Sharon Stone se convierte en toda una celebridad por un quítame allá esas bragas en una escena de una película cuyos valores cinematográficos quedaron completamente eclipsados por lo que en pantalla duraba apenas un segundo. Casi le dan a uno ganas de no contarlo porque es dudoso que alguien no lo recuerde o no lo conozca, el famoso cruce de piernas de la escritora Catherine Tramell, sospechosa de asesinato, ante unos pasmados policías que parecían estar a dieta de sexo (de la alimenticia, no).

Hasta Michael Douglas se arrepentiría de no aceptar la propuesta de Verhoeven de mostrar en la película su miembro viril (en estado de entusiasmo) porque Sharon Stone le robó el plano, la secuencia y la película entera. La estrella era él y cobró sus buenos dividendos, pero ella brilló muchísimo más.

Me ahorro la descripción de la escena, magnífica, por cierto, como toda la película, un thriller cargado de tensión, huelga decirlo, sexual, y suspense que encumbraría también a su guionista, Joe Eszterhas; cobró lo que no está escrito por sus siguientes libretos, después de orquestar una secuencia de interrogatorio mítica que les pongo aquí debajo.

Ni siquiera cuando acertó, como con Showgirls en 1995, una de las películas más infravaloradas de la historia del cine, dirigida también por Paul Verhoeven, nunca más llegaron a buen puerto los guiones de Joe Eszterhas. Pero supo mezclar como nadie en la coctelera de un thriller el sabor ácido del crimen y el aroma embriagador de los flujos venéreos. Del resto se habían encargado Verhoeven, Douglas, Stone y un puñado de artistas más entre los que se olvida con frecuencia a Jerry Goldsmith, a quien se le debe una partitura inolvidable con la que estuvo cerca de ganar un Oscar.

El caso es que Stone repitió la jugada años más tarde, en 2006, en una infumable secuela que no hacía más que intentar patéticamente aprovechar las cenizas de aquel éxito planetario y pinchó en hueso con Instinto básico 2: Adicción al riesgo. Los estragos de la edad hicieron que la actriz perdiera su gancho y no le ayudaron a mantenerlo sus incursiones en el quirófano en busca de la piedad de Fausto, que no suele hacer favores a cambio de nada. Y ni el guión, ni el director, Michael Caton-Jones, le llegaban a la altura del talón de su referente. Sharon Stone estuvo en Madrid y se mostró muy simpática, pero cuando la vi de cerca en la rueda de prensa se me desvanecieron los rescoldos de aquellas brasas que aún perduraban agazapadas bajo el recuerdo de Instinto básico.

Veinticinco años después dice Sharon Stone que Paul Verhoeven fue muy malo porque la engañó durante el rodaje del celebérrimo plano. El director le pidió que se quitara la prenda para que no se le viera cuando descruzara las piernas y ella, angelito, le hizo caso. “Así que me quité la ropa interior y se la metí en el bolsillo de la camisa», afirma candorosa. Cuando vio el resultado en la gran pantalla asegura que le dio un síncope, tan inocente ella a sus 34 años de edad: «me quedé en estado de ‘shock», asegura Stone. «Al terminar la película, me levanté, me acerqué a Verhoeven y le di una bofetada» e insistió al director para que lo suprimiera, cosa que ya sabemos que no hizo. Y gracias a ello hoy nos acordamos de Sharon Stone.

Esta semana se han cumplido esos cinco lustros desde que, otra vez, una solemne tontería devenida en acontecimiento hiciera olvidar la calidad de una gran película para convertirla en el epicentro de un ridículo terremoto que toma su energía del puritanismo y la hipocresía. Ha pasado con otras muchas, algunas de ellas obras maestras de la misma época, como El último tango de París de Bernardo Bertolucci (de la que hablaré en otra ocasión) El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima, La gran comilona, de Marco Ferreri, o Saló o los 120 días de Sodoma, de Pier Paolo Pasolini. Y se volverá a repetir. Y cuando suceda seguro que tendremos que asistir al espectáculo patético de la tormenta en un vaso de agua. ¿Qué pretenderán ganar con ello?