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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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Lo correcto, lo ridículo, la hipocresía

Bajo la apariencia de la corrección se oculta la hipocresía. En nombre de la rectitud se hacen muchas tonterías. A veces resulta difícil discernir si la tontería y la hipocresía van de la mano en alegre comandita, o dónde comienza lo uno y acaba lo otro. Un día leemos que una senadora francesa, de nombre Nadine Grelet-Certenais, acusaba al cine patrio de ayudar a la venta de tabaco, no con publicidad encubierta sino porque los personajes fuman mucho. Nada menos que “el 70 % de las películas francesas nuevas tienen al menos una escena con alguien fumando”, afirmaba, lo que según ella “más o menos ayuda a hacer su uso banal, incluso a promoverlo entre niños y adolescentes”.

No se sabe si a su vez ella se encontraría bajo los efectos del cigarrillo de la risa u otras sustancias más incapacitantes pero se amparaba, al parecer, en un estudio según el cual el 35 % de los adolescentes se inician en ese vicio porque salen de la sala abducidos por el encanto del humo en las bocas de sus actores y actrices favoritos. Como si escucharan encandilados a Sara Montiel cantar en El último cuplé:

Fumar es un placer genial, sensual.
Fumando espero al hombre a quien yo quiero
tras los cristales de alegres ventanales
y mientras fumo mi vida no consumo
porque flotando el humo me suele adormecer.

La ministra de Sanidad, Agnès Buzyn,  se lo tomó en serio, que en lo tocante a estudios absurdos sobre materias dudosas, no hay ministro que se resista; y ya vemos que no estoy hablando necesariamente de los nombrados por Rajoy. La buena mujer decía no entender por qué los cigarros son tan importantes en el cine francés, que es como preguntarse por qué la gente dice tacos o le da con fruición a la botella al otro lado de la pantalla. Digo yo si será porque los de este lado también lo hacen.

Esta manía de querer corregir los males de la sociedad a base de hacerlos desaparecer de las historias de ficción me parece a mí bastante poco avispada. Se aduce que el común de los mortales imita lo que ve en las películas, que era lo que los curas de antaño pensaban y por eso se mostraban tan celosos censurando besos y cualquier otra expresión de la carnalidad. Esperemos que a los franceses no les dé por aplicar un efecto retroactivo y quieran eliminar de la televisión cualquier imagen de los grandes fumadores con Serge Gainsbourg a la cabeza, que sin sus Gitanes no era nadie.

Serge Gainsbourg en 1981. Wikipedia

En semejante despropósito, el de pensar que el mundo se corrige evitando mostrar cosas poco ejemplares en la ficción y que ésta debe de ser pulcra para evitar las tentaciones de la chavalería, caen incluso los más grandes artistas. Y algunos luego se arrepienten, como Steven Spielberg. Recordarán ustedes que el director de aquella fábula un poquito ñoña que rompió records de taquilla quiso hacerle un ligero lifting a E.T . El extraterrestre con ocasión del 20 aniversario de su estreno y se le ocurrieron cosas tan estrafalarias como hacer uso de algunos retoques digitales para sustituir las escopetas de los agentes por walkies-talkies, no fueran los niños a pensar que la policía es violenta y peligrosa, menudo desatino. Más pureta todavía resultaba borrarle en un plano al mono marciano la peineta que graciosamente dibujaban sus dedos. Y todo esto en 2002. En fin… Ya digo que el buen hombre se arrepintió, pero demasiado tarde, cuando la pifia había quedado registrada para los anales en clara sintonía con la tendencia al exceso de ternura que le achacamos con frecuencia.

E.T. El extraterrestre antes y después del lifting. Universal Pictures

Otro que me parece a mí debería arrepentirse con el tiempo es Ridley Scott, a quien no sé si los productores habrán impuesto, o por el contrario habrá sido idea suya, la sustitución de Kevin Spacey por Christopher Plummer en su última película, a las puertas mismas del estreno de All the Money in the World (22 de diciembre en Estados Unidos y 19 de enero en España). Hasta ahora conocíamos casos en los que por causas de fuerza mayor o menor un actor debía ocupar el lugar de otro volviendo a rodar escenas ya rodadas, pero lo sucedido con Spacey en esta ocasión eleva el listón de lo disparatado a niveles estratosféricos para evitar el previsible boicot a la película.

Que sepamos en el cine no hay precedentes. En política sí: Stalin ordenó que hicieran desaparecer de la faz de la tierra a Trotsky y no se contentó con asesinarlo sino que aquella orden incluía borrar todo rastro del revolucionario en las fotografías oficiales. Más recientemente, el que no sale en la foto, o sólo sus piernas, porque alguien hizo la chapuza luego corregida, es Santi Vila, Conseller de Empresa del cesado Govern. Vila tuvo la desgracia de alejarse un poquito de la línea oficial y ahí lo tienen, desvanecido a golpe de photoshop.

Lo que mueve a los productores de Scott, incluido a él mismo con su productora Scott Free Films, a rodar con Plummer todas las escenas que ya había rodado Spacey para poder eliminar su nombre y presencia de Todo el dinero del mundo no es otra cosa que puro cálculo económico, sin molestarse siquiera en argüir razones de orden moral.

Kevin Spacey y Christopher Plummer en Todo el dinero del mundo. Sony Pictures Entertainment.

Y como del cerdo se aprovecha todo, nada me extrañaría que algún día, cuando ceda la presión del sunami, se editara en blu-ray (o en dvd, si aún existe) la versión original, como había quedado antes del 30 de octubre de este año, cuando saltó a la luz el escándalo que ha llevado a los infiernos del descrédito al protagonista de American Beauty; un valioso extra incluido en el paquete. De momento hay un tráiler, que está ahí para recordarnos que el multimillonario Jean Paul Getty tuvo inicialmente la cara (muy maquillada, irreconocible) de Kevin Spacey. También está el otro, más oficial que el primero, para los amantes de las comparaciones.

El listón de la impostura ya lo había puesto tan alto Netflix fulminando su participación en la sexta temporada de House of Cards y cancelando el biopic de Gore Vidal que Spacey ya había rodado, que hasta la joven actriz Clara Lago lo veía claro: “También me parece muy hipócrita que ahora cancelen todo lo que iban a hacer Louis C.K. o Kevin Spacey, cuando lo suyo era un secreto a voces. Los productores que contrataron a Spacey hace un año sabían lo que había hecho. Ahí no estás valorando los actos de la persona, solo tu interés económico como empresa”.

KevinSpacey en House of Cards. Netflix

Con Todo el dinero del mundo, título premonitorio y revelador de qué estamos hablando aquí, se ha ido mucho más lejos. Hay que temerse que según esa misma lógica en años venideros alguien considerase congruente un despliegue de “retoques digitales”, como hizo Spielberg con su inocente extraterrestre, para reemplazar a Kevin Spacey de sus películas anteriores por otro actor, éste sí, de intachable decencia. Técnicamente no parece imposible y dada la dinámica absurda en la que nos encontramos tampoco resulta impensable.

Alien: Covenant, y la que venga

El director Ridley Scott

A seis meses de cumplir los ochenta años, Ridley Scott, que aunque parezca mentira aún no ha ganado un oscar, sigue siendo uno de los directores más vigorosos del panorama mundial. Nunca fue, ni pretendía ser, Andréi Tarkovski; quiero decir que no es el cineasta cuyas obras estén imbuidas de un hálito de trascendencia metafísica. Ni siquiera aquellas que, como Blade Runner (1982) podrían haber aspirado a reivindicarse de ese modo. Para el director de Los duelistas (1977) el discurso fílmico se construye en torno a ideas visuales y musicales antes que al desarrollo de enunciados ideológicos. Hoy a Blade Runner no le niega nadie la categoría de obra maestra, por su belleza y la profundidad filosófica que alcanza, pero en su día gran parte de la crítica le negó el pan y la sal y tardó en reconocerla como tal. Él sólo pretendía contar una historia que atrapara al espectador. Y a fe que lo consiguió. Lo mismo sucedió con Alien: el octavo pasajero (1979), magnum opus de una variante fecunda de la ciencia ficción, la del terror en el espacio, constituida con el paso de los años en cabecera de una franquicia decente y fuente de inspiración para innumerables productos menores.

Como todo el mundo sabe, el viernes 12 de mayo se estrenó Alien: Covenant, producida y dirigida por Scott, segunda entrega de la anunciada trilogía que opera como precuela de la obra maestra seminal. Sin necesidad de subrayarlo en el argumento, esta entrega sucede a Prometheus (2012) ejemplo de la habitual discordancia entre público y crítica, ya que tuvo muy buen rendimiento en taquilla (más de 400 millones de dólares de recaudación) y la general reprobación, con excepciones entre las que me encuentro, de los comentaristas.

A diferencia de las tres sucesoras de Alien, el octavo pasajero, las dirigidas por James Cameron, David Fincher y Jean-Pierre Jeunet (El regreso, 1986; Alien 3, 1992 y Alien: Resurrección, 1997), por razones obvias de coherencia argumental y edad de Sigourney Weaver, la teniente Ripley, alma de la función junto a su némesis bestial, ha desaparecido del horizonte en las tres predecesoras, aunque no la figura femenina encargada de enfrentarse cuerpo a cuerpo con el xenomorfo babeante. La saga ha perdido carisma y gancho erótico, porque no son lo mismo Noomi Rapace (que tenía sus roces con Charlize Theron en Prometheus) ni  Catherine Waterston, menos sexi pero sí, en cambio, más terrenal y accesible.

Si en Prometheus la expedición conseguía despejar la incógnita de la procedencia humana, al descubrir que el ADN de la especie era idéntico al de Los Ingenieros -así se llamaban esos seres enormes y blanquecinos que aparecen al principio en el bello paisaje islandés- en Covenant el enigma a desvelar es el origen de los huevos, de los bichos, de la criatura, en fin, creada por el genio del artista suizo Hans Ruedi Giger. Después de 35 años de la aparición en pantalla y tantas réplicas sucesivas de uno de los iconos más poderosos del cine de terror parecía mentira que nadie se hubiera aventurado a aclarar ese misterio, lo que no dejaba de ser un reto para los guionistas y el propio Scott, que se la jugaban en ese apartado del argumento. La pirueta con la que salvan el precipicio (que obviamente no puedo desvelar) me parece un triple salto mortal con tirabuzón brillantemente ejecutado. De paso se nos advierte, con un mensaje –muy útil en la actualidad- tomado prestado de Mary Shelley, de los peligros y la tentación de convertirse en dioses de la creación mediante la manipulación genética.

Covenant tenía otro desafío igualmente evidente: mantenerse fiel a la estructura básica con el fin de conectar la trama tanto con Prometheus como con Alien, el octavo pasajero, pero a la vez aportar algún elemento importante que supusiera una novedad respecto a ellas. Este elemento viene de la mano del robot interpretado por Michael Fassbender, que adquiere un gran protagonismo a expensas de la heroína de Waterston. Aquí pueden ver una bella secuencia que no figura en el montaje de la versión estrenada en España.

El “sintético”, en la jerga de los expedicionarios, además se desdobla y arrastra una retahíla de reflexiones filosóficas sobre la dialéctica creador-criatura: la independencia, superioridad y rebelión de la segunda respecto del primero. Los universos de Alien y Blade Runner se aproximan amistosamente con el síndrome de Roy Batty que sufre Walter en contraste con David, los dos encarnados por Fassbender. Los efectos visuales en la secuencia del aprendizaje musical son tan buenos… que ya no sorprenden a nadie. Otro síndrome, el de Terminator 2: El juicio final (1991) de James Cameron, también asoma la patita y dejan el único chiste de toda la película: “en este tiempo ha habido algunos avances en programación”, le dice David a Walter.

La fidelidad al obligado esquema narrativo, a cambio de esas y alguna otra novedades, nos hace pagar gustosamente el peaje del canon: una expedición que llega a un planeta desconocido, encuentran rastros y por supuesto huevos de la criatura alienígena, monstruo que salta a la cara, penetra en los organismos de los viajeros de diversas maneras, les hace estallar desde dentro y da lugar a una lucha a muerte sin cuartel… ¿es lo mismo? Sí, pero siempre hay algo, una perfección en la puesta en escena, en el montaje, en la acción y el suspense, que lo hace parecer distinto. Naturalmente, cualquier nuevo capítulo que respete esas premisas será siempre inferior a la originalidad casi absoluta que representó el primero en 1979, nunca podrá alcanzar la misma altura. Aunque se tratara de un armazón en el fondo clásico, en palabras del propio Scott, era una película de serie B bien hecha con un trasfondo muy básico: siete personas encerradas en la vieja y siniestra casa, y la duda de quién va a morir antes y quién va a sobrevivir.

En el debe de Covenant debemos reseñar algunas secuencias con un inequívoco aire a subcultura B que contrasta con la pulcritud y elegancia de otras como el prólogo, por ejemplo: el alien que crece aceleradamente nada más brotar del cuerpo de su involuntario anfitrión y se yergue orgulloso, la lucha mediante artes marciales entre robots, la refriega sobre el casco de la nave que no acaba de despegar, o la desaparición de la civilización de los ingenieros, más propias de productos como La momia (Stephen Sommers, 1999) y similares. También se cuela algún objeto del presente que cuesta imaginar dentro de 80 años, como el ordenador personal con que se comunican entre tierra y nave nodriza, pecadillos sin importancia. En el haber, todo el resto del filme, con su atmósfera de misterio -atención al score musical de Jed Kurzel- sus espasmos de violencia provocada por la criatura y la brillante escenificación de interiores y exteriores.

Alien: Covenant comienza con un primer plano de un ojo, una imagen que aparecía también en los primeros minutos de Blade Runner y que Denis Villeneuve parece ser ha mantenido en su secuela (Blade Runner, 2049) o al menos eso parece en el trailer, según nos recuerda Carles Rull. Es un pequeño detalle de sello autoral de un director que ha tocado, siempre con un nivel digno, todos los palos en su larga carrera de 25 largometrajes y otras innumerables piezas diversas, un realizador de poderosa capacidad de síntesis narrativa, cuyas historias oscilan entre lo simplemente entretenido (como Exodus: Dioses y reyes, 2014) y la excelencia (las citadas aquí y otras, como Gladiator, 2000). Ridley Scott tiene un crédito para mí inagotable y espero con impaciencia la continuación de la saga Alien.

Gladiadores y Aliens: esperando a Ridley Scott

He perdido la cuenta de cuántas veces ha visto Gladiator (Ridley Scott, 2000) mi cuñado Gregorio. Siempre me han admirado quienes son capaces de devorar con el mismo entusiasmo que la primera vez una película que han visto «tropecientas» veces. Y no se trata de variar las versiones, habida cuenta de que con frecuencia uno puede disponer de la original, la extendida, el montaje del director, con subtítulos, sin subtítulos, doblada, con final A o con final B… ¡Uff!  No, no, la misma cuyos diálogos casi se saben de memoria.

Viene esto a cuento porque según Entertainment Weekly en una noticia de la que se hacía eco la prensa mundial el lunes 13, Ridley Scott planea revivir a Máximo Décimo Meridio, comandante de las tropas del norte, general de las legiones Félix, leal servidor del verdadero emperador, Marco Aurelio. ¿Revivir? Claro, esta hipotética secuela tropieza con el pequeño inconveniente de que el general romano convertido en esclavo que con tanta fuerza y belleza incorporaba Russell Crowe moría en el empeño de vengar el asesinato de su mujer e hijo, tras una pelea cuerpo a cuerpo en la arena contra el infame emperador romano Cómodo, al que imprime un eficaz y repulsivo rictus Joaquin Phoenix.

Dejando a un lado las licencias narrativas que todo guionista se permite buscando la eficacia dramática, de las que hay unas cuantas en Gladiator, este enfrentamiento directo entre el héroe y su máximo antagonista traspasa con descaro la raya de lo creíble. Es cierto, ¡pero qué puesta en escena en las batallas, y qué luchas sobre la arena con ese majestuoso y terrorífico tigre! Secuencias así nos hacen flexibilizar nuestras exigencias acerca de lo inverosímil y de lo inadmisible y tolerar excesos que nos parecerían intolerables en otras películas mediocres. Lo uno por lo otro, el balance global hace de Gladiator una puesta al día del género que antaño llamábamos «de romanos», que ideológicamente se emparenta con el clásico de Kubrick, Espartaco (1960) y que no le envidia nada en espectacularidad.

Y al decir esto no nos dejamos impresionar por los cinco Oscar que conquistó (Mejor película, Actor protagonista, Diseño de vestuario, Sonido y Efectos visuales; aunque tuvo 7 nominaciones más pero sólo rozaron la estatuilla con las yemas de los dedos Scott, Joaquin Phoenix, y Hans Zimmer con su fantástica y recordada música) pero es justo recordarlo.

No sé con qué insospechados vericuetos querrá sorprendernos mi admirado Ridley Scott (no sólo a mí, también encandila a mi compañero de pupitre, Carles Rull) y cómo solventará los estragos –sobrepeso y esas cosas- que los diecisiete años transcurridos han operado sobre el físico de la estrella australiana, si es que ésta acepta el envite. Si lo pienso dos veces, no acabo de creerme que la cosa llegue a buen puerto. Pero no apuesto nada. Al fin y al cabo, nunca hubiéramos pensado que Harrison Ford volviera al universo de los replicantes y estamos ansiosos por verlo.

Ridley Scott en el rodaje de Alien: Covenant

Por cierto, Scott, no sabe uno muy bien por qué, es un director al que cierta crítica inconoclasta convierte en pim pam pum a las primeras de cambio despreciando muchas de sus películas. Que sí, reconozco, no están a la altura de obras maestras como Alien: el octavo pasajero (1979) y Blade Runner (1982). Pero, un peldaño por debajo, son obras notables Los duelistas (1977), Black Rain (1989), Thelma y Louise (1991), la propia Gladiator (2000), Hannibal (2001), Prometheus (2012. Sí, sí, la precuela de Alien incomprendida y vapuleada) e incluso El consejero (2013.  Sí, sí, el feroz cuento moral con guion de Cormac MacCarthy sobre el narcotráfico en la frontera mejicana con EE.UU. en el que Javier Bardem alucinaba con un numerito sexual de Cameron Díaz en el parabrisas de un coche, también masacrado por los killers de las redes y la prensa más «cool»).

Scott se encontraba en el Southwest Film Festival in Austin, Texas, promocionando precisamente la continuación de Prometheus, Alien: Covenant, cuyo estreno mundial está previsto para el próximo mes de mayo. Debo advertir que, a pesar de mi confesado entusiasmo por el vigoroso estilo narrativo de Ridley Scott, el tráiler de esta segunda entrega de precuelas –que al parecer no será la última- me da un desagradable tufo a déjà vu, es decir a repetición de la jugada. Y eso no me gusta nada, nada.

Pese a lo cual tengo que concederle un –prudente- voto de confianza porque seguro que al menos será un festín para los ojos. Hay pocos directores que sean tan narradores puros como este caballero, entendiendo por tal los cineastas que, sin menospreciar el obligado interés de fondo, combinan fluidez y espectacularidad en dosis superlativas. Pero ¿Gladiator 2, de veras?… habrá que verlo para creerlo.

Blade Runner y su esperadísima secuela

(WARNER)

Ahí arriba, a la derecha, unas palabras se han descolgado de uno de los más bellos –archiconocido- diálogos de la historia del cine. En España tuvimos la suerte –no muy usual, la verdad- de escucharlo en la versión doblada con la voz de Constantino Romero, capaz por sí solo de hacernos olvidar una regla de oro a la que siempre nos atenemos: “siempre en versión original, por favor”.

Aparte la belleza de la secuencia entera y de la escena que las acoge, esas palabras están ahí porque pertenecen a una película –no muy felizmente recibida en su momento- que abandonó el estatus de “cult movie”, o rareza para cinéfilos a los que hay que dar de comer aparte, para convertirse en icono del género de ciencia ficción. O sea, sin más gárgaras, que Blade Runner es una de mis cintas preferidas (sí, cintas, porque en aquél año en que se estrenó, 1982, las películas se recogían en bobinas) y no veo el momento en que se estrene la secuela que ha dirigido el canadiense Denis Villeneuve, que llevará por título Blade Runner 2049 (se anuncia para después del verano, toda una eternidad).

Aclaración: no es que yo sea muy fanático de las segundas partes, continuaciones, secuelas y otras especies habitualmente bastardas, pero es que ésta reúne unas condiciones que la hacen particularmente irresistible. A saber: el director de la inconmensurable Incendios (2010), el mismo que nos acaba de obsequiar con un peliculón del género, La llegada (2016), manjar exquisito para paladares exigentes; un productor, Ridley Scott,  que como director a mí me atrae incondicionalmente y que habiendo dirigido la matriz ha tenido la sabiduría de no arriesgarse a un gatillazo; y dos actores que enlazan de maravilla al personaje de la primera con la segunda en perfecta continuidad, Harrison Ford y Ryan Gosling. Vean el tráiler y disfruten como yo. Ah, olvidaba decir que en él se escucha el tema escrito por Vangelis, esa maravilla de banda sonora que me pregunto si tendrá también presencia en este nuevo Blade Runner…

Mientras llega la secuela (término que parece despectivo pero debe tomarse como descriptivo) los programadores del cine madrileño Palafox, que está dando las últimas boqueadas tal como lo conocemos hoy –veremos qué pasa después- han tenido el acierto de despedirlo con un ciclo de películas inolvidables entre las que se han visto 2001 Una odisea en el espacio y… Blade Runner (aunque es verdad que yo hubiera preferido la versión estrenada en 1982, con su voz en off y todo, y no la del montaje del director que diez años después “la mutiló”). Aún así, pantalla enorme y enorme privilegio para quienes hayan podido disfrutarla.

Bajo el influjo de esas divinas palabras de Roy Batty – Rutger Hauer ésto es lo que me propongo ir dejando caer en este espacio: filias (muchas) y fobias (no tantas) sobre el presente, pasado y futuro del cine filtradas a través de la opinión muy personal de quien firma. A veces me dejaré caer en la tentación de autocitarme con referencia al programa de Televisión Española Días de cine, en el que trabajo desde el primer día en que se puso en marcha desde hace 25 años (con un paréntesis de ausencia) pero será para brindar una perspectiva audiovisual a lo que aquí escriba. Me alimenta la pasión por los mundos paralelos que habitan al otro lado de la pantalla y espero ser capaz de contagiaros de ella.