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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

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¡Viva Polanski!

Una de las escasas razones por las que me hubiera gustado estar en el reciente Festival de Cannes es haber podido ver ya la última película de RomanPolanski. Por el resto de lo que caracteriza a esa grandiosa explosión de vanidades (la conozco porque una vez estuve allí para cubrirla informativamente) debo reconocer que me trae sin cuidado, o para decir verdad, me tira para atrás. Se me hace muy cuesta arriba la idea de soportar todos los inconvenientes de la hipertrofia a la que ha llegado aquella macroferia, las colas kilométricas, las esperas interminables, los cacheos y demás medidas de seguridad, cuya necesidad, sin embargo, no cuestiono.

Todo el equipo de Polanski en Cannes. EFE

Roman Polanski es uno de mis directores predilectos. No es extraño, si me paro a pensarlo me cuesta encontrar alguna película suya -de las que he visto, son un buen puñado- que no me pareciera extraordinaria. Me he parado, sí: sólo dejaría de lado a La novena puerta, realizada en 1999 según la novela homónima de Arturo Pérez Reverte. Pese a estar adaptada por el propio Polanski, Enrique Urbizu y John Brownjohn, el resultado lo recuerdo con disgusto porque me pareció truculenta y facilona. Tal vez tendría que revisarla…

A cambio de esa decepción, repaso en marcha atrás los demás títulos y no puedo pedir más satisfacción con cada uno de ellos: La venus de las pieles (2013), Un dios salvaje (2011), El escritor (2010), El pianista (2002), La muerte y la doncella (1994) Lunas de hiel (1992), Frenético (1988) Chinatown (1974), ¿Qué? (1972), La semilla del diablo (1968), El baile de los vampiros (1967), Repulsión (1965). Reconozco que es una larga lista, cosa siempre tediosa, y no quería citar tantas, pero como dice el chiste me he ido animando, me he ido animando y no lo he podido evitar.

Emmanuelle Seigner y Eva Green en «D’après une histoire vraie»

En Cannes Polanski ha presentado D’après un histoire vraie (que podemos traducir provisionalmente como Basada en una historia real), con guión escrito a dúo entre el director y Olivier Assayas, y protagonizada por su esposa, Emmanuelle Seigner, y ese bellezón apabullante que es Eva Green. Ya sé que me expongo a que me obsequien con tonterías tan habituales en estos tiempos cuando uno celebra la divinidad física de las mujeres, pero no creo que haya ni un solo varón en el mundo -y muchísimas mujeres- que no se quedaran boquiabiertos cuando Bernardo Bertolucci la descubrió en Soñadores (2003). Y seguro que no fue por su espléndido trabajo al lado de Michael Pitt y Louis Garrel, aunque razones de sobra habría también para considerar esta posibilidad. Eva Green desafiaba entonces a la Venus de Milo en hermosura y carnalidad en un plano en el que la luz cortaba sus brazos y realzaba su imponente figura, gloriosamente semidesnuda.

Eva Green en «Soñadores»

Polanski reúne en un thriller psicológico, adaptación de una novela de Delphine de Vigan, a la que hasta ahora, en cuatro ocasiones ha ejercido de musa titular, Emmanuelle Seigner (apareció joven y atractiva en Frenético; en Lunas de hiel, quitaba el hipo; en La Venus de las pieles intimidaba dominadora) y Eva Green. Seigner es una escritora deprimida y falta de inspiración y Eva, admiradora primero y acosadora después, para convertir su vida en pesadilla. Las expectativas respecto al encuentro, convendrán conmigo, son muy altas a poco que se interesen por el universo creativo de este caballero.

Emmanuelle Seigner y Eva Green en el Festival de Cannes. EFE

Mientras espero, recuerdo cosas que no se le desean a ningún artista de la tortuosa biografía de Polanski. Que en febrero tuviera que renunciar a presidir la entrega de los Premios Cesar franceses debido a las absurdas presiones de organizaciones feministas o que un juez norteamericano rechazara su petición de poder volver a pisar suelo de aquel país con la garantía de no ingresar en la cárcel, no son más que los últimos capítulos de una espantosa historia interminable que comenzó en marzo de 1977, cuando fue acusado de violar a una menor.

Ese episodio, que le ha perseguido toda la vida desde entonces, ha sido profusamente explicado por activa, pasiva y perifrástica, en infinidad de entrevistas, en documentales, como el producido por HBO, Wanted and Desired, dirigido por Marina Zenovich, y en sus memorias, Roman por Polanski, publicadas en 1985 por primera vez en España por la editorial Grijalbo.

A mí me sobrecogió la lectura de ese libro, escrito de puño y letra por el director de El baile de los vampiros, dedicado a sus amigos pasados, presentes y futuros. “Desde que yo recuerdo, la línea entre la fantasía y la realidad ha estado siempre irremediablemente borrosa”, eran sus primeras líneas. “He tardado casi toda un vida en comprender que ésta es la clave de mi existencia”. Comencé sus páginas y de inmediato me dejé atrapar por el torbellino enfebrecido de acontecimientos que le han llevado en volandas desde sus primeros recuerdos infantiles desperdigados por la calle Komorowski de Cracovia en la década de los 30, hasta el teatro Marigny de Paris en 1981, donde, vestido de Mozart con levita y peluca interpretaba y dirigía la obra Amadeus, de Peter Schaffer, y donde decidió ponerse a la tarea de escribirlas.

Esas memorias de uno de los más importantes directores aún vivos y muy activo, a sus 84 años, acaban de ser reeditadas en un estupendo volumen por la editorial Malpaso en las que el autor añade un epílogo empapado de la melancolía que sólo acontecimientos contradictorios, como el resto de los episodios de su vida, pueden provocar.

Cuando el libro aún no se había publicado el director de reparto de Polanski, Dominique Besnehard, le presentó a Emmanuelle Seigner, a quien le debe dos hijos y la luz que le abrió paso en el túnel de las tragedias no olvidadas, la muerte de su madre en un campo de concentración, el asesinato de Sharon Tate, la eterna persecución por el caso de violación. Poco después ganó la Palma de Oro en Cannes y un Oscar con El Pianista (una película en buena medida autobiográfica) y la vida parecía volver a sonreírle… hasta nuevo aviso. Una vez más la alargada sombra de una justicia vengativa, la californiana, extendía sus tentáculos y provocaba su detención en Suiza. Meses de cárcel, confinamiento domiciliario, ridículas peripecias provocadas por una prensa sensacionalista ávida de carnaza (un reportero llegó a disfrazarse de Papá Noel para culminar su grotesco asedio) hasta que pudo nuevamente depositar en el suelo la piedra que como Sísifo arrastra arriba y abajo desde hace cuatro décadas. Lo siguiente, ya lo dije más arriba, son escaramuzas en una guerra en la que se conjuran gentes que no conocen bien el caso y gentes que no aceptan la prescripción de los errores por graves que éstos hayan sido. Sobre el delito, hace años se pronunció la víctima, Samantha Geimer, y declaró haber perdonado al cineasta, pero el tiempo no pasa para aquellos a los que ciega el odio, por muy camuflado que se presente bajo pretextos legalistas.

Me he propuesto releer las memorias de un hombre que sufrió, gozó, y creó una obra cinematográfica imperecedera, de cuyo proceso de elaboración, atravesado por tantos acontecimientos trágicos, dramáticos, cómicos y placenteros, habla detenidamente con voz firme y apasionada, pero también quebrada en algunos episodios. Es un libro para cinéfilos y en general para quienes creen que las vidas de los demás, por muy dispares que sean, son también la vida de cada uno de nosotros, estamos hechos de la misma materia y sirve para reconocernos y aprender a ser más tolerantes. Las memorias de Polanski tienen el peculiar sabor de las autobiografías conmovedoras, las de un artista genial que aún no ha dicho su última palabra en una pantalla. La penúltima estoy deseando oírla.

Endemoniado Klaus Kinski

Tuve la suerte de encontrarme a dos metros de distancia de Klaus Kinski en la 39ª edición del Festival de San Sebastián, en septiembre de 1991. Yo había ido allí con un equipo de Televisión Española para realizar un reportaje para el programa Días de cine que acababa de echar a andar ese mismo mes. Todo era nuevo para mí, el ambiente del Festival, los pases de películas, las ruedas de prensa, las entrevistas. Incluso la proximidad a actores y directores y el hecho de poder hablar con ellos suponían entonces un hecho extraordinario que ponía a prueba la resistencia de una inclinación mitómana hoy ya notablemente mitigada, casi extinguida.

Klaus Kinski en el Festival de San Sebastián, 1991. EFE

Kinski era uno de esos mitos merced a algunos personajes legendarios que había creado junto a Werner Herzog, especialmente el alucinado conquistador español de Aguirre, o la cólera de Diós (1972) que fue el que le dio fama mundial. Después, con el mismo director, le siguieron otros como Woyzeck (1979), Nosferatu, el vampiro (1979), Fitzcarraldo (1982) y Cobra Verde (1987). Entre éstas y las de más acá y más allá llegó a rodar hasta doscientas películas, un puñado de ellas, excepcionales. Con Andrej Zulawski rodó esa maravilla titulada Lo importante es amar (1974), que calificó en sus memorias de “putrefacto y maloliente mamotreto”; él era así de fino y exigente. En realidad consideraba que todo lo que había hecho era «una puta mierda». Igual lo pensaba sinceramente, pero resulta imposible saberlo.

En aquella ocasión Kinski promocionaba en San Sebastián una película, la última de su carrera, que él mismo había dirigido dos años antes, en 1989, Kinski: Paganini. Lo que inicialmente iba a ser una mini serie para la televisión italiana de dieciséis horas de duración terminó siendo un largometraje, protagonizado por Kinski, que ofició también de guionista e incluso de montador, porque los productores decidieron interrumpir el rodaje cuando vieron el derrotero que llevaban los materiales producidos.

Había que ver y escuchar con qué pasión –o profesionalidad- defendía aquel demonio de artista su obra. Allí sentado, Kinski respondía a las preguntas del redactor Álvaro Feito explayándose en las respuestas. Yo estaba al lado de la cámara y de mis compañeros, el reportero y el ayudante, como realizador. De repente, en un momento indeterminado de la entrevista sus grandes ojos blancos se posaron sobre los míos y permanecieron clavados en ellos con una apariencia inquisitiva que me perforó durante unos segundos. Le hubiera pagado unos whiskies por saber qué diablos pensaba en esos breves instantes que tan largos me parecieron. Me quedé con la curiosidad insatisfecha, por supuesto, pero nunca olvidé aquella mirada. Cuando dos meses después (noviembre de 1991) conocí la noticia, la muerte de Klaus Kinski me causó un gran impacto y aquella anécdota insignificante pareció agrandar sus contornos, la intriga recuperó vigor: ¿qué pasaría por la mente de aquel tipo tan especial?

Teniendo en cuenta la fama de actor insoportable, indirigible e indigerible que arrastraba, me pregunto cómo sería este hombre con la batuta en su mano y los actores y el resto del equipo de rodaje a sus órdenes. Me encantaría saber qué les decía si se veía en la necesidad de hacer varias tomas, él que como actor se negaba a repetir las escenas como si eso fuera una humillación.

Sí, Klaus Kinski era un tipo muy especial. Tanto que Fernando Colomo, que había contado con sus inestimables servicios en El caballero del dragón (1985) le dedicó un artículo cuando falleció que parecía cualquier cosa menos una necrológica. Después de repasar la impagable experiencia de haberle soportado le despedía con este párrafo: “Mucha gente pensaba que estaba loco. Yo no lo creo así. Era un niño mimado, consentido y maleducado. De haber sido una persona mayor, sólo le cabría el calificativo de hijo de puta. Pero ahora se ha muerto y nos ha dejado. Descansemos en paz.”

De la peculiarísima personalidad de ese inolvidable –por tantos conceptos- actor que fue Klaus Kinski tenemos dos testimonios mucho más prolijos en detalles que la experiencia de Fernando Colomo. Dos encuentros con el monstruo que me permito recomendar a todos los interesados en fenómenos inextricables de la naturaleza que amen el cine por encima de casi todas las cosas, un documental realizado por Werner Herzog, Mi enemigo íntimo (1999) y la autobiografía del actor, significativamente publicada en España en 1992 por Tusquets editores en la colección La sonrisa vertical, y de título aún más revelador: Yo necesito amor.

Antes de contratar para cinco largometrajes a su actor fetiche, un inmenso talento para los personajes desquiciados o poseídos por una misión sobrenatural en la vida, es decir exactamente lo que necesitaba, Werner Herzog había conocido a Klaus Kinski a la edad de trece años y convivido con él en Munich durante varios meses. Sabía pues de la furia con la que habría de enfrentarse en una relación de amor-odio que resultó fecundísima en la pantalla y anímicamente muy costosa, seguramente para ambos, pero mucho más para el director. En apresurado resumen -la imagen lo dice todo- vean el cartel de la película que tienen un poco más arriba y anímense a buscarla. A continuación les dejo un fragmento para ir haciendo boca.

El libro de Kinski es punto y aparte en el género autobiográfico. Escritas en una primera persona arrebatadora, las memorias de quien dijo “si no fuera actor, me habría convertido en asesino o habría terminado asesinado” son un testimonio impresionante que revelan a alguien sorprendentemente frágil bajo la capa de bárbaro que le caracterizaba. ¿Hay modo más evidente de condensarlo en una frase: Yo necesito amor?

Confesión a calzón quitado de todas las intimidades, incluso aquellas que sirvieron para entallarle un traje de violador de su propia hija Nastassja, las hazañas, bélicas o civilizadas, se desgranan en un retablo de asombros que no cesan, desde la más tierna infancia propia hasta la devoción por su hijo Nanhoi. A él le dedica muchas de las últimas páginas y las palabras finales: “…te cuento todo esto por si me pasara algo. La gente te dirá que estoy muerto. ¡No les creas! ¡Mienten!… No puedo morir jamás. ¡Solo tú me redimiste!…No podemos volver a separarnos jamás. Hemos vuelto a ser uno: luz, aire, fuego, agua, cielo, viento…”

Hasta llegar ahí, el recorrido vital está plagado de nubes de polvo y de polvos. El polvo en singular y sentido metafórico oculta las debilidades y locuras del personaje, que no deja títere con cabeza, con capítulo aparte para su archienemigo Herzog, a quien consagra piropos como «sucio bastardo que no sabe nada de cine… le cortaría la cabeza» y lindezas parecidas. El mismo vocablo en plural sirve para describir las abundantísimas y variopintas refriegas sexuales, en un desenfrenado sin parar desde la pubertad, que narra sin pudor alguno Klaus Kinski. ¿Entienden por qué lo de publicar sus memorias en la colección erótica que dirigió Luis García Berlanga? ¿Entienden por qué me impresionó tanto su mirada?