Plano Contrapicado Plano Contrapicado

“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

Archivo de junio, 2017

La vida en corto

“España no es país para cortos”, titulaba el 24 de febrero en Publico.es Nacho Valverde una crónica en la que recordaba, no obstante, que de no ser por este formato nuestra industria no habría tenido presencia en la categoría de nominados a Mejor Película de habla no inglesa en la gala de los Oscar desde 2005, cuando Amenábar lo ganó con Mar Adentro y Nacho Vigalondo bailaba con su cortometraje 7:35 de la mañana y se quedó cerquita de conseguirlo; hubiera sido un bonito doblete.

Para no ir más lejos, este año estuvo nominado Timecode, de Juanjo Giménez, que acudía a Los Angeles con su Palma de Oro del Festival de Cannes (desde Buñuel y Viridiana, no se conoce otra igual) y el Goya bajo el brazo. Y si miramos más atrás, aunque finalmente tampoco consiguieran la estatuilla, Juan Carlos Fresnadillo, se presentó allí, en 1997, con Esposados; Borja Cobeaga y Javier Fesser con Éramos pocos y Binta y la gran idea en 2007; Javier Recio con La dama y la muerte, en categoría de animación, en 2010; y Esteban Crespo con Aquel no era yo en 2014.  Esto por referirnos a la proyección de mayor eco internacional.

Atendiendo a este ángulo del escenario, el cortometraje español parece gozar de buena salud. En la última Gala de los Goya la competencia fue dura: el citado Timecode, finalmente triunfador, Graffiti, de Lluis Quílez, Premio Méliès de Plata al Mejor Cortometraje Fantástico Europeo y posteriormente Premio Forqué; La invitación de Susana Casares, premiada en la última Seminci en la sección ‘Castilla y León en Corto’; Bla, Bla, Bla de Alexis Morante, triunfador del Notodofilmfest y En la azotea, dirigido por Damià Serra, premiado también en la pasada Seminci en la sección «La noche del corto Español». Entonces, ¿acaso el cortometraje ha dejado de ser el pariente pobre del cine español, uno de esos familiares que uno no puede poner en la calle, porque está muy mal visto, pero desearía poder hacerlo con toda impunidad? La Academia incluso pretendió dejarlo al margen de la Gala de los Goya, aunque felizmente rectificó. No está nada clara la conclusión, pero este debate es viejo, muy viejo, viene de muy atrás y no parece que pasen los años por él.

Aún recuerdo que hace varias décadas, cuando existían soportes que a las generaciones actuales seguramente ni les suenen, como el Súper 8 mm. y el 16 mm, vestigios de la vieja era analógica, quienes aspiraban a hacer cine tomaban el formato de corta duración como terreno de prácticas y aprendizaje, o carta de presentación en su legítima aspiración a cineastas con todas las de la ley. Los periodistas, de hecho, hablamos con frecuencia del debut, sin mayores matices, de un director cuando realiza su primer largometraje, aunque previamente haya acreditado con premios y otros reconocimientos una experiencia sobrada en la narrativa cinematográfica, lo que no deja de ser contradictorio.

Juanjo Giménez, el director de Timecode, intenta combatir esta idea que menosprecia a la corta duración: “Yo ya he hecho tres largometrajes, y pienso seguir haciendo cortos y largos. Lo he compaginado, he hecho de productor y he estado en varios frentes, pero no quiero abandonar el corto porque me siento a gusto”. Recuerda que no está solo en esa visión de la jugada, como lo demuestran directores que menciona: Fesser, Sánchez Arévalo, Vigalondo o Cobeaga, y afirma que la idea de “que el corto es la puerta de entrada al largo es algo antiguo y está abandonado”. A mí me parece que por mucho que Giménez se empeñe en resaltar la noción de fórmula narrativa diferente, la conocida comparación con la literatura según la cual el corto es al largo lo que el cuento o relato corto es a la novela, las limitaciones que suponen las estrechuras del cortometraje en términos de financiación, de medios, de tiempo y espacio, y por otro lado también la trascendencia y el prestigio que suponen “consagrarse” en un certamen como director en uno u otro formatos no admiten comparación.

Afortunadamente, tampoco pueden compararse las posibilidades que se ofrecen a los cortometrajistas en el tiempo presente con las que se abrían en los tiempos remotos de los que hablaba yo antes. Las plataformas de visionado a través de la red, la infinidad de Festivales, específicos o no, e incluso las ayudas públicas a la producción (aunque hoy en día recortadas, congeladas y minimizadas, que casi no existían entonces –hablo de los años 80, cuando yo me movía en lo que entonces era un submundo-) dejan un margen amplio para que surjan ilimitadas iniciativas. Un concurso como el Iberoamericano de Versión Española SGAE en aquellos tiempos era una quimera, la cuantía de los premios un potosí (12.000 euros, 8.000 euros y 4.000 euros para el Primer, Segundo y Tercer Premio) y las posibilidades de emisión en TVE remotas. Ah, y por entonces los Goya aún estaban por inventarse.

Ya sé que con esta extemporánea y anacrónica compulsación estoy contemplando la botella medio llena. No se me escapa el simpático detalle de que hace tres años Versión Española SGAE concedía 20.000 euros como premio gordo (¡muy gordo!). Ni que el Festival de San Sebastián, el más importante de España, todavía tiene pendiente abrir esa ventana. O que otros festivales entregan cuantías muy inferiores, cuando no se contentan con dispensar un humilde trofeo. En la Sección Oficial a concurso de Cortometrajes de la SEMINCI el ganador recibe su Espiga de Oro y 2.000 euros. Como en la última edición, hubo un reparto ex aequo de ese honor entre Il Silenzio, de Farnoosh Samadi y AliAsgari (Italia/Francia) y Cheimaphobia, de Daniel Sánchez Arévalo, no sé cómo se apañaron con tan exigua cantidad de dinero. El Premio de La noche del corto español en la Sección Punto de Encuentro (que correspondió a The App, de Julián Merino) estaba dotado con 3.000 euros.

La semana pasada he tenido el honor de participar como miembro del Jurado en la IV edición de Los Premio Pávez de cortometrajes, que se han celebrado en Talavera de la Reina. Me agrada mucho reseñar que el citado The App ha sido el gran triunfador en seis -las principales- de las nueve categorías a las que aspiraba.

Julián Merino empaqueta en The App una idea digna de la famosa serie Black Mirror que se puede encontrar en la plataforma Netflix, con un sentido del humor perfectamente engrasado al que sólo le sobran unas gotitas de lubricante en el desenlace: el delirante mundo en el que estamos embarcados gracias a las maravillosas oportunidades que nos brindan las nuevas tecnologías para alcanzar las más altas cotas de estupidez. Carlos Areces, que ganó el Premio a Mejor actor, es la evidencia de que el arte de la interpretación no entiende de duraciones; Luis Zahera, cuyo trabajo, a través de su voz únicamente, podemos apreciar en off, como el de Scarlett Johansson en Her, no tuvo la misma suerte aunque la merecía. The App es un buen ejemplo de las virtudes y limitaciones del formato. Estén atentos en la próxima gala de los Goya, porque es muy probable que la encuentren allí.

Ayer mismo asistí a una de las cuatro galas de la 18ª temporada del Festival Cortogenia que con una periodicidad no establecida tienen lugar en el Cine Capitol de Madrid, un lujo de sala y pantalla en estos tiempos en los que el formato parece condenado a verse en ordenadores, tabletas y hasta teléfonos. A final de año se celebrará la gala final para reparto de premios a las categorías de dirección, guion, dirección de fotografía, dirección de producción, montaje, música original, sonido, dirección artística y mejor interpretación masculina y femenina; además del Primer Premio Cortogenia, Premio del Público, Mención Especial del Jurado y Mayor Proyección Internacional. Los asistentes, en entrada libre, votan para discernir el Premio del Público.

De los seis trabajos exhibidos, tengo que resaltar con especial énfasis uno: el titulado Australia, dirigido por Lino Escalera. Este año asistimos al descubrimiento de este espléndido realizador que tan sólo hace un mes estrenó el largometraje No sé decir adiós, película a la que vaticino un protagonismo total cuando los Goya pretendan dictar sentencia sobre lo que es duradero y lo que es pasajero. El cortometraje, explicaba su director, vio la luz en paralelo al proceso de rodaje del largometraje. Como escindido de éste, por precaución y miedo a que no pudiera ser terminado, el personaje de Natalie Poza buscó su propio espacio en una historia mucho más corta que, sin embargo, posee idéntico sello de fortaleza y autenticidad, gracias a la propia actriz y a su colega Ferrán Vilajosana. ¡Qué dos enormes actores!  En casos como éste, el cortometraje resulta ser un brillantísimo destello de gran cine, magnífico relato por breve que sea, que remacha la idea que nos había quedado meridianamente clara cuando vimos No sé decir adiós: Lino Escalera y su coguionista Pablo Remón escriben diálogos al dictado de los dioses de la narración y con ellos atrapan pedazos de vida que deleitan y conmueven. En enero volveremos a pelearnos con las teclas para encontrar los adjetivos que les hagan justicia. Por cierto, a la vista de Australia el debate sobre la entidad del cortometraje queda zanjado; cosa bien distinta es el sentido y la utilidad que seguirá teniendo para quienes lo hacen y para el resto de la industria.

¡Miau! Felinos en el cine

Marlon Brando no parece tan duro como nos lo habían pintado

En La cara oculta de la luna, producción alemana de reciente estreno, un prestigioso abogado dedicado a la fusión de grandes compañías, ese tipo de profesionales dedicados a obtener los máximos beneficios en el Monopoly inmoral que el sistema carga a cuenta de los trabajadores, sufre una especie de síndrome de Jeckyll y Hyde: alterna momentos de lucidez y crisis de conciencia con otros de extrema violencia. En uno de sus ataques estrangula al gato de la chica con la que acaba de establecer una relación sentimental.

Este es uno de los tristes destinos que el cine ha reservado a los pobres felinos, víctimas muchas veces en la ficción, y muchas más aún en la realidad, de las neuras criminales de quienes se tienen por humanos y  desmienten esa condición maltratando a los animales. Escenas como ésa son dolorosas de ver y traumáticas. La primera que recuerdo asomaba en la monumental Novecento, de Bernardo Bertolucci, y ejemplificaba de manera cristalina el salvajismo del líder fascista, execrable ser interpretado por un excelente Donald Sutherland.  Attila daba lecciones a sus camaradas de cómo había que tratar a sus verdaderos enemigos, los comunistas, y destripaba a un gatito con la cabeza. Aviso: las imágenes pueden herir la sensibilidad.


Por fortuna, el recorrido de los silenciosos cuadrúpedos a través de la pantalla es infinitamente amplio y sus andanzas, diabluras, poses en cachazuda tranquilidad y otras evoluciones lo recoge con divertida profusión un libro de reciente aparición que les recomiendo si sienten alguna debilidad, no es imprescindible llegar a mi nivel de fascinación, por estos animales: Miau Miau Miau, Los gatos en el cine, de Juan Luis Sánchez y Luis Miguel Carmona, editado por Diábolo Ediciones.

Los autores han hecho un meritorio esfuerzo de recopilación de títulos, tanto en cine como en televisión, en imagen real o animación, citando incluso otras manifestaciones artísticas. Si bien la calidad literaria no es el fuerte del volumen, pues los autores han optado por derrochar su energía en la investigación antes que en la depuración de la prosa, sí podemos congraciarnos con él gracias a la multitud de ilustraciones fotográficas y a la chispa de infinidad de anécdotas que pululan por entre las páginas.

“Los gatos son obstinados, no harán nada a menos que encuentren una razón para hacerlo. Si no quieren hacerlo no lo harán”, dice Walter Huber, uno de los pioneros en el adiestramiento profesional para los rodajes, en los años 30 y 40.

Además de explicar de qué modo se solventa esta particularidad gatuna en los rodajes (con varios animales para el mismo papel, entre otras soluciones) nos cuentan Sánchez y Carmona que existen unos premios para los actores que maúllan, ladran o emiten otro tipo de sonidos que no sean palabras, los PATSY (Performing Animal Televisión Star of the Year), creados en 1939 por la Asociación Humanitaria de Hollywood, que naturalmente no se otorgan a los humanos por muy animales que sean o parezcan en la pantalla. Los premios intentaban rendir homenaje a un caballo accidentalmente fallecido durante el rodaje de Tierra de audaces, de Henry King (1939) y el primero de ellos le fue concedido en 1951 a ¡la mula Francis! en una ceremonia presentada por un actor que años después mostraría su cara más mostrenca en la presidencia de Estados Unidos, Ronald Reagan. Lástima que estos galardones sólo duraran hasta 1986; habría que ver cómo se las apañaban en la ceremonia para honrar al delfín Flipper, por ejemplo. Yo le tengo mucho cariño y admiración a los animales, es cierto, pero no estoy seguro de que estén dispuestos a aprenderse sus papeles de buen grado, así es que no tengo claro lo de sus premios.

Seguramente el gato Morris, famoso a primeros de los 70 por multitud de anuncios televisivos, también participante en Un largo adiós, de Robert Altman, desdeñaría altanero su medalla (por su actuación junto a Burt Reynolds en Shamus, pasión por el peligro (1973) ofreciendo cara de asombro ante las extrañas cosas que inventa el ser humano. Y si aún se mantuvieran, con toda seguridad habría que haberle concedido el correspondiente a su categoría de animales especiales (las otras tres eran equinos, perros y animales salvajes) al gato Bob de cuya historia hemos dado cuenta en este blog.

Aún no he podido verla pero la tengo anotada en mi carnet de películas pendientes y le ofrezco la sugerencia a los amantes de los gatos: la distribuidora Avalon informa que el próximo 21 de julio estrenará el documental Kedi (Gatos de Estambul), de Ceyda Torun. Sinopsis: Cientos de miles de gatos vagan libremente por la frenética ciudad de Estambul. Durante millones de años han deambulado formando parte de las vidas de la gente, pasando a convertirse en una parte esencial de las comunidades que conforman la ciudad. Sin dueño, estos animales viven entre dos mundos, ni salvajes ni domésticos, y llenan de alegría a los que deciden adoptar. En Estambul, los gatos funcionan como reflejo de las gentes, permitiéndoles reflexionar sobre sus vidas de una forma única. Para quienes, como yo, no pueden evitar quedarse embobados mirándoles, cuando se cruzan con algún felino, este trailer que les pongo a continuación puede resultarles un delicioso aperitivo.

Alegoría subnormal

Parece mentira que quien dirigió Vete de mí, su segundo largometraje, que demostraba tan sorprendente madurez como entusiasmante resultado, incluido un Goya a Juan Diego por su impagable actor de teatro en decadencia, haya tardado un puñado de años, más de diez, en volver a realizar una película y haya tenido que hacerlo con la precariedad de medios de la que he hablado en los últimos posts: un presupuesto de 10.000 euros conseguido a base de amigos, gente que trabaja sin cobrar, esas cosas que transforman la penuria económica en entusiasmo y atizan la imaginación. Perdón, qué digo, no parece mentira, todo lo contrario, es un ejemplo más, suma y sigue, del estado depauperado y raquítico de nuestra industria. A ver si me explico: ¡el talento demostrado debería abrir puertas y en España demasiadas veces las cierra!

Víctor García León y Santiago Alverú, director y protagonista de Selfie / J. ZAPATA / EFE (Málaga)

Estoy hablando de Víctor García León, que otra vez lo ha vuelto a hacer, ha conseguido estrenar, después de penar en busca de distribución a pesar de que había obtenido una Mención especial del Jurado y el Premio de la Crítica en el pasado Festival de Málaga, una comedia sencillamente memorable, que empaqueta una buena dosis de mala leche en un envase de amabilidad aparente, que tiene el don de la oportunidad porque se rodó con las herramientas oportunas, las justas, una cámara en mano, un actor inspiradísimo y cuatro ideas bien colocadas para perfilar un aguafuerte de la España de hoy con el que uno no sabe si reír o llorar, y mientras deshoja esa margarita la sorpresa se traduce en carcajada.

En 1976 José Luis García Sánchez, padre de Víctor García León, dirigió Colorín Colorado en la que dirigía sus puyas hacia una pareja de jóvenes “burgueses” que se tenían por comunistas y a los que desenmascaraba haciéndoles mirarse en el espejo de la chica de servicio que les dedicaba este dardo: “el rojo es usted, señorito”.

Cuarenta años más tarde, Víctor García León utiliza el mismo instrumento, la ironía, en un artefacto narrativo mucho menos convencional que el de la comedia costumbrista-sociológica que usara su padre, el del “falso documental”, para desenmascarar no a un burgués que se hace rojo por moda o conveniencia sino a un auténtico caradura, un hijo de ministro de los que se estilan mucho en este tiempo de gobierno PP, venido a menos porque a su padre le han metido en la cárcel por corrupción, malversación de fondos públicos, blanqueo de capitales y varias decenas de delitos económicos, una minucia, ya se encargará algún juez de aclarar el embrollo.

Bosco, el individuo en cuestión se hace acompañar de una cámara a la que va mostrando su domicilio en el chalet de La Moraleja (exclusiva urbanización madrileña de gentes con muchos posibles), su estilo de vida, su piscina con jacuzzi, la criada cuyo país incluso desconoce… hasta que encierran a su padre y toda la familia huye dejándole a la intemperie, literalmente en la calle. El tipo, una especie de pícaro de clase alta, decide entonces mimetizarse con todo lo que se encuentra, sea un mitin de los suyos, su partido, el PP, o en uno de Podemos, sobrevivir a costa de los demás pidiendo ayuda sin ningún recato, liarse con una chica ciega simpatizante de Podemos pero yendo a lo suyo con todo descaro. Antológica, la secuencia en la que llega a su casa, se topa de bruces con un escrache organizado contra su padre y él, ni corto ni perezoso, se zambuye en el grupo para fundirse con los protestantes, antes de que éstos le identifiquen como enemigo.

Dos auténticos descubrimientos de esta singularísima película: el personaje y el actor que lo encarna, Bosco y Santiago Alverú, ante cuyas reacciones, gestos, dejes de pijo y ocurrencias tan naturalmente dichas que se dirían improvisadas, es imposible no dibujar una sonrisa casi permanente. Bosco pasará a la galería de inolvidables pícaros en la que se arraciman especímenes como los de Los tramposos, de Pedro Lazaga: Tony Leblanc, Antonio Ozores y Venancio Muro; los de Truhanes, de Miguel Hermoso: Paco Rabal y Arturo Fernández; o por citar a uno muy reciente, el Francisco Paesa que retrata con sabiduría Eduard Fernández en El hombre de las mil caras, de Alberto Rodríguez.

Santiago Alverú y Macarena Sanz en Selfie

García León tuvo la feliz idea de sacar al personaje a la calle, en plena campaña electoral de diciembre de 2005 y mezclarlo junto a otros actores con lo que se encuentra, Esperanza Aguirre por aquí, Pablo Iglesias y la cúpula de Podemos por allá… Esta opción narrativa se revela eficacísima para caracterizar y caricaturizar tanto la estupidez e inmoralidad de la burguesía más rampante como la ingenuidad y atolondramiento de la moderna progresía, con las que sin embargo García León no establece una equidistancia, pues la primera se muestra egoísta –de natural- y la segunda, al menos, solidaria. Especialmente ácido y divertido resulta el retrato del tiempo presente en transición, una fotografía instantánea sarcástica y demoledora de los años de la corrupción, la efervescencia por el cambio sobrevenida tras el 15M y la fragilidad de la fuerza política emergente para combatirla con seriedad. Las situaciones son esperpénticas y los diálogos cargas de profundidad; particularmente revelador aquel en el que Bosco espeta sin miramientos al chaval que le ha acogido en su piso a regañadientes: “por mucho tiempo que pase no seréis capaces de romper ni cambiar nada”. ¿Aviso a navegantes o pronóstico? García León lo deja caer así, como si nada, en lo que él llama su “alegoría subnormal de la vida en España”. Pero escuece.

Goyas y Palmas de Oro a precio de saldo

Al capítulo de estrecheces económicas del cine, de las que yo daba cuenta el martes pasado, los inusuales métodos de financiación que pasan por el micromecenazgo y otras fórmulas, se le añade la de la venta de enseres particulares; alguno, cargado de simbolismo que convierte a cineastas que un día alcanzaron la gloria en caballeros que hubieran perdido toda su fortuna y tuvieran que empeñar hasta el caballo. Traigo a colación la subasta de un Goya y de una Palma de Oro del Festival de Cannes, nada menos; aunque, por haber, hasta algunos Oscar se han vendido en el pasado.

A ver si nos vamos aclarando, Juanma, que con tu cachondeo en el video que hiciste circular por la Red, que yo te alabo, desde luego, no me queda claro quién leches llevó el cabezón a empeñar. Porque allí estuvo, tú no lo puede negar porque hay fotos que circularon en las redes, en el escaparate de aquella tienda de artículos de segunda mano de Vitoria por un precio de 4.999 euros, que ya son ganas de marear la perdiz. Encima machacas nueces con el trofeo y ofreces la Concha de Oro en el mismo paquete a buen precio. Te crees muy gracioso, y a lo mejor lo eres, pero, hombre, Juanma, bien está empeñar el Goya, ¡pero uno auténtico por sólo 5000 euros…! O le tienes poco aprecio a los honores que representa o andas muy necesitado de liquidez.

Menudo mosqueo se pilló la presidenta de la Academia, Yvonne Blake recordando: «El premio es de quien lo recibe y puede hacer lo que quiera con él, porque no hay ninguna cláusula. No es como en Estados Unidos, donde sí prohíben vender los Oscar. Aquí nunca había pasado en 31 años. Ahora la Academia se plantea regular esta situación en España. Pero si ese Goya no es auténtico, sí que se puede emprender acciones legales, porque nosotros somos titulares de los derechos de imagen de la estatuilla».

Mira, yo en esto estoy contigo. Si te planteas reinvertirlo en hacer otra película sería el mejor homenaje que se le puede hacer al cabezón, todo un símbolo poético, la fundición del metal para ennoblecerlo con nueva materia cinematográfica. Del celuloide salió y al celuloide vuelve (sí, ya sé que ya no se rueda en ese material, pero como metáfora que es resulta más literario).

Ese Goya, que se intentó vender sin conseguirse por la escandalera que provocó cuando saltó a la luz la noticia, lo habían ganado el 7 de marzo de 1992 unos prometedores hermanos, Eduardo y Juanma Bajo Ulloa, que vieron premiado su guión original de Alas de mariposa. Para poder producir la película dicen las crónicas que el director tuvo que hipotecar su casa (y supongo que más de un familiar se vería en la tesitura de tener que echar una mano). Así es que la venta del Goya hubiera cerrado el círculo, o continuado una cadena maldita, según se mire.

Cuando recogía su Concha de Oro a la Mejor Película en el festival de San Sebastián el segundo, había vaticinado desafiante: “os vais a acordar de ésta”. Ay, ironías del destino. Mira cómo se burlan los dioses trabajando con la materia que ellos atesoran, la perspectiva del tiempo, que tanta falta hace cuando se es joven y se carece por completo de ella.

La noticia saltó el 27 del pasado diciembre y más que los titulares que ya tenían su guasa (“El Cash Converters que vendía el Goya de los Bajo Ulloa: teníamos el premio en tienda”, se leía en este periódico; “Un Goya de saldo”, decía El Correo.com; “Los Bajo Ulloa tratan de vender su premio Goya en una tienda de segunda mano”;y así suma y sigue) a mí lo que me perturbó fue la imagen de la codiciada estatuilla expuesta en aquel escaparate, rodeada de collares de bisutería, viejas cámaras fotográficas y otros objetos de menor rango que el noble busto de don Francisco, así convertido en un mendicante testimonio de lo arrastrada que está nuestra industria. Quien sabe lo que habrán visto sus ojos hasta llegar a caer en esa postración. ¡Lo que darían muchos por tener uno en su casa!

 

O tal vez sea el símbolo definitivo de cómo la rebeldía juvenil (y el imperdonable puntito de arrogancia que suele acompañarle) es castigada por los dueños de una industria que no tolera a los que mean fuera del tiesto. Porque a Juanma, que tan precozmente había revelado su talento como contador de historias, se le fueron cerrando las puertas del cine por quienes tienen las llaves, y ello, a pesar de que en 1997 convirtió a Airbag, una película que veía retrasar su estreno una y otra vez durante meses, en la más taquillera de la historia, un taquillazo de siete millones de euros. Airbag no era muy de mi gusto, su gamberrismo desenfrenado me resultaba cargante, pero reconozco que en algunos momentos destilaba una simpática mala leche que me hacía cosquillas.

Genio incomprendido o alguien le echó un mal fario, porque Bajo Ulloa intentó repetir la jugada 18 años después de aquel extraño suceso que fue Airbag, con Rey Gitano y el batacazo volvió a llevarle a la ruina, dos millones de coste y poco menos de uno de ingresos. Seguía sin ser un humor fino, todo hay que decirlo, cultivaba con fruición el brochazo y las situaciones disparatadas con un sano espíritu iconoclasta respecto a la sociedad y a la familia real, de la que se pitorreaba un poquito, con alusiones a algunos de los últimos episodios protagonizados por el monarca emérito, pero el guion y la película en su conjunto volaban bajito. La fórmula era parecida, de similar fuste a Airbag, pero esta vez no resultó.

Ya sé que es magro consuelo, pero los Bajo Ulloa no estáis solos. Hace unos días supimos que Leonardo di Caprio tenía entre sus bienes el Oscar que Marlon Brando había ganado por La ley del silencio en 1954, obsequio de  la empresa Red Granite Pictures, productora de El lobo de Wall Street, que había sido acusada de malversación de fondos en Malasia, por lo que el Departamento de Justicia de Estados Unidos le pidió que la devolviera. La historia de cómo había llegado la estatuilla hasta allí es larga, pero las diversas manos que mercadearon con ella manejaron muchos dólares, seguro.

En 2011 se subastó el Oscar de Orson Welles por Ciudadano Kane, y como la cosa amenazaba con convertirse en epidemia, la Academia de Estados Unidos acabó por prohibirlo: “Los ganadores de un premio no venderán ni desecharán la estatuilla del Oscar sin antes ofrecerla a la Academia por la suma de 1 dólar”, reza el reglamento vigente.

El Goya que ganó Orson Welles

El último sobresalto conocido que hace confundir valor con precio data de hace menos de dos semanas, cuando supimos que Abdellatif Kechiche ponía en venta su Palma de Oro del Festival de Cannes, que obtuvo por La vida de Adèle en 2013. Lo contaba el director en The Hollywood Reporter y aclaraba que “el fin era conseguir el dinero suficiente para completar la postproducción sin más retrasos». En el paquete se incluirían algunos óleos que aparecen en la película. Según la productora, Quat’sous (“Cuatro duros”, ni aposta podían haber elegido mejor nombre) los bancos les habían cerrado el grifo del crédito provocando numeroso problemas de financiación y poniendo en peligro los cobros del equipo. O sea, nada nuevo bajo el sol, manda la banca y los del cine a callar.

Abdellatif Kechiche, Adèle Exarchopoulos y Léa Seydoux recogen la Palma de Oro en Cannes

La Palma de Oro del Festival de Cannes parece ser que está valorada en más de 20.000 euros, porque pesa 118 gramos de oro de 18 quilates. No tengo el dato equivalente de la Concha de Oro, pero a juzgar por el desencanto con que algunos afortunados la recogieron en su día (“pero si parece un cenicero”, decía jocosamente una joven actriz con apellido de animal que la había ganado por un papel muy dramático) no debe de ir muy allá. El valor crematístico sin duda es muy inferior al simbólico. Y recordemos que el cine se alimenta de símbolos pero no se fabrica con ellos. Los símbolos no cotizan en el mercado de valores.

Lo pequeño puede hacerse grande

Ayer se hacía eco en este medio Charo Rueda, en su blog de Capeando la crisis, de una campaña de microfinanciación, para la finalización de la película The Code, dirigida por Carles Caparrós, un documental impulsado por la Fundación Baltasar Garzón. Acorde con la trayectoria de nuestro exjuez más conocido en el mundo (de por qué hay que anteponer el prefijo ex tendría que rendir cuentas algún día ese partido gobernante calificado por la justicia como asociación de malhechores) el documental trata del empeño de un centenar de jueces, fiscales y abogados en todo el mundo por que se implante un nuevo código de la Jurisdicción Universal, algo que en España laminaron, primero el PSOE, y de manera definitiva el PP, para poder perseguir el genocidio y la impunidad de los grandes criminales de cualquier parte del mundo.

Esta fórmula de financiación se está extendiendo y generalizando en nuestro cine. Viene de Francia, como tantas cosas buenas, a pesar de la tirria que se le tiene desde los tiempos del alcalde de Móstoles a todo lo que huele a gabacho. Y yo que soy un afrancesado les doy bola. Parece ser que el precedente se sentó en 2006 con el cortometraje de ciencia ficción Demain la veille, de Julien Lecat y Sylvain Pioutaz, gracias a que sus hábiles productores, Guillaume Colboc y Benjamin Pommeraud, recolectaron nada menos que 17.000 € en un mes a través de un sitio web. Tuvieron la suerte de que numerosas revistas especializadas (sí, en Francia tienen de mucho eso, aunque paradójicamente carecen de un buen programa cinematográfico en televisión similar a Días de cine), como PremièreStudio Magazine, Ecran Total o Le Film Français, le dieron cobertura en sus páginas.

 

En España como las ayudas a los proyectos que no persiguen grandes taquillazos son objetos sospechosos para el gobierno, como ya tenemos dicho en varias ocasiones, cada vez es más frecuente encontrarse con largometrajes que nacen pequeñitos y terminan haciéndose grandes a fuerza de talento y también de solidaridad. Uno de los pioneros aquí fue Alfonso Sánchez: su descacharrante comedia de El mundo es nuestro repartió carcajadas en el Festival de Málaga en diciembre de 2012. Alfonso Sánchez era también “El cabeza” –pronúnciese El cabesa- y su compadre Alberto López, “El culebra”. A Sánchez le dieron Biznaga de Plata al Mejor Actor y todo el público agradeció el buen rato pasado con su galardón correspondiente. Les aseguro que no sólo era una buena película, yo me partía de risa con el modo en que trataban un asunto tan serio como la crisis bancaria; qué digo crisis, la gran estafa de los bancos.

Llegar a ser grandes en términos de reconocimiento, no significa necesariamente rentables en términos económicos. Rodrigo Sorogoyen, por ejemplo, en 2013 vio su Stockholm agraciada en Málaga con tres Biznagas de Plata, además de convencer a la crítica para que le concediera el Premio Feroz a Mejor Película Dramática y a la Academia para que le otorgara el Goya a Javier Pereira como Actor Revelación. Aunque no recuperara toda la inversión (escuálida por otro lado con la ayuda de amigos, familiares, actores y miembros del equipo; sólo dos intérpretes y rodaje en domicilio del director, hicieron posible el resto) el éxito le abrió puertas posteriormente a otras empresas de mayor enjundia, como el muy interesante (aunque no terminado de cuajar) thriller Que Dios nos perdone, avalado por Tornasol Films porque el olfato de Gerardo Herrero no anduvo desencaminado: seis nominaciones a los Goya y bingo para Roberto Álamo, como actor protagonista.

No hace mucho comenté en esta tribuna (Ricos y pobres en el cine español) la iniciativa de Jordi Teixidor para conseguir 10.000 € con vistas a la producción de un cortometraje ambientado en la Guerra Civil española, Cunetas. En la web de Verkami se indica que consiguieron 12.040 €  gracias a 355 mecenas y que la campaña se cerró el 18 de marzo. Espero poder ofrecer pronto noticias de cómo marcha la cosa. Teóricamente el rodaje finalizaba en abril y la postproducción entre mayo y junio; el estreno debería ser en octubre y los aportantes recibirían sus recompensas en noviembre.

En la misma onda que la producción de Cunetas y de The Code se ha constituido una Cooperativa de Cine, cuyo nombre es toda una declaración de principios: Lo posible y lo necesario. El objetivo que persigue es la producción de un documental sobre la vida y lucha de Marcelino Camacho con la percha del centenario de su nacimiento, 1918 – 2018. Por supuesto, difundir la figura del imprescindible -en el sentido que Silvio Rodriguez atribuye a Bertolt Brecht- luchador obrero no debería necesitar de ningún pretexto pero estas cosas funcionan así, nuestro cerebro se activa por simpatía y parece que necesitemos anclar nuestros impulsos con efemérides para poder actuar.

En cualquier caso, la Cooperativa está compuesta por profesionales de la comunicación, el cine y la edición; sigue el patrón de una cooperativa de consumidores sin ánimo de lucro, está gestionada por sus propios socios y tiene una clara vocación de difusión del compromiso  social y político. Todos los detalles que se precisa conocer para sentirse concernido por la iniciativa los encontrarán en su web: https://coopcinelonecesario.wordpress.com/apoya-el-film/

Amor y guerra de Lobo Antunes

Miguel Nunes en Cartas de la guerra

El sublime comienzo de Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979) sobrecoge y fascina porque envuelve al espectador en la misma nube en que se encuentra el capitán Willard, iluminado trabajo del perfecto desconocido que era en ese momento Martin Sheen, nube etílica agitada con el batir de las palas del ventilador multiplicadas en las de los helicópteros y el humo de las bombas tiñendo las notas de This is the end, de The Doors, con el hedor acre del napalm; nube de polvo abrasador, premonición del infierno que le espera al oficial del ejército norteamericano encargado de rastrear y eliminar al coronel Kurtz, ese divino monstruo que ha poseído a Marlon Brando.

El guion de John Milius y el propio Coppola adaptaba el relato breve de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, desplazando la acción desde el brutal escenario de la colonización africana en 1890 hasta el despiadado combate de David contra Goliat en la guerra de Vietnam. Era uno de esos felices encuentros de una obra literaria con su propio espíritu reformulado en formidables imágenes cinematográficas, el encuentro de dos auténticas obras maestras.

Cartas de la guerra, del portugués Ivo F.Ferreira es igualmente fascinante y le debe mucho también a su origen literario; toma prestada la prosa poética con que António Lobo Antunes enviaba sus pensamientos a su mujer a través del Servicio Postal Militar, misivas recopiladas en el libro Cartas de la guerra. Correspondencia desde Angola. Entre 1971 y 1973 el escritor aun no tenía en su horizonte entregarse a ese oficio y se veía trasplantado al corazón de la colonia para combatir en una guerra que todos sabían perdida de antemano.

Una guerra no es el mejor destino posible  para cumplir el servicio militar, ni siquiera como médico, cuando se deja a una joven esposa y madre reciente en Lisboa, pero sí puede ser el ambiente propicio para cultivar un estilo que rezuma pasión y desconcierto, melancolía y rabia, nostalgia y amargura, en unas cartas que no eran normales, sino aerogramas: una hoja de papel amarillo muy fino doblada para formar un sobre con sello prepagado ofrecido a los soldados por TAP, la aerolínea portuguesa; toda una metáfora de la fragilidad de los pensamientos que vuelan de un lugar a otro para conectar entre sí a las almas separadas.

En el filme de Ferreira, estrenado anteayer, hay pocos diálogos pero la palabra tiene una preponderancia casi superior a la imagen. Una melodiosa voz femenina, la de la receptora de las cartas, lee en off las palabras que le llegan desde aquellas lejanas tierras africanas. Podrían haber sido dictadas por cualquiera de los 800.000 hombres jóvenes que vieron sus vidas trastocadas, muchos de ellos, truncadas, dirigidas a su familias, a sus mujeres, novias o amistades durante los trece años que duró la guerra, y describen, lamentan, añoran, desean, maldicen y sobre todo esperan volver, con una paciencia resignada que nace de lo más profundo del ser y su capacidad de adaptación a la realidad.

El recurso de utilizar la voz de quien lee y no de quien escribe, de un elevado lirismo, ideado por Ivo F.Ferreira, encaja primorosamente con la bellísima fotografía de João Ribeiro, que capta insospechados matices de una tierra que percibimos invadida, manchada por la presencia extraña de unos soldados ajenos a ella reflejados en la mirada ausente del joven doctor. La guerra y sus sinsentidos, su violencia y su rastro de dolor y de muerte aparecen simultáneamente en el fondo del teatro y en el primer término de la voz. La guerra y la absurda pérdida de valores humanos que conlleva se sienten en cada sílaba, en cada vocablo y en cada línea, fieles transcripciones de las palabras de Lobo Antunes con mínimas correcciones.

La belleza poética de esas líneas de intimidad, casi rozando lo impúdico: “Mi querido amor, mi gacela, mi nomeolvides, mi amante, mi Vía Láctea, mi hija, mi madre, mi esposa…”, no escritas para ser reveladas sino para los ojos de su única destinataria, se potencia con la impecable reconstrucción histórica, el sofocante ambiente de tensión y vigilia, no sobresaltado más que con contadas escenas de acción, y con el magnífico trabajo del actor Miguel Nunes, el médico-soldado autor de las cartas, cuya dificultad radica en la discreción del gesto y los abundantes planos de miradas sin diálogo.

Miguel Nunes en Cartas de la guerra

Cartas de la guerra es un filme de amor y añoranza de la amada en un contexto bélico. El tono, obligadamente más descriptivo al principio, deriva rápidamente hacia una suerte de ensoñación fantasmagórica, que se acentúa a medida que el soldado ve mermadas sus fuerzas psicológicas, pasando por momentos de lucidez política. En esa evolución se aproxima al estilo del Terrence Malick de La delgada línea roja (1998), cuya influencia se percibe con claridad en el célebre plano del indígena que pasa junto a los soldados mostràndose indiferente, completamente ajeno a ellos: quintaesencia del poder evocador de la imagen que late también con fuerza en Cartas de la guerra.

Reportaje en Días de cine: http://www.rtve.es/alacarta/videos/dias-de-cine/cartas-guerr/4067546/

¡Malditos periodistas de película!

Según el Informe anual de la profesión periodística el 83% de los profesionales de la información cree que la imagen de la prensa es regular, mala o muy mala; seguro que tienen razón. Esos datos corresponden a 2007 y dudo mucho de que la situación haya mejorado. El espectáculo bochornoso que ofrecen algunas tertulias televisivas, que las gallinas toman como modelo para depurar su cacareo imitando a los periodistas, de un tiempo a esta parte no hace más que hundir en la más absoluta miseria el prestigio que algún día debió de tener ese bendito oficio.

Periodistas en la redacción: Jake Gyllenhaal y Robert Downey Jr. en Zodiac

El cine lo ha tratado mejor. Incluso cuando la visión era desfavorable, no dejaba de dotar a los periodistas de una cierta aureola mítica; al fin y al cabo ellos son los  mediadores entre el espectador y los acontecimientos históricos, le guían a través de sus investigaciones y le introducen en la escena del crimen a salvo de las salpicaduras de sangre. Véase, por ejemplo, Zodiac, con cuya trama David Fincher indagaba en la identidad del famoso “asesino del Zodíaco”, un mameluco que acostumbraba a jugar al ratón y el gato con los policías y periodistas que investigaban sus atrocidades seriadas, allá por los años 60 y 70 de la ciudad de San Francisco.

O si lo prefiere, el espectador puede sentarse frente a frente, cámaras de televisión como fríos testigos del momento, con el presidente Nixon, en la famosa entrevista que relata de manera absorbente Ron Howard en El desafío: Frost contra Nixon, adaptación de la obra de teatro de Peter Morgan con dos extraordinarios intérpretes, Frank Langella, en el papel del presidente mentiroso pillado en renuncio, y el británico Michael Sheen en el papel del sabueso interrogador.

Michael Sheen y Frank Langella, Frost contra Nixon

Otro episodio histórico de la lucha por la independencia periodística lo narraba con maestría George Clooney al mando de la manivela, delante y detrás de la cámara: Buenas noches y buena suerte. Del título se apropió Zapatero para despedir un debate preelectoral con Rajoy anterior a su segundo período de Presidencia, pero la materia cinematográfica tenía muchísima más enjundia que las vagas generalidades y lugares comunes de la pantomima política con que nos obsequiaron sendos dirigentes: se trataba de la “caza de brujas” y los contendientes eran el senador Joseph McCarthy y el presentador de la CBS Edward R.Murrow, al que prestaba su porte y su voz imponentes David Strathairn, junto a su productor que encarnaba el propio Clooney.

David Strathairn, imponente en Buenas noches y buena suerte

¿Emociones más intensas, mayores dosis de adrenalina, acción trepidante? Pues uno se va a la guerra. De Nicaragua a Indonesia o si lo prefiere, más cerca, los Balcanes. Bajo el fuego nos coloca en los años 80 con los sandinistas pisando casi las moquetas de palacio para derrocar a la sangrienta dinastía de los Somoza. Roger Spottiswoode reclutó a Nick Nolte, en lo más alto de su carrera, como fotógrafo, a Joanna Cassidy como periodista radiofónica y a Gene Hackman, como corresponsal televisivo de vuelta de todas las batallas. ¿Retratar la realidad o implicarse en ella tomando partido? Es la clave que debe resolver Nolte con la inestimable y cálida ayuda de la periodista.

Nick Nolte y Joanna Cassidy en Bajo el fuego

En Indonesia el periodista era australiano, la crisis política estaba provocada por el derrocamiento del presidente Sukarno y el director de la película era nada menos que Peter Weir. El periodista lo encarnaba un actor que aún era joven (la película se estrenó en 1983) y ya había sido dos veces Mad Max: Mel Gibson. Entre manifestación y protesta, a Gibson le acompañaba una mujer bajita que ganó un Oscar encarnando a un fotógrafo: Linda Hunt. También le echaba una mano Sigourney Weaver. ¿No querían emociones? Pues nada, aquello era El año que vivimos peligrosamente.

Mel Gibson y Linda Hunt en El año que vivimos peligrosamente

La guerra de Bosnia nos pilla más cerca, pero no resulta más llevadera. Para oler a pólvora y vomitar con el tufo de los cadáveres, nos acercamos a Imanol Arias y Carmelo Gómez, reporteros de Televisión Española destacados en aquel país en descomposición. Sarajevo en toda su dolorosa salsa, que una periodista, encarnada por Cecilia Dopazo pretender explotar con dudosas maneras. La guerra contada en una novela resabiada por Arturo Pérez Reverte y llevada al cine por Gerardo Herrero: Territorio Comanche.

Imanol Arias, Cecilia Dopazo y Carmelo Gómez en Territorio Comanche

La feliz conjunción entre periodismo y cine nos ha dado grandes glorias del pasado, como Ciudadano Kane, la más grande, la obra maestra incontestable de Orson Welles de 1941, múltiples veces señalada como la cumbre del 7º Arte, y otras que no alcanzan tales alturas pero no le andan demasiado lejos, como Todos los hombres del presidente. Welles traza un retrato shakespeariano del reverso tenebroso de la prensa en la persona de Charles Foster Kane, trasunto de William Randolph Hearst, magnate, rey del amarillismo, tirano, propietario de treinta y siete cabeceras, dos agencias de noticias y una cadena de radio, ese “hombre que tuvo todo cuanto quiso, y que lo perdió”. Resume Josep María Bunyol en el libro Historias de portada, 50 películas esenciales sobre periodismo (Editorial UOC, 2017): “en Ciudadano Kane tomaba cuerpo… el horroroso vacío de una vida presuntamente triunfal”.

Orson Welles en su obra maestra Ciudadano Kane

Entre esos cincuenta títulos también aparece, por supuesto, Todos los hombres del presidente, otra cita ineludible en este recorrido, el anverso luminoso. Brillantes en sus papeles de Bob Woodward y Carl Bernstein, Robert Redford y Dustin Hoffman desvelan la trama de corrupción que se llevó por delante a Richard Nixon al destapar el espionaje contra el Partido Demócrata, enfrentándose a todas las presiones de dentro y de fuera de su propio periódico.

Robert Redford y Dustin Hoffman en Todos los hombres del presidente

En su libro Buñol extrae datos de la periferia de la producción y acompaña su información de comentarios sagaces sobre cuestiones narrativas o ideológicas, lo que hace interesante la lectura del libro al margen de su uso como guía temática. Como botón de muestra esta apostilla a su reseña de Solos en la madrugada: “José Luis Garci, un cinéfilo que de niño ya debía sentir nostalgia por el pasado”. De sus notas sobre La dolce vita, otra de las grandes obras maestras por las que pasea un periodista, nada menos que Marcello Mastroianni, al que evocaba yo recientemente contemplando a Anita Ekberg, entresaco el agradecido emparejamiento con la magnífica La gran belleza, de Paolo Sorrentino, de la que afirma, en mi opinión con acierto, que son complementarias y de sus protagonistas que: “ambos tejen un discurso existencialista sobre el vacío de la sociedad moderna”.

De modo que si el espectador-lector quiere gozar de una panorámica amplia y jugosa sobre las interconexiones simbióticas de los dos universos aquí mencionados, puede confiarse a las páginas de este ensayo de lectura rápida, amena y sugestiva que enumera cronológicamente filmes que van desde El cameraman, 1928,  a Spotlight, 2015, pasando por los citados y otros menos conocidos. La prensa escrita, la radio y televisión, sus especímenes en todas las esferas, sus radios de acción y sus métodos, grandezas y miserias, las luchas intestinas y las impagables aportaciones a la causa de la sociedad regularmente informada; todo ello según se puede ver en la pantalla grande.

Si Anita Ekberg levantara la cabeza

Anita Ekberg en el rodaje de su baño en La Fontana di Trevi

Pregunta de Trivial: ¿cuál es la imagen más representativa, reconocible y famosa del universo Fellini?. Una pista: pertenece a La dolce vita. Pensarán ustedes que si esta pregunta formara parte de un examen habría que despedir al profesor que la incluyera por incompetente o, tal vez peor, por darse a la bebida en horas lectivas, de tan fácil como se lo estaría poniendo a los alumnos. Efectivamente, la respuesta es tan elemental como conocer el nombre del autor de El Quijote. Ese juego de mesa tiene estas cosas.

La imagen de Anita Ekberg introduciéndose una noche calurosa en el estanque de la romana Fontana di Trevi mientras Marcello Mastroianni la observa entre admirado y confuso, “Marcello, come here” le dice ella voluptuosamente, es mucho más que el emblema de La dolce vita, es una imagen grandiosa, inmortal de la historia del cine mundial. «No era un gran filme, existe por esa escena. Y allí estábamos Marcello y yo. Bueno, más yo que él. Era bellísima, lo sé», diría muchos, muchos años después, la propia Anita toda ufana, que la humildad no era una de las armas que ella manejara con soltura, cuando la sombra de la ominosa se le insinuaba en el horizonte.

Anita Ekberg La Dolce Vita Fontana di Trevi Scena

Hoy ninguna belleza sueca perdida por las calles de la capital italiana podría repetir la escena so pena de estar dispuesta a pagar una multa de 240 euros, como dicta la ordenanza municipal adoptada según la alcaldesa, Virgina Raggi, para “mantener el decoro” y sobre todo, “para preservar el patrimonio histórico de sus fuentes más conocidas” (como las que se encuentran en la Plaza del Pueblo, la Plaza de España o la Plaza Navona). Tan elevada finalidad obliga a prohibir el baño pero no a “arrojar las tradicionales monedas”. Se conoce que los metales que los turistas arrojan por toneladas a las aguas de cualquier charquito monumental que encuentran no son tan viles como creíamos.

Hay quien cree que esta bárbara costumbre se inicia a partir de la que probablemente sea la primera película que se hizo eco de ella: Creemos en el amor, dirigida en 1954 por Jean Negulesco y estrenada con el título original de Three Coins in the Fountain, o Tres monedas en la fuente. Pero incurre en un error porque las creencias en este tipo de superstición, que auguraba salud o deseos cumplidos a quien arrojara piedras a pozos, cuevas, lagos u otras acumulaciones acuáticas, se remontan a tiempos mucho más remotos, celtas y otras gentes de generosa inventiva, cuyas ocurrencias se han perpetuado hasta hoy. El argumento de la película no le hace ascos a la tradición y presenta a tres amigas norteamericanas lanzando sus monedas a la Fontana di Trevi formulando el mismo deseo: encontrar el amor verdadero. ¡Ja, nada menos que el verdadero!

Escena de «Creemos en el amor», de Jean Negulesco

En el mismo escenario se encontraban China Zorrilla y Manuel Alexandre para colofón de una melancólica y sentimentaloide historia otoñal cargada de buenas intenciones y resultados más discretos, que dirigió el argentino Marcos Carnevale en 2005: Elsa & Fred. Como es obvio, la sensualidad de la escena original se transmutó en otros valores marcados por la nostalgia.

Hollywood, siempre dispuesto a reciclar cualquier película no hablada en inglés que consideren prometedora en taquilla en un remake con sus lengua y sus propios actores, lo intentó en 2014 con Shirley MacLaine y Christopher Plummer. Se hace difícil la comparación entre ambas, pero si uno recuerda la secuencia de Fellini, como lo hace Michael Radford mediante insertos en la suya se expone a lo peor.

La maravillosa joya del barroco que en la comedia Totòtruffa’62, de Camillo Mastrocinque, 1961, Totò intentaba vender a unos ingenuos turistas, ha sido escenario permanente de todo tipo de representaciones reales o de ficción, spots publicitarios, y happenings mortales o veniales. ¡Pues se acabó! Las autoridades quieren ponerse serias. Y esto es triste, muy triste; que lo que el cine ofrece como imagen del santoral, el funcionario público lo prohíba.

Escena de Totòtruffa’62, de Camillo Mastrocinque

Estoy dispuesto a entender que los vándalos no se bañan como homenaje a los sagrados momentos de la cinefilia, pero no me dirán ustedes que no es contradictoria esta prohibición con el homenaje que el propio Ayuntamiento de Roma dedicó a la memoria de Anita Ekberg el 13 de enero de 2015, dos días después del fallecimiento de la actriz, a los 83 años de edad. En aquella ocasión una enorme imagen que evocaba el divino chapuzón con la leyenda “Ciao, Anita” fue colgada de los andamios que cubrían el monumento, entonces en fase de restauración.

«Los turistas que se acerquen a la Fontana di Trevi podrán admirar, una vez más, la belleza abrumadora de una actriz que filmó aquí una de las escenas inolvidables del cine italiano, haciendo de Roma una ciudad aún más famosa en todo el mundo», lanzó a los cuatro vientos la asesora de Cultura de la capital, Giovanna Marinelli. Hombre, a mí estas declaraciones me parecen inducción a la comisión del delito. Y ahora, cuando la llama ha prendido, se llaman andana. Los turistas pueden seguir admirando la escena en la pantalla, pero que no se les ocurra imitarla. ¡So pena de 240 euros de vellón!

El debut de Casanova

Tengo que reconocer que un poster que presenta un rostro en primer plano que tiene por boca el orificio de un ano no es el colmo de lo que a mí me apetece ver. Admitamos que no es tampoco el «summum» de la belleza, ni resulta un plato particularmente apetitoso. Yo en un restaurante no consumo voluntariamente esa peculiar línea de gastronomía cinematográfica. Dicho sin tantos remilgos, aborrezco la escatología y tener que ver Pieles me abocaba a pasar un rato francamente jodido.

Carmen Machi y Eloi Costa en «Pieles»

Sin embargo, ¡qué narices! Cuando a uno no le queda más remedio, por razones profesionales, hay que armarse de valor e intentar sacudirse los prejuicios, muy malos consejeros. Con prejuicios no se descubren novedades ni se conquistan territorios inexplorados. Con prejuicios nunca hubiera apreciado ningún valor en el cine de un chaval nacido el 24 de marzo de 1991, que en su sitio web tiene la osadía de presentarse con estas palabras: “El cine para mí es como la morfina para Bela Lugosi, como Richard Burton para Liz Taylor, como la luz roja para Dario Argento, como los grandes senos para Russ Meyer, como Lynch y los enanos, como Godard para la Nouvelle Vague o como Rose McGowan para los años 90; imprescindible y complementario.”

Eduardo Casanova en una página de su Book

Desparpajo no le falta a Eduardo Casanova, ya lo sabían quienes se habían dejado caer en el inconfundible universo de sus cortometrajes, fechorías cometidas con más garra que vergüenza, que datan de cuando el niño contaba 17 años. Ansiedad, se llamaba el primero: sífilis, gonorrea, hepatitis A, SIDA, y otras delicias en el cabaret, colección de enfermedades venéreas que con deleite enunciaba una de las starlettes que se contoneaba sobre el escenario. El maestro de ceremonias presentaba un número “que suda purpurina, que caga lentejuelas y derrocha glamour por cada una de sus extremidades”. Mierdas bonitas recién cagadas y otras lindezas… bueno, el espectro del principiante Almodóvar y su troupe de Pepi, Lucy y Boom redivivo, tres décadas después. Nada mal para empezar, apuntes del natural de los fantasmas, obsesiones e inclinaciones exhibicionistas que con el tiempo tendría ocasión de ir regalando a cucharadas grandes y pequeñas.

La inlinación coprófila alcanza su cima en Eat my shit, cortometraje trasladado directamente, con escasas modificaciones al largometraje Pieles, de cuyo (huuuum, ¿halitósico?) cartel os he hablado al principio. Aunque hay que reseñar que en ese trasvase Casanova se ha recortado un pelín las uñas. Vamos, que el corto va más lejos que el largo en cuanto a imágenes perturbadoras (si digo vomitivas describo la sensación física que puede provocar en estómagos delicados). 

De otros finos trabajos ha dejado fuera, supongo que siguiendo consejos de sus productores (Álex de la Iglesia y Carolina Bang) planos como los que muestran explícitamente una penetración (puede verse en el cortometraje La hora del baño) aunque mantiene su gusto por la visualización del desnudo masculino y del sexo agitado libre de sus ataduras indumentarias. Garras con guantes arañan menos.

La hora del baño

No, no crean que con todo lo que les he adelantado estoy tratando de enterrar al recién bautizado cineasta. No es mi intención porque he llegado al convencimiento de que Eduardo Casanova tiene talento en cantidades incalculables, o sea que no hay modo de saber cuánto, que puede ser mucho o poco, pero talento hay. Talento visual, incuestionable. Imaginación, entendida como la capacidad de crear imágenes que fascinan o repelen, o ambas cosas simultáneamente, o alternativamente. Y manías, muchas manías, traumas sin resolver que él convierte en una mina de líneas argumentales.

Mara Ballestero y Lucía de la Fuente en «Pieles»

Lo malo es que por lo visto hasta ahora, en esa recopilación, por limitada que sea, enmarcada en el formato opera prima de largometraje que es Pieles, sus historias vienen todas a converger en un territorio común: el feísmo o la deformidad como paraíso terrenal en el que dios reparte las manzanas envenenadas de dolor. La galería de personajes no tiene desperdicio: la chica del sistema digestivo invertido o caraculo, enanas, caraquemadas, rostros grotescamente tumorales, camareras con sobrepeso, pedófilos que desconfían de su resistencia a la tentación ante la contemplación de un bebé, madames de burdel desnudas de figura poco apropiada para ser exhibidas, chicos que ansían desprenderse de sus piernas, madres castradoras… alguno me dejo quizás porque la fauna es numerosa, como se observa.

Y todos estos personajes están clamando por la comprensión del mundo, gritan en pro de la tolerancia hacia el diferente, lo hacen enmarcados en cuadros perfectamente compuestos, una fotografía avariciosamente acaramelada que contrasta con los horrores (¡nada de horrores, la belleza está en el interior!, dice candorosamente Casanova) que padecen los personajes, magníficamente simétrica, teñida de rosa por todos los rincones de la escenografía, o de un azul que no sé apellidar. Iconografía cristiana bañada en canciones estridentes legitimadas –eso intenta el director- por los compases de la ópera Carmen.  Pesadillas con ecos lynchianos, y otras influencias más o menos amontonadas… no le quitan fuerza al conjunto pero sí señalan que Eduardo Casanova tiene que depurarse y madurar, ganar poso y  profundidad sin perder personalidad. En el combate entre la forma y el fondo sobre el ring de su cine, gana la forma por goleada. Si encuentra el equilibrio puede llegar a ser grande, o al menos, importante. Que parece lo mismo, pero no lo es.

Pieles se estrenó el pasado viernes 9 de junio. Reportaje en Días de cine: https://goo.gl/EhKg4T

¡Cielos, un culo!

No aprendemos. ¡La Feria del Libro de Zamora usa a una mujer desnuda en su cartel como reclamo! ¡Qué escándalo! La izquierda, si como tal hemos de considerar –yo creo que sí- a Podemos, sigue rasgándose las vestiduras con todo lo que atañe a la desnudez considerándolo tontamente como una ofensa a la dignidad de la mujer. En boca de quienes así piensan la palabra sexismo se ha convertido en la nueva piedra arrojadiza que durante tantos años de censura, con otras denominaciones más piadosas, sirvió para castigar la insolencia de los que mostraban la piel sin recato en el cine, en revistas, en pinturas o en cualquier forma de expresión, fuera ésta artística o no.

El cartel de la discordia

El grupo de Feminismo de Podemos de Zamora ha denunciado que el cartel de la Feria del Libro de Zamora que se celebrará del 8 al 11 de junio es sexista ya que muestra a una mujer desnuda de espaldas como reclamo para la venta de libros. Igual, si en lugar de colocar esa fotografía hubieran puesto a una virgen, ¡ojo!, de las que hacen milagros, no de las otras, le hubieran dado una medalla, que en esa ciudad las sacan a pasear tanto o más que en Cádiz.

Por fortuna en el Ayuntamiento de Zamora aún hay gente que mantiene la cordura, en concreto los grupos gobernantes de IU y del PSOE. Yo suscribo plenamente las palabras de la concejala de Cultura, María Eugenia Cabezas, que además de asegurar que el cartel no se retirará, acusa a Podemos de ser una especie de «nueva Policía de la Moral» que busca «con lupa cualquier resquicio de carne. Lo que me parece realmente denigrante es que en ese cartel lo único que hayan sido capaces de ver sea un culo femenino. Eso sí que es cosificar el cuerpo de la mujer», añade.

«Una imagen sugiere en función de las relaciones que el cerebro de cada uno establece con ella, y es ahí donde el puritanismo disfrazado de feminismo o un integrismo religioso (o cualquiera a quien un desnudo humano impresiona y ofende) puede ver en la desnudez algo indigno, o erotismo dirigido al macho».

Vamos por partes, amigos de Podemos. Supongamos por un momento que dicho cartel sea una obra de arte -el cartelismo lo es- más o menos defendible, pues todo el mundo es libre de opinar al respecto; más o menos eficaz, pues no hay ciencia que lo garantice. Supongamos que en lugar de una fotografía se tratara de una estatua o de una pintura clásica, un desnudo cuyo sexo sería por supuesto intrascendente, de una incuestionable belleza, ¿sería también sexista pongamos por caso El nacimiento de Venus, de Boticelli? ¿O El beso de Rodin?

El nacimiento de Venus, de Boticelli

El colectivo protestón le arrebata a la derecha la bandera de la censura, asume su argumentario y lo que es peor, su mentalidad: «ni la lectura te hace levitar ni la mujer es sólo culo». ¿Habría que decirle a Velázquez que su Venus del espejo es sexista, si los creativos del cartel lo hubieran escogido como imagen de base sustituyendo el espejo por un libro?  Dicen los feministas zamoranos de Podemos que el concurso estipulaba que se debía respetar la integridad de las personas y el cartel que ha resultado elegido, según ellos es «una alegoría sexista de la lectura, que utiliza los estereotipos publicitarios del cuerpo de la mujer como mero objeto publicitario».

La Venus del espejo, de Velázquez

¡Acabáramos! Se trata de estereotipos. ¡El cuerpo de la mujer es un estereotipo! ¡Toma, y el del hombre! El cuerpo es el mayor estereotipo que existe en arte, en publicidad, en cine y novela, todas las historias toman el cuerpo implícita o explícitamente como lugar en torno al cual se producen los conflictos. No puede ser de otro modo, pues cuerpo somos, vestidos o desvestidos. El desnudo es la expresión más sincera y a la vez explosiva (por la represión a que se ha visto sometida durante siglos) del ser humano. Por esa razón, precisamente, es el centro de todas las batallas que se dirimen en el arte y la diana de sus enemigos. Que la publicidad lo utilice es absolutamente lógico porque es lo que más interés concita. Y mucho más aún si se condena o se confina a terrenos acotados, establecidos por quienes se arrogan el derecho a decidir lo que es de buen o mal gusto, lo que se atiene o no a su personal sistema de valores. ¿Qué tiene de malo que el desnudo atraiga la atención de todos los ojos? Se podrá calificar y descalificar su utilización por zafio, hermoso, vulgar o sublime, pero eso siempre serán opiniones respetables si se expresan con respeto, tan sólo opiniones. Y no intentos velados o evidentes de ejercer presiones para impedir que un artista cree un mensaje a través de esa imagen. No se puede rechazar con argumentos tan moralistas a la vaticana usanza. Sólo pierde fuerza aquello a lo que estamos acostumbrados en demasía, y eso sucedería con el uso exagerado, inapropiado o poco inteligente del desnudo. Es legítimo criticarlo teniendo como referencia la eficacia del mensaje, no lo es despreciarlo confundiendo desnudo con sexismo, machismo o el ismo que más rabia les dé.

En este blog he hablado de censura en los carteles de cine en algunos países y ahora el tema da para unas risas, como lo demuestran varios ejemplos patéticos. Pero, nada, es que nosotros no aprendemos. La censura se ha instalado en el inconsciente colectivo y sigue existiendo mucho más solapada, sin una legislación que la reconozca; se mantiene viva y de tanto en tanto consigue que se eliminen o se modifiquen carteles, en reflejo permanente del signo de los tiempos, que a veces avanzan una barbaridad y otros nos hacen retroceder a golpe de coz. El último sonoro caso que recuerdo es el de la película Diario de una ninfómana, que fue retirado en 2008 de las marquesinas y los transportes públicos porque la empresa de publicidad ejerció su derecho a opinar, o se hizo eco de vaya usted a saber qué grupos de presión. No se prohibió «de iure», pero sí «de facto». Produce sonrojo comprobar hasta dónde llega el puritanismo de la derecha, pero si es la izquierda quien la imita, ¡apaga y vámonos! Antes por unos motivos, hoy supuestamente por otros, en el cine, en la televisión, en la publicidad, en definitiva, en  cualquier ámbito de la comunicación ¡no nos moverán de la defensa de la libertad de expresión y creación! Y me voy a poner vindicativo en un alarde de entusiasmo que me embarga: ¡Viva el cuerpo desnudo, su utilización artística sin complejos y viva la madre que lo parió!