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“Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…” Roy (Rutger Hauer) ante Deckard (Harrison Ford) en Blade Runner.

Archivo de abril, 2017

Amar el cine, como Tavernier

Para quienes amamos el cine conversar un rato con personas como Bertrand Tavernier es, además de un lujo, un regalo.

Nacido en Lyon, Francia, en 1941, Tavernier cuenta como director con una larga lista de películas cuyos títulos son muy familiares para cualquier aficionado: El relojero de Saint Paul (1973), El juez y el asesino (1975), La muerte en directo (1980), Un domingo en el campo (1984), Alrededor de la medianoche (1986), Ley 627 (1992), La carnaza (1995), Capitán Conan (1996), Hoy empieza todo (1999)… Tal vez las dos últimas sean las más conocidas en España, pero la relación, arbitrariamente elaborada, podría alargarse bastante más.

Tres filmes de Tavernier: «Capitán Conan», «La muerte en directo» y «Hoy comienza todo»

A España le ha traído la presentación en diversos festivales, San Sebastián, Valladolid y ahora Barcelona, de su último trabajo, el documental Las películas de mi vida, que no tardará en estrenarse. Viaje a través del cine francés (Voyage à travers le Cinéma Français), que es como se titula en su país, nos ofrece 190 minutos de pasión destilada entre las luces y las sombras de secuencias extraídas de un conjunto monumental cinematográfico vertebrado con nombres como Jean Renoir, Robert Bresson, Marcel Carné, Claude Sautet, Jacques Becker, François Truffaut, Jean Luc Godard… cuatro décadas, desde los años 30, condensadas en 582 extractos de 94 filmes recopiladas en seis años de trabajo y ochenta semanas de montaje. Y eso no es todo porque la fabulosa aventura continúa en una serie de nueve episodios de una hora de duración que han sido producidos para Canal Plus Francia.

Pero vuelvo a la palabra y al entusiasmo. En el  convencional formato del encuentro que llamamos entrevista casi siempre queda excluido el concepto de diálogo, reducido a una formulación de preguntas que obtienen por respuesta con demasiada frecuencia un discurso promocional elaborado sobre un guión y repetido hasta la saciedad por el director o los actores de turno. A veces, muy pocas, esto no es así.

Con Tavernier me sobraban las preguntas y hubiera podido estar escuchándole durante horas, sumergiéndome en un océano de recuerdos suyos relacionados con su experiencia de espectador que al instante podía hacer míos, incluso sin haberlos podido compartir por no conocer las películas o haber olvidado las secuencias de las que me hablaba. Bastó sugerirle el tema, hábleme de qué es el cine para usted desde que tenga memoria, para derramarse en un torrente delicioso y embriagador de imágenes envueltas en su cadenciosa manera de contarlas, encandiládome con ese entusiasmo adolescente que sólo encuentras en las personas a quienes los años de experiencia y conocimiento abren incesantemente el apetito por conocer más y más, disfrutar más y más, revivir más y más lo vivido: “el cine es mi vida; no hubiera podido hacer otra cosa”.

Y así me contaba: “Descubrí el cine muy pronto. Creo que una de las primeras películas a las que me llevaron, tendría unos diez u once años, más bien diez, fue Tres lanceros bengalíes, de Henry Hathaway (1935), que siempre me ha encantado. La he vuelto a ver muchas veces y siempre me encanta; aunque es un filme colonialista, es muy bueno. Tengo recuerdos muy vívidos de aquellas sesiones, incluso del tiempo que hacía cuando veía aquellas películas. Algunas son películas de la guerra del Pacífico a las que me llevaba mi padre”.

“A los 13 años de edad ví una película de John Ford que me despertó las ganas de ser director de cine: La legión invencible (1949), que habré visto unas veinticinco veces. También recuerdo La venganza del bergantín (Edgard Ludwig, 1948) con John Wayne, que también me encanta y que al volver a verla, no hace mucho, descubrí que esa película de aventuras parece a veces, en uno o dos episodios, una imitación de Cecil B.de Mille, aunque en lo esencial es una historia de amor, una nueva versión de Cumbres borrascosas, de Emily Brönte”.

Yo vivo las películas intensamente como espectador pero también como realizador, aunque con una mirada diferente. Teniendo que hacer frente a todos los problemas de un rodaje, me ha producido una gran admiración ver las cosas que ciertos directores consiguen obtener. Cuando ví La sal de la tierra (Herbert J.Biberman, 1954) al principio lo hice como un cinéfilo, veía planos mal encuadrados, etc. Pero luego me di cuenta de que cada plano tenía que ser robado porque no se quería que esa película se llegara a hacer. El FBI venía a deportar a la actriz en mitad del rodaje, había milicias que atacaban al equipo, había órdenes de Howard Hughes de destruir la película.”

Bertrand Tavernier en Bacelona

“Los críticos no aprecian en su justa medida, por ejemplo, el trabajo de Carol Reed haciendo El tercer hombre (1949). Tenía que batirse contra el imbécil de Selznick que estaba constantemente encima de él diciéndole que Alida Valli no estaba bien vestida, que tenía que ponerla en valor… La batalla contra Orson Welles que no quería ir a rodar y en los planos en que no estaba era el asistente el que metía en el encuadre el brazo o la espalda. Y luego los críticos dijeron que la puesta en escena la dictaba Welles, ¡que no estaba allí!”

Con el mismo arrebato con que evoca sus momentos felices, Tavernier arremete contra la impostura o las declaraciones “epatantes”. Le menciono a Kaurismäki, declarado enemigo de la pomposidad, cuando afirma que el cine no es arte y el maestro francés salta con la agilidad de un tigre: “Me divierte que a veces los cineastas o novelistas lancen juicios definitivos. Por ejemplo Rossellini declaró que el cine había muerto, pero fue cuando él ya no lo podía hacer, cuando nadie financiaba sus películas. Aki Kaurismäki tiene su contexto, en el que tiene dificultades para expresarse, el alcoholismo, muy fuerte… En fin, que la gente dice cosas divertidas.”

Y sobre ver cine en pantallas pequeñas, móviles u otro tipo de aberraciones en la forma de consumo, especialmente en las jóvenes generaciones: “Sí, pero es que también hay muchos jóvenes que comen en McDonalds comida que les destroza la salud, y no por eso hay que imitarles. ¡No hay que imitar las tonterías! Es cosa de incultura ¡y se enorgullecen de su ignorancia!».

 

Basada en hechos reales

El biopic, el género biográfico, se presta como ningún otro a la manipulación del espectador, para bien y para mal, porque juega con una coartada, casi una patente de corso, la de los “hechos históricos”. Pero ¿cómo saber si la realidad fue tal como se nos cuenta? ¿Cómo saber si el personaje retratado fue –o es- realmente como lo vemos reflejado en la pantalla? Es evidente que la película no nos lo aclarará. Con frecuencia un rótulo al final añade datos que por razones de diversa índole el director, el productor, o quien diablos sea el que lo haya decidido, no ha incluido en la narración. Suelen ser datos concisos y contrastables, desprovistos de valoraciones (bueno, esto no siempre), tal y tal fulano murieron en tal fecha, a tal y tal otro les metieron en la cárcel…

Eso de añadir ese tipo de información, como la de colocar en el frontispicio de la película la frase característica de “basada en hechos reales”, suele operar como antídoto frente a la incredulidad del espectador, pretende anularla aunque no siempre lo consigue. En el marco del BCN Film Fest, que acabará su primera edición mañana viernes, hemos visto un ejemplo de que esto: La casa de la esperanza, una coproducción de Estados Unidos, Reino Unido y República Checa, dirigida por Niki Caro.

Jessica Chastain, sin duda lo mejor de la función, es una especie de Oskar Schindler junto a su marido; ambos regentan un zoológico en Varsovia y cuando comienza la persecución de los judíos se las apañan para ocultar allí a cuantos pueden para salvarles de la deportación y la muerte seguras. Sabemos, porque se nos ha dicho, que las cosas sucedieron como vemos que pasan en la pantalla, pero algunas torpezas en el modo de presentarlas hacen que nos resulten a veces inverosímiles. Si uno se detiene a pensar, resulta muy poco creíble que aquellos desdichados no sean descubiertos por el malo de la película, en este caso el infortunado Daniel Brühl que viste las maneras y el uniforme militar germánicos, ni siquiera por más que éste pretenda hacer la vista gorda.

Precisamente este actor hispanoalemán también participaba en otra cinta aquejada de similares males, igualmente relacionada con las cositas tenebrosas de los filonazis: Colonia (Florian Gallenberg, 2015). Allí Brühl era el bueno, un joven secuestrado por la policía secreta pinochetista en el Chile de 1973 y encerrado en una cárcel secreta llamada Colonia Dignidad, a quien tiene que rescatar su angelical novia encarnada por Emma Watson. Hechos reales percibidos como poco probables. Lo real no siempre es verosímil en la pantalla.

Pero volvamos al inicio, el relato o el retrato histórico. En El BCN Film Fest se han presentado tres de características muy distintas y de variado interés. Uno de ellos, Churchill (Jonathan Teplitzky, 2017) se sitúa en 1944, en un breve lapso de tiempo, las 48 horas que preceden al desembarco del Día D para acometer la liberación del territorio francés y provocar el repliegue de las fuerzas ocupantes alemanas. El segundo es el último suspiro cinematográfico del gran director polaco Andrzej Wajda, terminado muy poco tiempo antes de su fallecimiento: Los últimos años del artista: Afterimage. El título alude al protagonista, el pintor vanguardista Wladyslav Strzeminski, humillado y perseguido hasta la muerte en 1952 por el régimen prosoviético de su país. El tercero, en fin, es una semblanza biográfica de la científica francesa de origen polaco, Marie Curie, rebelde con causa en el terreno del conocimiento e investigación, en el terreno amoroso y en el terreno social.

Muy poco tienen en común estos retazos de la Historia, salvo ese carácter pretendidamente verídico. Difícil dudar de su autenticidad en el curso del visionado de los filmes; tan sólo nos lo permitiría la consulta a fuentes ajenas y por tanto hemos de conformarnos, mientras duran las sesiones, con aceptar las visiones particulares de sus autores, a menos que uno tenga los conocimientos biográficos previos sobre ambos personajes.

Los prejuicios suelen ponernos en alerta: sobre Churchill se ha dicho y escrito tanto que resulta imposible delimitar dónde comienza el mito y dónde termina el ser humano. Teplitzky intenta abordar las zonas de sombra, las esquinas de la identidad de un personaje “bigger than life”, los aspectos menos conocidos o menos publicitados, si bien lo hace con cuidado y delicadeza: su perseverante práctica del levantamiento de vidrio, en particular rellenado su espacio vacío por un buen whiskie, su comportamiento atrabiliario y mandón, su carácter autoritario y despótico, sus arranques de ira… en este retrato hasta las volutas de humo requisadas al cigarro puro que semeja ser una prolongación natural de sus labios parecen estar marcando el territorio de un bulldog, grueso, gruñón y peligroso. Brian Cox se apodera del bombín, el puro y la voz y se transmuta en Churchill y nos hace olvidar su verdadera figura, como si nunca hubiéramos visto otros rasgos del prohombre que los del actor, un monstruo de la escena británica y mundial.

Contribuyen a la humanización del mito estos detalles de la estampa tanto como la relación que establece el dirigente con su esposa, a la que confiesa necesitar para ser él mismo. Y ayuda enormemente a que dejemos a un lado cualquier descreimiento la fabulosa interpretación de Miranda Richardson, otra que tal, actriz con letras de molde, capaz de darle la réplica al mismo Lucifer que se le pusiera por delante. Ahí tenemos a la pareja, la institución familiar, el eje sobre el que se yergue la tradición. El gigante, y a su sombra el apoyo imprescindible.

Zonas de sombra sí, pero la luz se impone al final cuando las dudas, las vacilaciones, las polémicas con los aliados, los miedos a no estar a la altura de la responsabilidad histórica, el compromiso con el pueblo dispuesto a inmolar a sus mejores jóvenes en la batalla por la libertad, cuando todos eso se aparca y resplandece el discurso del gran estadista, la película adquiere el perfil mitómano que había estado intentando burlar. ¿Recuerdan El discurso del Rey (Tom Hooper, 2010)? Por mucho que Jorge VI tartamudeara y caminara por senderos de cierto cariz estrafalario, el “speech” final le redimía y elevaba a la estratosfera donde habitan los héroes. Algo muy similar ocurre con este Churchill, humanizado sí, pero finalmente vuelto a divinizar consagrado por su discurso, el discurso político ante los micrófonos de la BBC y el discurso narrativo que nos lo acerca para volver a alejarlo. Es un discurso patriótico, acorde con los parámetros en los que se entiende comúnmente el término.

 

Wajda va por otros derroteros. De entrada Wladyslav Strzeminski es un artista revolucionario en un tiempo en que esta palabra había sido desprovista de todo significado por el Partido Obrero Unificado de Polonia, gobernante tras la conferencia de Yalta y fiel lacayo a las órdenes de Stalin. Un pintor vanguardista, excelente el actor  Boguslaw Linda, que se rebela contra la uniformidad del llamado realismo socialista y se convierte poco a poco en enemigo del Estado. Sufridor de avatares similares a los de su héroe, combatiente primero, represaliado después, el director construye su retrato a base de contrastes y paradojas.

Frente al colorido típico de las pinturas de Strzeminski, que imita en los créditos de entrada y salida, la fotografía gris plomiza durante el transcurso de la película. Frente al carácter rebelde y subversivo del artista, los encuadres y composición clásica de sus planos. Si Wladyslav Strzeminski rechaza el realismo socialista, Wajda nos entrega un filme imbuido de neorrealismo para darlo a conocer, en algunas secuencias, casi podríamos hablar de realismo soviético; la denuncia de las atrocidades del patrón (el Estado en este caso) y el modo en que el obrero oprimido sucumbe a su brutal acoso, privado de medios de subsistencia. El espíritu de Eisenstein no anda lejos.

El filme de Wajda es una reivindicación de una gloria del arte polaco, pero es en mayor medida el ajuste de cuentas con el partido comunista gobernante en su país en un período negro de su historia. La burocratización y el poder absoluto en manos de necios que veían traidores a la causa del pueblo por todas partes, adquiere tintes grotescos en algunos diálogos y acciones del filme. Wajda probablemente no exagera los rasgos autoritarios del régimen pero algunas frases entre el ministro de cultura y el pintor provocan extrañeza. Son por supuesto recreaciones y fabulaciones del guionista pero tal vez hubiera sido más creíble un punto mayor de sutileza; alguna línea parece brocha gorda, apunta o nos coloca en la sospecha de cierto maniqueísmo.

La reprobación y denuncia del autoritarismo es el fin último de este biopic limitado (no abarca toda el recorrido vital del biografiado) de Wladyslav Strzeminski. Con él la reivindicación de la libertad de creación artística y de la libertad en toda su extensión, también la necesidad de conocer la Historia, la propia historia, la historia de la Humanidad. Si los hechos narrados se corresponden escrupulosamente con lo acaecido tal vez no sea lo más importante. En todo caso, es lo más difícil de establecer.

Marie Noëlle transita a su vez por nuevos caminos en su retrato de Marie Curie. Es un retrato impresionista, de colores desvaídos y contornos suaves que contrastan con la determinación de la que hace gala esta mujer. Esta gran mujer, hay que decir, no sólo por sus grandes méritos en el dominio de la ciencia, la primera en recibir un premio Nobel (Física) y la única en recibir dos (Química) sino por la impresionante fortaleza de espíritu que supo mantener cuando, tras la muerte de su marido, Pierre Curie, mantuvo el tipo frente a la insoportable presión de una sociedad puritana que condenaba la libertad amorosa, sobre todo y especialmente la femenina.

La directora mantiene en equilibrio las dos líneas de fuerza del relato: de un lado el flanco didáctico, la divulgación de la importancia histórica de sus descubrimientos (el polonio y el radio, teoría de la radioactividad y el uso terapéutico de los rayos X, su utilidad en la curación de enfermedades como el cáncer) y la dificultad añadida a la que se enfrenta por ser mujer. De otro lado el cariz romántico de la historia, un romanticismo subido de tono que realza el enamoramiento contra todo y contra todos de Marie Curie, calurosamente encarnada por la actriz polaca Karolina Gruszka, que está dispuesta a renunciar antes al reconocimiento social y profesional que a las delicias y tormentos del amor. Divulgación científica, feminismo y romanticismo; conjugar estos elementos que operan narrativamente en escalas de lirismo muy diferentes es la mayor virtud de que hace gala Marie Noëlle.

 

En cuanto a la veracidad de este apunte biográfico, me remito a lo dicho al principio: su importancia es relativa y conduce la discusión a un terreno académico. Lo valioso es que en el relato todo lo que sucede responde a una misma lógica de verosimilitud. Y vemos cómo las tres fracciones de biopic citadas (en puridad el término se aplica a crónicas que abarcan un espacio de tiempo de mucha mayor extensión) emplean estrategias diversas con un mismo propósito, realzar la importancia del personaje convocado, darlo a conocer o revelar aspectos menos conocidos, reforzar las ideas políticas, sociales o culturales que cada uno encarna.

Un Festival no nace sin dolor de parto

En el balance que todo festival debe realizar entre cuota de cine serio y cuota de “glamour” para robar una esquina de espacio en los medios de comunicación hay una ley inexorable a la que es muy difícil sustraerse. A la máxima de “el medio es el mensaje” hay que hacerle un ligero retoque de maquillaje para convertirla en “el famoso es el mensaje”. A esa norma de obligado cumplimiento para la supervivencia también se ha sometido el BCN FILM FEST, que no sabe muy bien dónde colocar el Sant Jordi, si como nombre principal o como apellido.

En Barcelona comenzó el pasado viernes 21 este recién llegado al panorama de los festivales. Allí hizo su aparición Richard Gere, protagonista de Norman, el hombre que lo conseguía todo, dirigida por Joseph Cedar, una propuesta interesante aunque un tanto desconcertante que uno no sabría si definir como comedia bufa de baja intensidad o como metáfora tal vez involuntaria del rampante sistema –económico- depredatorio actual. ¿Y qué tal está el actor? Bien, gracias. Gere posó ante la prensa en eso que se denomina con el anglicismo “photocall”, o sea un posado ante las cámaras de toda la vida, llegó a la hora prevista a la rueda de prensa después de la presentación a la misma de la película, contestó comedidamente a las preguntas, estuvo discretamente simpático, educado, profesional… lo que se espera de una estrella cuyo brillo álgido comenzó a extinguirse hace más de dos décadas. A pesar de todo, aún le queda algo del embrujo que asomó en Pretty Woman (Garry Marshall, 1990), una cinta mil y una veces repuesta en las cadenas de televisión, cenicienta moderna con un hiperidealizado hombre de negocios, rico, guapo, simpático, desprejuiciado y por supuesto conservador que debe redimir a una muy improbable prostituta con la estructura ósea y la desarbolante sonrisa de Julia Roberts.

Nota al margen: en la documecomedia de los directores argentinos de El ciudadano ilustre, Mariano Cohn y Gastón Duprat, Todo sobre el asado, una odontóloga, exploradora indiscreta en bocas ajenas tirando a repelente, dice saber por razones profesionales que Julia Robert padece de halitosis. Dejo constancia del profundo malestar que me produjo semejante gag de muy dudoso gusto.

A Richard Gere, a salvo, que sepamos, de esos infundios, le concedió Robert Altman una oportunidad -que no desaprovechó- de dar lustre cinéfilo a su dilatada carrera (El Dr. T y las mujeres, 2000). De entre sus muchos personajes yo me quedo con el sonriente abanderado del capitalismo de Pretty Woman, el ginecólogo de Altman y con el apurado seductor y consolador de damas de American Gigolo (Paul Schrader, 1980), libreto que parecía escrito para él en aquella época. Tres papeles en tres décadas: uno para cada una.

Richard Gere es la cuota glamourosa de este nuevo Festival de Barcelona que se reclama con otras señas de identidad y apuestas, de amplio espectro, también hay que decirlo, entre popular y didáctico, entre clásico y actual, combinando sabores en un cóctel ecléctico cuya definición habrá que esperar a ver si se asienta. De las intenciones de la programación dejó mi colega Carles Rull cumplida y detallada información en su blog El cielo sobre Tatouine, de modo que no me detengo a desarrollarla aquí. Pero el glamour tiene cosas desagradables que no cabe achacar a la organización del Certamen ni a los responsables de prensa, sufridores también junto a los verdaderos paganos de los insufribles comportamientos caprichosos de las estrellas, los periodistas acreditados.

Richard Gere y Lior Ashkenazi en «Norman, el hombre que lo conseguía todo»

Tan profesionales a veces, tan irresponsables otras. No es infrecuente que quienes gozan del privilegio de la adulación universal hagan de su capa un sayo a la hora de cumplir con las obligaciones contractuales que determinan un horario para responder a preguntas de entrevistadores. Se han dado casos en los que los fotógrafos se hartaron de esperar, porque el famoso de turno parecía haber olvidado el reloj o no tuvo empacho en acicalarse durante más tiempo del conveniente, y directamente se marcharon con sus cámaras a otra parte. Sonado fue el de Salma Hayek durante la promoción en España, en 2003, de Frida, película que coproducía y protagonizaba, con mucha ceja pero no tanto bigote. ¡Y sólo fue media hora de paciencia! O el enfado monumental con Leonardo di Caprio a cuenta de un retraso de una hora, por razones achacables a los insondables misterios de la aeronáutica (su avión particular tuvo la culpa, según explicó). Di Caprio defendía una excelente película que denuncia los criminales manejos de los contrabandistas de piedras preciosas (Diamantes de sangre, Edward Zwick, 2006), pero sus explicaciones no convencieron a los aguerridos reporteros gráficos que no tuvieron empacho en obsequiarle con una bronca monumental para provocar su perplejidad. Fue tanto el ruido del incidente que ensombreció la calidad del filme.

Richard Gere saluda con garbo y donosura en el BCN Film Festival. EFE

Pues lo mismo hubiera sucedido en Barcelona si los afectados no fueran plumillas a los que no se debe ni consideración ni explicaciones, tropa que está para hacer guardia, callar y obedecer. Tanto Richard Gere como su director, Joseph Cedar, se presentaron a las entrevistas concertadas con dos horas de retraso. Nada más. No pasa nada. Allí estábamos todos esperando lo que hiciera falta. Se entiende que después de comer es muy mala hora para repetir respuestas como papagayos. Bueno, debió de decirse a sí mismo la estrella comprometida con grandes causas humanistas, no les importará esperar un poquito…

Más tarde, a la hora del hacer el paseíllo, pues algo así es lo de la “alfombra roja”, lo más parecido a ese ritual taurino pero sin toros, otra horita más de espera. No pasa nada. Allí las masas enfebrecidas, gritonas y hambrientas, esperan lo que les echen con tal de disfrutar de su ración ocasional de famoso en vivo. Richard tan profesional él, sonriente y amable, se deja querer y cae estupendamente a todas las edades, a las mayores y a las más jóvenes. “¿Quién es ése? Un actor que se tiraba a Julia Roberts que estaba muy buena… Pues él todavía no está nada mal…” La frivolidad es así. ¿De cine, cuándo hablamos?

Richard Gere en un gesto característico. EFE

No, no, no le voy a hacer eso feo al Festival por culpa de Richard Gere, con lo majo y simpático que es. El BCN Film Festival (por cierto, José María Aresté, director del Festival, déjeme decirle que me parece más honroso añadirle el Sant Jordi por delante o por detrás que la fórmula anglófila con complejo de inferioridad) nace con muy buenos propósitos y me inspira simpatía. Por de pronto, es un certamen que brota en un barrio popular de Barcelona, el barrio de Gracia, lo que de entrada suma puntos, en unos cines que intentan cuadrar el círculo de la supervivencia de la calidad, la versión original, de las películas independientes, etc, en unos tiempos en que la audiencia deserta de las salas al menor pretexto: que si el buen tiempo, que si la televisión de pago, que si las descargas, que si las series, que si el cine en casa, que si el fútbol, que si… ¡Maldición! ¡Adónde iremos a parar con tanto pecador en esta iglesia!

Esta mañana le insinuaba yo a Bertrand Tavernier en mi entrevista para Días de cine esta apostasía de la verdadera religión (la cinefilia), esta desbandada de las catedrales laicas –que diría mi amigo Santiago Tabernero- y el grandísimo director francés exclamaba casi indignado: “¡es que los jóvenes también se atiborran de comida basura en los MacDonald’s y así nos va!”.

Tavernier representa el polo opuesto, no incompatible, a Richard Gere en este Festival. Intentar encontrar ese equilibrio del que hablaba al principio. Un foco de luz clásica para iluminar rincones que el cine de Hollywood deja a oscuras (no dejen escapar su documental Las películas de mi vida, historia del cine de su país desde los años 30 a los 70 atravesado por una corriente de contagiosa pasión). Esa aspiración del BCN también merece todo el apoyo que podamos darle. Es cierto que la programación no puede pretender competir con las lumbreras de otros certámenes, como San Sebastián, Valladolid, Gijón, Sevilla. Todavía. Quién sabe si cuando celebre su 10ª edición se habrá asentado y depurado.

Pero mientras eso se produce, si el tiempo y la autoridad lo permiten, yo he podido recoger en cuatro días un ramillete de películas muy agradables, que o tienen distribución o seguro que la tendrán pronto. Churchill, de Jonathan Teplitzky, un recio y vigorosa retrato, inteligentemente hagiográfico y producido con todas las garantías de calidad por la BBC, más humanizador que desmitificador del prohombre que prometió batallas con sangre, sudor y lágrimas, con Brian Cox y Miranda Richardson impresionantes. Marie Curie, dirigida por la francesa Marie Noëlle, es un biopic decente de una mujer que merece ser mucho más conocida, dos veces Premio Nobel, adelantada a su tiempo en todos los sentidos y referencia de la igualdad entre los sexos. Su mejor historia, de la danesa Lone Scherfig, antigua seguidora del Dogma 95, es una simpática historia que toca casi todos los «ismos»: antibelicismo, feminismo, lesbianismo, romanticismo… en un tono grave a veces y desenfadado otras.

Todo sobre el asado es el documental mencionado de la pareja argentina Cohn-Duprat que aborda el tabú culinario con la ironía, la guasa y la delicadeza que les conocemos. Tavernier presenta, además de su obra citada, Las películas de mi vida (recién ampliada en una serie de 8 horas de duración para televisión, según nos adelantó) un ciclo de viejas glorias agrupadas bajo el epígrafe de Imprescindibles: Juegos prohibidos (René Clément, 1952) Un condenado a muerte se ha escapado (Robert Bresson, 1953), Los amantes de Montparnasse (Jacques Becker, 1958) y Madame De… (Max Ophüls, 1953). Cuando ustedes estén leyendo estas líneas yo habré podido ver la última película del gran director polaco Andrzej Wajda, Los últimos años del artista: Afterimage, un biopic del pintor vanguardista Wladyslaw Strzeminski. Será mi última sesión de un festival que continúará hasta el viernes 28 y con un poco de suerte resista durante años a los embates de las olas de la vulgaridad.

Nunca vemos dos veces la misma película

Dice Gonzalo Suárez, uno de nuestros directores más originales y con mayor personalidad, en el documental de la serie “Imprescindibles” de TVE, El extraño caso de Gonzalo Suárez, excelente autorretrato dirigido y realizado por mis compañeros Alberto Bermejo y David Herranz: “Nunca vemos la misma película por segunda vez, igual que no nos bañamos en el mismo río”.

Es lo que tiene la gente con cabeza, los pensadores, porque el director de Remando al viento (1998) es, además de escritor y director de cine y otras muchas cosas, todo un filósofo, en el supuesto caso de que lo sea quien demuestra afán de conocimiento de la vida y sabe expresarse de manera inteligente. Y así, iluminado por esa frase, de repente acabo de encontrar una sencilla formulación del hecho, tantas veces acontecido, de que nunca me han causado el mismo efecto las escasas películas que he vuelto a visitar después de haberlas abandonado en la sala o en la televisión.

Gonzalo Suárez en una imagen de Imprescindibles. TVE

Si uno ejerce la crítica, pensaba yo antes con cierto complejo de culpa, no debe de ser muy presentable cambiar hoy de opinión, así por las buenas,  sobre lo que viste ayer, quién iba a fiarse de tu criterio… Y el caso es que sin llegar al extremo de odiar lo que antes amabas, es muy normal que te pase lo que he vuelto a constatar recientemente, algo que tenía muy verificado desde hace mucho tiempo: que las condiciones subjetivas en que vemos cine configuran el modo en que se va a depositar en nuestro cerebro, dejan buen o mal sabor, tiñen nuestro juicio, arbitrario por más sesudo que se pretenda, de razones y argumentos para defender una obra o atacarla.

Esto me sucedió hace relativamente poco con Frantz, del siempre interesante director francés François Ozon, un director que siempre sumerge la pasión bajo una capa de sólido hielo, salvo en esta ocasión que resulta un romántico de la muerte : la primera vez la vi con sueño y me aburrió; la segunda vez –motivado por el trabajo quise asegurarme de no haberme equivocado- pude descubrir en ella muchas capas de lectura y virtudes que me habían pasado desapercibidas. Me había quedado en la superficie y por fortuna tuve oportunidad de zambullirme más a fondo en ella. En el reportaje que dejo a continuación me explico con más detalle sobre esta revisitación de un tema tratado en 1932 por Ernst Lubitsch (Remordimiento), a partir de la obra de teatro L’homme que j’ai tué (El hombre que yo he matado) de Maurice Rostand, puesta en escena por primera vez en 1930.

Con Las inocentes, un drama basado en hechos históricos dirigido por la francesa Anne Fontaine , me sucedió un poquito lo mismo pero en menor medida. Curiosamente, Ozon nos sitúa al final de la 2ª Guerra Mundial y Fontaine justo al acabar la 1ª Gran Guerra. Dos interesantes películas llegadas del país vecino que yo había visto con las gafas empañadas, una con más vaho que la otra.

No siempre sucede esto. Mejor dicho, casi nunca me ha pasado cambiar el signo de mi percepción con tanta rapidez. Pero si las cosas que nos importan cambian con el tiempo de color y su importancia se relativiza, o si pierden la fuerza y el impacto con que nos impresionaron en el pasado, nada debe extrañarnos que las películas que un día tanto amamos puedan llegar en el peor de los casos incluso a decepcionarnos. O en la más común de las ocasiones a dejarnos una sensación en el cuerpo menos intensa que la primera vez. En tales casos nada ni nadie podría convencernos de no haber visto dos películas distintas.

Regalo idea para un buen guión

¿Hay algún guionista ahí? Tengo una debilidad por un escritor que se llama David Torres. Leo asiduamente sus columnas en el diario digital Publico.es que bajo el título de Punto de fisión nos propone siempre una ración de realidad de la buena, o sea de la cruda, de la que entra sin hacer amigos pero lubricada por un sentido del humor en el que el sarcasmo imita al sabor de la guindilla, picantito él. La prosa de David Torres es gozosa aunque escuece, lo más parecido a los pimientos del Padrón en estilo literario.

El escritor y periodista David Torres. EFE

También he leído con fruición unos cuántos libros suyos: Nanga Parbat, Punto de fisión, Todos los buenos soldados… Sus novelas comparten coordenadas estéticas, morales y estilísticas y me encantan. Además siempre estoy de acuerdo con él en sus columnas. Sólo recuerdo una vez en que los ojos me dolieron al leer sus comentarios al controvertido asunto de las declaraciones de Bernardo Bertolucci en torno al rodaje de El último tango en París. “Tu quoque!” Pensé… pero este asunto no toca ahora y ya me ocuparé en otro momento de saldar esas cuentas.

¿Hay algún guionista ahí? Si es así le regalo la idea, a riesgo de que alguien se haya adelantado ya –cosa que debería darse por muy probable-. Las adaptaciones de novelas al cine son innumerables, como es bien sabido y he dejado dicho aquí. Las buenas películas que son debidas a adaptaciones literarias, no tantas. Unas veces la transposición no conserva el espíritu del origen intentando mantener la letra; otras sucede al revés; y en las más ni lo uno ni lo otro… Por poner sólo un ejemplo, tengo caliente todavía la decepción de El país del miedo, no muy afortunada traducción de la novela homónima de Isaac Rosa. Su esforzado director, Francisco Espada, manifestaba las mejores intentiones y comprensión del panorama sociológico delineado por el escritor pero, ay, el resultado dejaba mucho que desear, era escasamente verosímil, frío como un témpano. He citado este caso porque coloco a Isaac Rosa en una onda parecida a David Torres, espero que no se me ofenda ninguno de los dos.

Yo vengo a proponerle humildemente a cualquier escritor de cine el texto de una novela de David Torres, convencido de que podría convertirse en explosivo para la pantalla; el material de partida se lo pone desde luego a huevo. Avalada por los premios Dashiell Hamett de novela negra y Tigre Juan, no sólo es buena literariamente, tiene además el aliento narrativo que te permite visualizarlo con la misma facilidad con que se devora, lo que resulta natural en un cinéfilo empedernido como es el autor. Luego, cosa bien distinta sería la producción, ya me entienden, el director, los actores, el capital fungible… en ese negociado no me meto por ahora, vayamos paso a paso.

Es verdad que el título no es lo más afortunado: Niños de tiza. Tiene un toque de infancia blanda que camufla la verdadera naturaleza del relato, áspero como un trago de aguardiente. Qué digo como un trago, como una borrachera, como el coma etílico que está a punto de dar al traste con Roberto Esteban, el protagonista, ex campeón de boxeo, tras años de esforzada abstinencia cuando las cosas se complican irremediablemente en su deambular sobre la fina línea de alambre que separa el bien del mal, lo justo de lo cabrón, entendidos estos conceptos a su peculiar manera.

Es cierto que Roberto busca con enternecedora impotencia rememorar sabores y olores de su infancia, recuerdos de los juegos callejeros anclados en las esquinas de una barriada proletaria de la periferia madrileña, rescatar del polvo del olvido las curvas de Lola, un temprano amor imposible y seguramente indeseable. Y avivar la llama del arrepentimiento hasta hacerlo indoloro por no haber sido capaz de evitar el trágico fin de Gema, la niña paralítica cuya triste sonrisa convertía sus piernas en cola de sirena.

Pero la nostalgia tiene en Niños de tiza ese aroma que percibíamos con placer culpable en Tarde para la ira, el abrumador debut de Raúl Arévalo, lo mejor sin duda de todo lo manufacturado el año pasado por estos lares (aunque no se engañen, argumentalmente no tienen nada que ver novela y película): un apestoso aroma a orines y vomitonas, a brutalidades perpetradas bajo la coartada de la diversión, una gama cromática que va del gris al negro dejando un hueco al rojo de la sangre derramada sobre el rostro, a golpes bajos, altos y medianos, que para qué imponer reglas donde la única posible es el sálvese quien pueda.

Atados los cabos de la engañosa inocencia, años finales del franquismo impregnados de la mugre política y vivero de traficantes de la muerte a plazos envuelta en papelinas, la acción avanza hacia los tiempos del Madrid pretendidamente olímpico, la estulticia del márketing paleto del «relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor», que nos vendieron como señuelo de una prosperidad expropiada por los facinerosos encorbatados, bien conectados a las cloacas del dinero negro; polvos que nos han traído el lodazal en el que chapoteamos actualmente sin que se vislumbre final a tanta mierda.

En ese punto la galería de amigos y rivales de la niñez con el paso de las estaciones se ha convertido en lóbrego túnel sembrado de amenazas. Criminales maltratadores de pasado carcelario; policías de nada dudosa reputación: directamente rufianes; camaradas dispuestos a hacer balance de daños y perjuicios sin computar los navajazos; mala gente, malencarada al volante de un taxi con vocación suicida; curas rojos y obreros y descreídos que sólo creen en lo que hacen, porque las palabras sagradas quién sabe cuánto tienen de verdad. Mujeres de mala vida y mala vida de mujeres que no se la merecían.

Miren yo no soy experto en nada, por supuesto, pero a mí esta novela me parece que contiene un cojonudo guión cinematográfico. Y les juro que no conozco al autor más que por sus escritos; ni soy su representante, ni he tenido el gusto de saludarle nunca. Aunque si de aquí saliera un buen proyecto de película tampoco me importaría que alguien me diera las gracias por la sugerencia. Con eso me conformaría… hasta ver el resultado.

Sustos, los justos, amigos

¿Pero qué os pasa, hombre? ¡Eso no está nada bien, queridos Coronado y Banderas! Cualquiera diría que os habéis apuntado a un concurso de méritos para ver quién recibe más muestras de cariño y solidaridad. Por favor, ¡no nos deis más sustos! A Coronado le han tenido que colocar un stent tras haber sufrido un infarto de miocardio la tarde del pasado sábado 15. Por fortuna, él mismo nos hizo saber que la cosa estaba bajo control con un tuit en el que no faltaba el lenitivo sentido del humor, siempre tan agradecido en estos casos.

Entre las múltiples reacciones de alivio y ánimo estuvo, claro, la de Antonio Banderas, que a su vez nos había sobresaltado en una rueda de prensa en pleno festival de su ciudad natal, Málaga. Allí supimos que el pasado 26 de enero su corazón, grande, grande, porque Antonio lo tiene muy grande, se había tomado un instante de respiro en el frenético ritmo de trabajo al que se veía sometido. El actor español más internacional (sin permiso de Javier Bardem, porque él fue primero) también publicó un tuit, que sobresalió en el torrente de silbidos de esta red social.

 

Para mí que esto viene a demostrar que el trabajo es la peor de las enfermedades, la auténtica maldición divina que nos cayó en el Paraíso terrenal por morder la bendita manzana. ¿Queréis placeres? ¡Pues a currárselo, que aquí nada se os dará gratis! Eso debió de decir el todopoderoso cuando supo que Adán y Eva habían descubierto cuán gozoso podía ser transgredir el sexto mandamiento. Me estoy yendo por las ramas. Pues a pesar de que trabajar es un castigo para la Humanidad (y no hacerlo todavía mucho más) algunos le han cogido tal vicio que lo acaparan. ¡Hombre, José, no trabajes tanto, que hay mucho paro en el sector (hasta un 80%, que se dice pronto)! Me apresuro a decir que esto es una ironía simpática, que luego algunos lectores no lo pillan y me hacen comentarios desagradables.

Oro, de Agustían Díaz Yanes

Coronado no ha parado de trajinar desde hace años: en cine tiene pendientes de estreno Oro, de Agustín Díaz Yanes, que ya he mencionado en un post anterior dedicado a Juan Diego, y What about Love, de Klaus Menzel, con Sharon Stone y Andy García. Y no hace mucho le encontramos en una comedia de éxito tirando a facilona, Es por tu bien (tirando no, más bien birriosa) y en la excelente El hombre de las mil caras, de Alberto Rodríguez.

Suma y sigue durante el año pasado: Contratiempo de Oriol Paulo, un thriller efectista y pirotécnico, según mi buen amigo Antonio Weinrichter; Cien años de perdón, un thriller resultón de Daniel Calparsoro, atiborrado de las virtudes y alguno de los defectos del director; Secuestro, otro thriller mucho más flojo, de Mar Targarona, en el que Coronado no resultaba muy lucido; y La corona partida, tv movie didáctica y digna aunque no apasionante dirigida por Jordi Frades, sobre el reinado de Juana la Loca (magnífica, Irene Escolar), en la que encarnaba a Maximiliano I de Habsburgo, padre de Felipe el Hermoso. Además, también para TVE, se enfundó la capa fogosa, extrovertida y mujeriega de Lope de Vega en un diálogo de amistad y odio con Miguel de Cervantes, cuya noble testa llevaba las facciones de otro grande, Emilio Gutiérrez Caba, Cervantes contra Lope, presentada en la Seminci de Valladolid y emitida el 5 de diciembre.

El pasado 6 de este mes presentó una serie nueva de televisión de título paradójico que nada tiene que ver con el percance que comentamos, Vivir sin permiso. La serie lleva la firma del escritor Manuel Rivas y relata la vida del narco gallego Nemo Bandeira. Huelga decir que Coronado es el patriarca del clan. Mientras tanto, sobre las tablas en el Teatro Español de Madrid, bajo la dirección de Julián Fuentes Reta, representaba la obra Ushuaia que le trasladaba a Tierra del fuego, en la Patagonia argentina, para buscar refugio como criminal nazi que huye de su pasado. Por cierto, le daba réplica Olivia Delcán, esa jovencita deliciosa y talentosa que Fernando Colomo nos descubrió en Isla bonita (2015). Pues han tenido que suspender temporalmente las representaciones. ¡Qué se le va a hacer!

A este ritmo, José (seguro que me he dejado algún trabajito más en el tintero) no hay quien te pueda seguir. Pero, insisto, ¡no nos des más sustos, anda, y vuelve al tajo pronto y bien recuperado!

José Coronado, en Ushuaia. EFE

Endemoniado Klaus Kinski

Tuve la suerte de encontrarme a dos metros de distancia de Klaus Kinski en la 39ª edición del Festival de San Sebastián, en septiembre de 1991. Yo había ido allí con un equipo de Televisión Española para realizar un reportaje para el programa Días de cine que acababa de echar a andar ese mismo mes. Todo era nuevo para mí, el ambiente del Festival, los pases de películas, las ruedas de prensa, las entrevistas. Incluso la proximidad a actores y directores y el hecho de poder hablar con ellos suponían entonces un hecho extraordinario que ponía a prueba la resistencia de una inclinación mitómana hoy ya notablemente mitigada, casi extinguida.

Klaus Kinski en el Festival de San Sebastián, 1991. EFE

Kinski era uno de esos mitos merced a algunos personajes legendarios que había creado junto a Werner Herzog, especialmente el alucinado conquistador español de Aguirre, o la cólera de Diós (1972) que fue el que le dio fama mundial. Después, con el mismo director, le siguieron otros como Woyzeck (1979), Nosferatu, el vampiro (1979), Fitzcarraldo (1982) y Cobra Verde (1987). Entre éstas y las de más acá y más allá llegó a rodar hasta doscientas películas, un puñado de ellas, excepcionales. Con Andrej Zulawski rodó esa maravilla titulada Lo importante es amar (1974), que calificó en sus memorias de “putrefacto y maloliente mamotreto”; él era así de fino y exigente. En realidad consideraba que todo lo que había hecho era «una puta mierda». Igual lo pensaba sinceramente, pero resulta imposible saberlo.

En aquella ocasión Kinski promocionaba en San Sebastián una película, la última de su carrera, que él mismo había dirigido dos años antes, en 1989, Kinski: Paganini. Lo que inicialmente iba a ser una mini serie para la televisión italiana de dieciséis horas de duración terminó siendo un largometraje, protagonizado por Kinski, que ofició también de guionista e incluso de montador, porque los productores decidieron interrumpir el rodaje cuando vieron el derrotero que llevaban los materiales producidos.

Había que ver y escuchar con qué pasión –o profesionalidad- defendía aquel demonio de artista su obra. Allí sentado, Kinski respondía a las preguntas del redactor Álvaro Feito explayándose en las respuestas. Yo estaba al lado de la cámara y de mis compañeros, el reportero y el ayudante, como realizador. De repente, en un momento indeterminado de la entrevista sus grandes ojos blancos se posaron sobre los míos y permanecieron clavados en ellos con una apariencia inquisitiva que me perforó durante unos segundos. Le hubiera pagado unos whiskies por saber qué diablos pensaba en esos breves instantes que tan largos me parecieron. Me quedé con la curiosidad insatisfecha, por supuesto, pero nunca olvidé aquella mirada. Cuando dos meses después (noviembre de 1991) conocí la noticia, la muerte de Klaus Kinski me causó un gran impacto y aquella anécdota insignificante pareció agrandar sus contornos, la intriga recuperó vigor: ¿qué pasaría por la mente de aquel tipo tan especial?

Teniendo en cuenta la fama de actor insoportable, indirigible e indigerible que arrastraba, me pregunto cómo sería este hombre con la batuta en su mano y los actores y el resto del equipo de rodaje a sus órdenes. Me encantaría saber qué les decía si se veía en la necesidad de hacer varias tomas, él que como actor se negaba a repetir las escenas como si eso fuera una humillación.

Sí, Klaus Kinski era un tipo muy especial. Tanto que Fernando Colomo, que había contado con sus inestimables servicios en El caballero del dragón (1985) le dedicó un artículo cuando falleció que parecía cualquier cosa menos una necrológica. Después de repasar la impagable experiencia de haberle soportado le despedía con este párrafo: “Mucha gente pensaba que estaba loco. Yo no lo creo así. Era un niño mimado, consentido y maleducado. De haber sido una persona mayor, sólo le cabría el calificativo de hijo de puta. Pero ahora se ha muerto y nos ha dejado. Descansemos en paz.”

De la peculiarísima personalidad de ese inolvidable –por tantos conceptos- actor que fue Klaus Kinski tenemos dos testimonios mucho más prolijos en detalles que la experiencia de Fernando Colomo. Dos encuentros con el monstruo que me permito recomendar a todos los interesados en fenómenos inextricables de la naturaleza que amen el cine por encima de casi todas las cosas, un documental realizado por Werner Herzog, Mi enemigo íntimo (1999) y la autobiografía del actor, significativamente publicada en España en 1992 por Tusquets editores en la colección La sonrisa vertical, y de título aún más revelador: Yo necesito amor.

Antes de contratar para cinco largometrajes a su actor fetiche, un inmenso talento para los personajes desquiciados o poseídos por una misión sobrenatural en la vida, es decir exactamente lo que necesitaba, Werner Herzog había conocido a Klaus Kinski a la edad de trece años y convivido con él en Munich durante varios meses. Sabía pues de la furia con la que habría de enfrentarse en una relación de amor-odio que resultó fecundísima en la pantalla y anímicamente muy costosa, seguramente para ambos, pero mucho más para el director. En apresurado resumen -la imagen lo dice todo- vean el cartel de la película que tienen un poco más arriba y anímense a buscarla. A continuación les dejo un fragmento para ir haciendo boca.

El libro de Kinski es punto y aparte en el género autobiográfico. Escritas en una primera persona arrebatadora, las memorias de quien dijo “si no fuera actor, me habría convertido en asesino o habría terminado asesinado” son un testimonio impresionante que revelan a alguien sorprendentemente frágil bajo la capa de bárbaro que le caracterizaba. ¿Hay modo más evidente de condensarlo en una frase: Yo necesito amor?

Confesión a calzón quitado de todas las intimidades, incluso aquellas que sirvieron para entallarle un traje de violador de su propia hija Nastassja, las hazañas, bélicas o civilizadas, se desgranan en un retablo de asombros que no cesan, desde la más tierna infancia propia hasta la devoción por su hijo Nanhoi. A él le dedica muchas de las últimas páginas y las palabras finales: “…te cuento todo esto por si me pasara algo. La gente te dirá que estoy muerto. ¡No les creas! ¡Mienten!… No puedo morir jamás. ¡Solo tú me redimiste!…No podemos volver a separarnos jamás. Hemos vuelto a ser uno: luz, aire, fuego, agua, cielo, viento…”

Hasta llegar ahí, el recorrido vital está plagado de nubes de polvo y de polvos. El polvo en singular y sentido metafórico oculta las debilidades y locuras del personaje, que no deja títere con cabeza, con capítulo aparte para su archienemigo Herzog, a quien consagra piropos como «sucio bastardo que no sabe nada de cine… le cortaría la cabeza» y lindezas parecidas. El mismo vocablo en plural sirve para describir las abundantísimas y variopintas refriegas sexuales, en un desenfrenado sin parar desde la pubertad, que narra sin pudor alguno Klaus Kinski. ¿Entienden por qué lo de publicar sus memorias en la colección erótica que dirigió Luis García Berlanga? ¿Entienden por qué me impresionó tanto su mirada?

Terroríficas polémicas religiosas

Hoy es jueves santo. Ateo irreverente como soy, no sé muy bien lo que puede significar que un día sea santo. Tengo que echar mano de la memoria de mi educación cristiana, o por mejor decir, católicoapostólicoromana para ubicar y deglutir una idea tan abstracta e irreal como la de que un día pueda ser santo o santificado. Pero en fin, ya nos entendemos.

El caso es que el jueves santo se inserta en la semana santa, para algunos tiempo de vacaciones y ocio, santa liberación; para otros, intuyo que cada vez menos, tiempo de arrepentimiento de sus pecados, de devociones, de misas y procesiones; para los más, tiempo de viajes y turismo. La semana santa durante los algo alejados años de mi infancia era tiempo de muchas imposiciones y tiempo también de películas obligadas en televisión. Quo Vadis (Mervyn LeRoy, 1951) y Ben-Hur (William Wyler, 1959) caían de todas todas en la programación de Televisión Española. En épocas más recientes se suavizaron las ataduras, se añadieron títulos como Gladiator (Ridley Scott, 2000) o algunos más heterodoxos en las cadenas privadas, como La pasión de Cristo (2004), que provocó en su día tanto caudal de polémicas como litros de falsa hemoglobina consumidos durante el rodaje.

La controversia ya se vio venir desde el primer momento porque Mel Gibson, tan dado como director a los excesos como en su vida privada, apostó a fondo por buscarla desde el origen mismo del proyecto. No sabemos si por un afán de armar ruido o por el prurito de atenerse a un rigor muy inusual, La pasión de Cristo no se hablaba en inglés, como mandan los cánones de toda superproducción, sino en hebreo, latín y arameo. Esto le daba un superlativo carácter realista a la acción desarrollada veinte siglos atrás.

Pero lo que resultaba aún más hiperrealista y por tanto escocía como un demonio era la representación de la violencia desatada de una banda de clérigos secundados por el “populacho” contra un individuo que se hacía llamar “hijo de Diós”. Los latigazos resonaban contra la piel de James Caviezel de tal manera que dolían como si uno mismo recibiera alguno de vez en cuando; la sangre  esculpía a chorros el rostro del actor como si la corona de espinas la hubieran comprado en una tienda de todo a un euro, o fuera obra de un enemigo suyo que hubiera aprovechado la ocasión para vengar viejas ofensas.

Jim Caviezel hecho literalmente un cristo

A mí, que no me interesaba nada la supuesta dimensión sacra de la historia, la película me pareció un poderoso y eficaz alegato contra la manipulación salvaje de las masas por parte de los dirigentes religiosos, la capacidad infinita del ser humano para provocar daño y dolor a un semejante, la cara más atroz escondida tras las creencias y doctrinas más bondadosas. Previsible, pues, que a las altas instancias de las Iglesias no les hiciera ninguna gracia. Unos porque veían antisemitismo, a otros porque no les gustaban algunas licencias perversas que se había tomado Gibson. Opiniones para todos los gustos y polémicas que alimentaron el fuego de la campaña publicitaria y convirtieron a la película en un éxito mundial.

Recordando polémicas provocadas por el contacto de lo cinematográfico y cualquier elemento religioso me vienen a la memoria dos muy particulares. Una de ellas, ya remota, es el estreno de un Godard que resultó provocador pero por motivos sorprendentes: Yo te saludo, María (1984). Provocación y Godard son términos casi redundantes, pero en este caso las ofensas que mortificaban a los ultracatólicos que se manifestaban ante las taquillas de los cines Alphaville de Madrid (así se llamaban los hoy conocidos cines Golem) se debían a la muy beatífica visión del mito de la virginidad de María que el director francés ubicaba en esa época moderna.

Recuerdo bien, porque yo vivo al lado, ver a un grupo pequeño de fascistas, acompañado de algunas monjitas belicosas, atosigar a los inocentes espectadores que guardaban cola para ver a la delicada Myriem Roussel convertida en madre sin haber conocido varón. Eso después de que el día del estreno casi un millar de energúmenos consiguiera que se suspendiera una de las sesiones. El cartel, un portento de sensibilidad y sensualidad, presentaba una imagen irresistible para unos y para otros por motivos completamente contrarios y aventuraba sueños o pesadillas según el lado de la calle en que se encontraran.

La otra polémica que tengo a mano es la suscitada en la muy beata ciudad castellana de Palencia, concretamente en el marco de su festival de cortometrajes “Terroríficamente cortos”. Esto data del mes de octubre del año pasado. Resulta que la carencia total del sentido del humor combinada con la tendencia irrefrenable a considerar como patrimonio privado e intocable todo lo que tenga que ver con la iconografía cristiana provocaron un incendio cuya cerilla fue el trofeo que la organización había ideado para el certamen.

El Cristo del Otero es una escultura enorme de Victorio Macho que preside un cerro a las afueras de la capital palentina y la estatuilla, que pretendía homenajearle con ocasión del 50 aniversario de su fallecimiento, convenientemente adaptada por Óscar Aragón a la temática del certamen transforma el corazón del pecho en una cámara de cine. Hasta ahí no parece que hubiera motivos para que nadie pudiera molestarse; lo malo es que el rostro acentúa los rasgos ya de por sí cadavéricos del original y le dan un aire a muerto desenterrado después de pasar varios siglos llamando a las puertas del infierno. O sea, esquelético y dotado de una calavera con melena.

Se armó la Dios es Cristo, en afortunada expresión que me viene como anillo al dedo. Recogida de firmas para que se retirara el trofeo; recogida de firmas para que no se retirara el trofeo; el obispado que clama al cielo por la irreverencia… Luis Miguel Esteban, uno de los organizadores del Festival, recordó que el propio Victorio Macho tiene dibujos de un Cristo Crucificado en los huesos. Y  que Abbé Nozal, otro artista palentino, tiene más de 20 versiones del Cristo del Otero en sus cuadros: con paraguas, descolgando el teléfono, con capirote, o convertido en Super Cristo, y no tenía por qué haber ningún escándalo.

El SuperCristo, obra de Abbé Nozal, 1994

Total, que una idea que pretendía dar a conocer internacionalmente a uno de los monumentos más significativos de la ciudad se convirtió en un arma arrojadiza. Supongo que Ángel Gómez, autor del cortometraje Behind, que logró el Premio del Jurado de la 5ª edición del Festival Terroríficamente Cortos lo guardará con la secreta satisfacción de quien tiene un objeto con una historia muy sabrosa detrás. Pero las polémicas provocadas por el espíritu censor de los guardianes de la fe (de cualquier fe) que aquí he relatado son peccata minuta. En los tiempos que corren, en otros lugares cuestan la vida.

Un sirio muy serio y divertido, de Kaurismäki

Al otro lado de la verja, no me refiero en particular a la de Melilla, sino a la del paraíso en el que supuestamente vivimos, sigue despedazándose el mundo. Más allá de nuestras fronteras, no las españolas sino las europeas, millones de personas siguen creyendo que pueden encontrar aquí comprensión, acogida, solidaridad, un futuro para sus familias. Nosotros sabemos hasta qué punto están equivocados, hasta qué punto es despreciable el modo en que son tratados los que llegan y lo serán los que sobrevivan a su penoso viaje.

Pero no todo es miseria moral en nuestro mundo. Hay cineastas, como Aki Kaurismäki, que nos lo recuerdan y dan fe de que existe un resquicio para la bondad. Once años después de aquel precioso cuento portuario que tituló Le Havre, presenta otro relato sobre sobre la inmigración ilegal, que es la manera que tenemos aquí de llamarle a la desesperada lucha por la supervivencia, El otro lado de la esperanza.

Requerido en el Festival de Berlín (en el que recibió el Oso de Plata al Mejor Director) sobre la posibilidad de que fuera ésta la segunda entrega de una trilogía, respondió que sí, que quizás, o que tal vez se tratara de una trilogía de dos películas. Cuestión de etiquetas, pero sí es cierto que estos dos títulos manifiestan una sensibilidad agudísima con el fenómeno de los refugiados y una ternura infinita al diseñar el dibujo de esos personajes. “Me avergüenzo de ser europeo”, “los refugiados son personas que aman y necesitan ser amadas, y sufren por el trato inhumano que les damos”, “en mi país se les trata como basura”…

La peculiar y lúcida mirada de Aki Kaurismaki. Javier Etxezarreta/EFE

En las entrevistas concedidas en el proceso de promoción de El otro lado de la esperanza Kaurismäki adopta un punto de vista esencialmente moral, de una radicalidad ejemplarizante que golpea la estúpida parálisis mental en la que parece que nos desenvolvemos, narcotizados como estamos por unos medios de comunicación que están en manos de los que defienden tanto el poder como las políticas inhumanas dictadas por el gran capital.

Proclamando a cada ocasión que se le presenta un pesimismo a prueba de bombas, el mundo de este cineasta finlandés es tan personal e intransferible como que bastarían cinco minutos de cualquiera de sus películas para reconocer su autoría. Los colores cálidos y saturados de la fotografía (incluso cuando rueda en blanco y negro) debidos a la mano de Timo Salminen, los inolvidables rostros de sus actores, serios como un palo de escoba pero hilarantes como Matti Pellonpää,  Sakari Kouosmanen o Ilkka Koivula, el tempo pausado dentro del cuadro y el ritmo parsimonioso con que se suceden los escasos acontecimientos…

El insólito restaurante de «El otro lado de la esperanza»

Y el humor que a nosotros nos remite a Buster Keaton pese a que Kaurismäki se reconoce antes en Charles Chaplin (“en el plano general ves comedia, en el primer plano, tragedia”). Es un sentido del humor tan genuino que debería llevar su nombre si no resultara casi impronunciable: lo cotidiano visto a través de un prisma ingenuo y descacharrante.

Pero por encima de todas estas señas de identidad, Kaurismäki vuelca en sus películas un humanismo arrebatador y esto es lo que les confiere el salvoconducto definitivo para que con su poesía surreal pueda penetrar en nuestro endurecido corazón, en el que lo tendrían difícil sus personajes inexpresivos, sus silencios prolongados, la indescifrable apatía en la que patinan como sobre el hielo.

Con esas claves estilísticas El otro lado de la esperanza es una nueva historia mínima sobre un mundo descorazonador habitado por perdedores descarriados, como ese refugiado sirio que cruza su camino en Helsinki, adonde ha llegado en barco enterrado en carbón, con una galería de almas cándidas y solidarias, comenzando por el flemático empresario que le ofrece trabajo y calor humano.

Kaurismäki se siente íntimamente escandalizado y conmovido por el infierno que retrata, pero lo hace con tal delicadeza que pareciera temer causar daño a los espectadores. Todas las aristas se suavizan en el plano formal para dejar intacta bajo la superficie la carga desoladora y triste que contiene el relato. Tragicómica, triste, muy triste, pero divertida, como son todas sus películas. Lo que no tengo tan claro es lo que hay al otro lado de la esperanza.

Sherwan Haji y Sakari Kuosmanen, en «El otro lado de la esperanza»

Adiós a las armas: ETA en el cine

Ahora que ETA parece haber cerrado la puerta y entregado las llaves tal vez podamos ver con otros ojos algunas de las películas que a lo largo de los años que ha durado la pesadilla han venido pisando en el lodazal para tratar de desentrañar sus claves. Uno de los directores más conocidos y que con más frecuencia y éxito lo ha hecho es el guipuzcoano (aunque nacido en San Salvador en 1950) Imanol Uribe.

Sus dos primeros largometrajes, El proceso de Burgos (1979) y La fuga de segovia (1981) llevaban a la organización ETA en el núcleo argumental y la tercera, La muerte de Mikel (1983) buceaba más en su inmediata periferia. En 1994 Días contados causó una gran sensación en el festival de San Sebastián, en el que ganó la Concha de Oro a Mejor Película, y posteriormente conquistó la Gala de los Goya con ocho galardones, entre ellos los más importantes.

Uribe presentó la que hasta ahora es su última película, Lejos del mar, en 2015 en el marco del festival donostiarra y las crónicas cuentan que la prensa la acogió con una mezcla de aplausos y risas. Confieso que cuando pude verla y recordé ese dato me indignó la estupidez de algunos compañeros de profesión, porque consideré que el filme era muy valiente al aproximarse a la cuestión que ahora, cada día que pasa, resulta clave para restañar las heridas provocadas por tantos años de barbarie y criminal ceguera: la posible o imposible reconciliación entre víctimas y verdugos, la posible o imposible reinserción de los que han abandonado la violencia. El público, mucho más lúcido y sensible a esta reflexión, acogió la película con una gran ovación.

Lejos del mar está protagonizada por Elena Anaya y Eduard Fernández, dos actorazos que lidian con personajes y escenas de dificilísima resolución, nada menos que la relación erótica, turbia, extraña y contradictoria entre un etarra recién salido de la cárcel y una médico huérfana, la hija de un asesinado y el asesino de su padre.

Imanol Uribe retorna al tema del terrorismo para levantar acta del momento histórico y dejar esbozadas unas preguntas candentes: ¿Qué hacemos con los etarras que han cumplido condena y salen de la cárcel? ¿Son personas con derechos como los demás? ¿Son monstruos a los que hay que maldecir por siempre jamás? ¿Son todos iguales, asesinos criminales sin escrúpulos? ¿O puede que haya entre ellos quienes consideran que no sólo destrozaron la vida a sus víctimas sino que también se destrozaron a sí mismos, y lo supieron desde el primer instante en que cometieron el atentado?

El proceso de desarme de ETA debería haber culminado ayer. Aún es pronto para saber si es definitivo y total. Aún es pronto para saber si todos los cachorros de la banda y sus acólitos se plegarán al futuro que hayan diseñado aquellos a los que llaman despectivamente “los liquis”, liquidadores o liquidacionistas, un término de lejana resonancia estalinista cuyo eco parece que aún perdura, o provocarán una escisión que aún nos reserve algún disgusto.

Tampoco sabemos si este momento histórico aparecerá pronto o tarde en nuestro cine, pero antes o después lo hará. Existe la creencia equivocada de que no hay muchas películas que dediquen su atención preferente a ETA. Muy al contrario, nuestro cine se ha ocupado profusamente de ese fenómeno en todas sus facetas, escarbando en todas las fases por las que ha atravesado con el paso del tiempo, desde sus inicios, como da cumplida y exhaustiva cuenta un libro recientemente publicado: Creadores de sombras, ETA y el nacionalismo vasco a través del cine, de Santiago de Pablo (Editorial Tecnos, Grupo Anaya), catedrático de Historia Contemporánea en la Facultad de Letras de la Universidad del País Vasco y miembro de la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de España.

En el libro que nos ocupa De Pablo pasa revista a más de cincuenta largometrajes, de ficción o documentales y a más de una veintena de largometrajes para televisión y vídeo, que de una manera u otra, con mayor o menor relieve en el cuerpo argumental, integran en él a la banda terrorista. El número de obras sorprenderá, por tanto, a muchos, pero sirve especialmente para recordar que lo compone un buen manojo de películas cuyos títulos son bastante conocidos, desde El proceso de Burgos (Imanol Uribe, 1979) hasta, sin ir más lejos, en un registro completa y felizmente distinto, Ocho apellidos vascos, el “bombazo”, perdón por el chiste fácil, de recaudación de 2014 (poco menos de 60 millones de euros a finales de ese año con casi diez millones de espectadores, la tercera película más vista de la historia de España) pasando por el muy polémico documental de Julio Medem, La pelota vasca, la piel contra la piedra (2003).

Imagen de Ocho apellidos vascos (2014)

Santiago de Pablo señala que desde que la banda anunciara en 2011 su disposición a abandonar las armas se han producido trece largometrajes centrados en la violencia política vasca, tanto para reflejar historias en torno a sus víctimas como a las de los propios etarras o gentes de su entorno a manos de los GAL, con variados tratamientos.

Podrá reprochársele al autor del libro que sus análisis sobre las cualidades de cada película no coincidan con los de uno pero como obra de consulta amena -y también densa- nos parece impagable, poniendo en perspectiva tanto aquellos valores como la repercusión social y política que tuvieron los filmes en el momento de su estreno.

Carteles de cine en páginas interiores del libro Creadores de sombras