El capitán del Costa Concordia se dejó el casco en la gatera por tener un detalle con el maitre, dice Corriere della Sera. Al parecer, este empleado del restaurante es de Giglio y el capitán quiso así hacerle un imprudente homenaje, pasándole por los ojos su isla de nacimiento. Al final fue la vida de todos los pasajeros la que pasó por el filo de la muerte, dejando a los vivos para siempre una náusea marina y a los muertos, un fin absurdo, durante unas vacaciones seguras con piscina, cena del capitán, rocódromo o piano bar surcando las aguas.
Nos pasamos la vida tomando grandes decisiones y casi siempre son las pequeñas las que nos cambian la vida. Que el capitán de un barco pierda las precauciones para aparecer como un buen tipo ante su tripulación. Que tuvieras unas vacaciones inesperadas porque te tocó trabajar en agosto y decidieras matar de envidia a tus amigos yéndote de crucero en pleno enero. Que estuvieras alojado en babor o estribor cuando el ordenador repartió aleatoriamente los camarotes. Que seas fuerte o cojo. Al final todo acaba conectándose a nuestras espaldas, y nuestra vida es así y no de otra manera no porque lo hayamos decidido tras un excel de pros y contras. Nuestra vida es así y estamos vivos como saldo de una suma caprichosa: la de nuestras pequeñas decisiones, esas que nos toman un instante, en coalición con las pequeñas voluntades de los otros.
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Foto, posdata y comparación odiosa: En septiembre naufragó un barco en la isla africana de Zanzíbar. Tenía capacidad para 600 pasajeros. Llevaba a bordo 800. Murieron 240 personas. Allí no son las pequeñas casualidades las que te cambian la vida. Allí la vida está sujeta a cualquier pequeña casualidad.