Archivo de mayo, 2012

Ser un inmaduro o vivir la vida que no tienes

Seguramente te habrá pasado. Habrás deseado tener dos o tres vidas. Habrás fantaseado sobre cómo sería cambiar de mujer, de marido, de ropa, de país. Quizás hayas querido dar siete vueltas de llave a tus deseos irracionales, guardarlos en un armario que siempre tiene la cerradura rota. No sirve de mucho, se escaparán y volverán a ti. No encuentro mejor manera de definirlo que El inmaduro, del poeta Manuel Vilas.

«Me pasa siempre, y duele, y confunde. Debe ser algo relacionado con la desesperación de vivir. Si estoy en Barcelona, me gustaría estar en Madrid.
Si estoy en Zaragoza, me gustaría estar en La Coruña. Si estoy en La Coruña, me gustaría estar en la cima del Aneto, comiendo setas venenosas bajo el cielo helado. Si voy al cine, en mitad de la película me entran unas ganas revolucionarias de estar en mi casa viendo la televisión. Si estoy sentado en el sofá viendo la televisión, me gustaría estar muerto y enterrado en el cementerio, contando los días que faltasen para la resurrección de la carne.
Todo me persigue, ciudades, cines, casas, cementerios. Si estoy con amigos, preferiría estar con amigas. Si estoy con amigas, me gustaría estar con enemigas. Si estoy con enemigas, me gustaría estar en casa durmiendo la siesta. Si me compro unos zapatos con cordones, en que salgo de la tienda y ando por la calle empiezo a envidiar a todos aquellos que llevan zapatos sin cordones. Y también me pasa con las camisas, las cazadoras, los pijamas, y las sandalias en el verano. Y también con las vidas: Si me pienso abogado, preferiría ser médico. Si médico, sacerdote. Si sacerdote, hombre casado y con siete hijos. Si casado, soltero. Si soltero, viudo muy apenado. Si viudo, monje. Si monje, matador de toros. Estés donde estés, no has acertado por completo. Siempre hay algo más barato y mejor por ahí. Siempre hay vistas desconocidas en el acantilado de la vida. Me está matando esto de vivir una sola vida. La gran muerte de vivir en una sola forma.»

El boomerang de la indignación

El suntuoso sistema ecolítico que nos gobierna (económico+político) ha aplacado durante años las críticas de los ciudadanos, que jugaban con sus tiernas hipotecas sin preocuparse del gigante. Hace un tiempo, no demasiado, que esa ciudadanía se está quejando o «expresando el malestar», que es el eufemismo político para decir que ya se han despertado los lilliputienses. Son la mayoría, pero son muy pequeños. Después de dos años de recortes, estos enanos son conscientes de que su tamaño sí importaba y de que no tienen un plan. Se han dado cuenta de que los escalones del Congreso son demasiado altos y las piernecitas no les alcanzan. Que por mucho que griten su queja se agota y desfallece antes de llegar a un solo oído. Y ahí empieza la rueda de frustración y enfado.

Esa indignación es una queja líquida que ya alcanza las casas, las plazas, las webs, los tuits y las charlas entre pastores. Hay un runrún pastoso y negativo que nos está contagiando. Todos tenemos una opinión airada para todo. Todos somos economistas. Hay quien ve el fin del mundo, quien tiene la receta para el fin de la crisis y quien prevé el futuro, como el Premio Nobel Krugman, que abre la boca y nos pone a temblar. El Financial Times hace un editorial sobre España y le ponemos velas. Habla un ministro y a los 20 segundos ya sabemos qué rebatirle. Ahora que no hay casitas nos están haciendo jugar a ser ciudadanos indignados y libres. Nos dejan prender fuego a todo quizás con la secreta esperanza de que nos quememos. La indignación, como la innovación, no es un valor positivo en sí mismo. La hay buena y la hay mala. Para que sea una indignación positiva necesita reflexión y acción, como se ve en algunas asambleas o en algunas casas o en algunos libros, porque la sola indignación consume energía y se come el pensamiento. Hoy se habla mucho de detenciones, de policía, de porras. Y Gulliver se ríe a carcajadas.