En la España de hace diez años se oía eso de que «quien está parado es porque quiere». Al parado le perseguía una sombra acusatoria de flojo, vago o jeta. Quizás conocías alguno. O te habían contado de alguien. Estar parado podía dar vergüenza en un país donde lo primero que se pregunta en los encuentros fortuitos es «Hombre qué tal, ¿cómo te va?, ¿dónde estás ahora? ¿el trabajo, bien?».
En la España de hoy todos conocemos a alguien en paro. Y ni es vago, ni flojo ni jeta. O sí. O no. Puede ser un arquitecto, un abogado, un químico, un fontanero o conductor de grúa, una soltera, un padre de familia o una señora a las puertas de una jubilación frustrada. Puede tener 25 años o 50. Puede ser alegre o depresivo. Espabilado o manta. Puede que haya vuelto a vivir con sus padres en un cuarto de camita rasa y peluches antiguos. Puede que su familia lo mantenga ante la incapacidad de los Estados y el capitalismo. Puede que no se lo merezca y que lo intente cada día. O que se haya echado a dormir la siesta de los tristes. O puede que cada mañana se trague, junto al café con leche, el orgullo, la formación y el talento. Es puro azar que te toque a ti y no a mí o viceversa. Por eso nos preocupa más a todos: ya no es problema doméstico, es una amenaza social.
Los cinco millones de currículums apilados en el INEM no son un problema de espacio, cantidad o matemáticas. No son una suma de frustraciones personales, sino un fracaso común. El de unos políticos, banqueros, líderes y mercados que han esquilmado la confianza de la sociedad, ya incapaz de generar riqueza, de aprovechar los talentos y las ideas que se apagan en las cabezas de esos cinco millones de aspirantes. Aspirantes a devorar el pequeño cadáver en el que se ha convertido el mercado laboral.
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