Archivo de junio, 2011

Un ‘sin papeles’, ganador del Premio Pulitzer

La tremenda historia de José Antonio Vargas me la descubrió en un artículo el gran Moisés Naim. José Antonio es un periodista de origen filipino que vive en EE UU, ha ganado a medias un Premio Pulitzer y trabaja para The Washington Post, aunque su noticia más trascendente la ha publicado en la competencia, The New York Times. En su artículo revela que es un inmigrante ilegal, que hace años que no puede ir a ver a su familia, que ha vivido con el miedo instalado en la garganta. Que su madre lo empaquetó de niño en un avión rumbo al país de las oportunidades para que tuviera una vida mejor, una vida que empezó siendo un infierno y continuó igual. Hasta que decidió falsificar sus papeles a los 16 años para sortear las restrictivas leyes-bucle americanas y poder trabajar.

José Antonio es un héroe, porque lo tenía todo en contra, empezando por la gramática y siguiendo porque el destino, que es conservador y clasista, le tenía reservado quizás un puesto de limpiador de Burger. Es un héroe porque cada día se codeaba con el poder, con periodistas, saludaba a los policías de su barrio, pagaba sus impuestos ante los funcionarios federales, iba al médico a por una baja o reclamaba una subida de sueldo a su director. Todo esto mintiendo(se) cada día, borrando su pasado, luchando para no avergonzarse de él y maquillándolo con una sonrisa amable y certera que no revelase cómo le temblaba la comisura de los labios a cada engaño, cerrando el píloro del estómago para no vomitar que todo era falso. Quizás repitiéndose a sí mismo que es americano pese a sus papeles embusteros: lo dice su acento, sus costumbres, las películas con las que creció, la música que escucha y el aire que silba en su tráquea. Ahora exorciza su secreto en público porque le quema y porque quiere romper una lanza por los 11 millones de inmigrantes ilegales que trabajan en EE UU, un país bipolar que se calza en la mano derecha un puño de acero con los ‘sin papeles’ y con la izquierda los acaricia para que la economía no pare. Sin embargo, la legislación vigente dice que José Antonio no es un héroe, sino un villano. Es verdad, pero es que la legislación vigente no está hecha de sangre y esperanza, sino de anexos y tinta.   

Los agoreros del 15M

Recuerdo el primer día de la acampada en la puerta del Sol, tras la manifestación del 15 de mayo. Se quedó con ellos a pasar la noche un periodista de 20 minutos, Nicolás M. Sarriés. Entonces eran una decena de «chalados» y contamos su desalojo, muy previsible, en directo. Luego llegaron más a dormir, que eran unos «ilusos» y que supuestamente iban a acabar igual, con sus culos fuera de la plaza pública. Luego se montaron unas carpas y más tarde llegaron los niños, las familias y los ancianos, todos ellos una panda de «antidemócratas» que se pasaban por el forro la ley electoral y sus prohibiciones.

Alguna prensa, ciertos tertulianos, varios políticos y gente por lo general ciega, sorda y clasista dijeron que después de las elecciones no iba a quedar ni rastro de esos «perroflautas» que tenían «ratas y piojos». Esas cabezas supuestamente infectadas de liendres son las mismas que dejaron la plaza como una patena cuando decidieron marcharse. Cuando se agotó Sol, los agoreros aventuraron un inmenso y negro vacío, pero la democracia brilló en los barrios. Ahora todas las Españas inician una marcha a la capital, porque la indignación va por dentro y no por autonomías. Ahora les llaman «cuatro gatos», pero quizás se conviertan en una columna de tenaces hormigas. 

Algunos chupamicros, periolistas, visionarios y políticos siguen empeñados en hacernos creer que desprecian y ningunean el 15M mientras se les llena la boca y los minutos de radio y tele con los indignados y sus maldades. Arrastrando palabras pegajosas contra un movimiento que dicen que no les interesa. Hurgando en la excepción, en las debilidades. A cada tropiezo, un «¡lo ves!»; a cada fracaso, un aplauso. Repiten un mantra de malos augurios, un runrún amargo para aguar fiestas a las que no quieren estar invitados.     

Ahora tengo prisa… y luego también

Hay un refrán en África que dice que el hombre blanco tiene reloj pero nunca tiene tiempo. Lo dicen porque llevamos la cabeza desincronizada con el corazón, esta siempre unos centímetros por delante del ahora. Pasamos el día sisando tiempo al tiempo, en un pulso contra las propias pulsaciones. Componemos nuestras agendas para hacer recados de camino al trabajo (-10 minutos). Corremos en una voraz cinta de gimnasio, que se traga la huella de nuestras pisadas sin dejar testigos de nuestro esfuerzo, para no tener que ir hasta un parque (ahí ganamos 20 minutos).  Aprovechamos para llamar a nuestras madres mientras llega el bus (-7 minutos), en el que escribiremos unos versos con la lista de la compra (-5 minutos), que meteremos en un carrito virtual de una web para no tener que ir al súper (-30 minutos). 

Los cachivaches, el mail, la lavadora o los taxis se inventaron para el alivio de minutos. Pero el mundo es ávido de segundos, devorador de ahoras, y por muchas cosas que se inventen siempre encuentra el modo de que nos falte tiempo. En el ascensor del trabajo felicitarás el santo a tu abuelo (-5 minutos), dirás en facebook que invitas a una ronda por tu cumpleaños para no tener que llamar uno a uno (-30 minutos). Un mediodía aprovecharás el hueco para comer con ese amigo cuya agenda está condenada a no coincidir con la tuya (-90 minutos que te ahorras de un sábado o domingo). Así es a veces el cariño, una cuestión de huecos compatibles.

Con todo este esfuerzo acabas de ahorrar 197 minutos que irán a parar un agujero negro infinito, donde nadan juntos la prisa, aquella llamada que nadie contestó, la infancia, el amor de tu vida, el clip que tenías en la mesa (¡pero si estaba aquí!) y los alambritos del pan bimbo.

Ilustración: viralata

Ilustración de viralata

La guerra psicológica de Nadal y Federer

En la final de Roland Garros del domingo se vio tenis, sets, lluvia, toallas empapadas, pelotas, algunos pijos y jueces. Lo que más me impactó fue justo lo que no se veía. Había una guerra psicológica, una especie de electricidad líquida arrastrándose por la pista central. Se veía a dos gladiadores, abstraídos de las pancartas y sombreritos de unas gradas que rugían entre bola y bola. Dos superhombres concentrados en sus palancas de músculos y huesos, a muchos kilómetros mentales de unos espectadores que se pueden permitir la charanga porque no está en juego más que el simple disfrute de un domingo por la tarde. Había en la pista dos realidades paralelas. 

Miles de ojos ávidos de emoción e indemnes al resultado estaban puestos en dos fieras que se jugaban el orgullo en duelo con brazos recorridos por venas como sarmientos. Mientras comíamos palomitas, ellos se batían en tierra por honor, en un espectáculo heredero de la Roma de antes de Cristo. Pero sobre todo se mandaban recados de fortaleza con pelotas como palomas mensajeras. Por un momento se desdibujaron el show, el mundo, los entrenadores y las cámaras de televisión. Parecía que el partido era a puerta cerrada y solo existían dos mentes activando con precisión matemática los resortes de sus anatomías. ¿Qué pensarán sus cabezas mientras tú vas a la cocina y te haces un café entre bola y bola? ¿Cómo logran sobreponerse a las mariposas que aletean en el estómago, a los flashes, al miedo, a la amenaza de un fracaso? ¿Cómo consiguen activar las hormonas y las neuronas para doblegar la confianza del contrario? Me pareció tenis, pero también un diálogo intelectual a raquetazos.