Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Entradas etiquetadas como ‘ojos’

¿Hay límite en los piropos?

FOTOGRAMA de 'La Tentación Vive Arriba'

FOTOGRAMA de ‘La Tentación Vive Arriba’

Hace un par de días varé mi taxi en una parada de tantas que salpican Madrid con otros seis taxis libres delante de mi taxi libre. Los taxistas hacían corro y decidí sumarme a ellos más por socializar un rato, despejarme y estirar las piernas. No conocía a ninguno de ellos, somos miles, pero es habitual charlar entre nosotros, unidos por una suerte de conciencia gremial. Pero al acercarme pude ver que todos, sin excepción, apenas se ceñían a lanzar piropos a las viandantes más ligeras de ropa, compitiendo los seis en osadía, a ver quién lanzaba el piropo más alto, o más ingenioso, o más directo. En una de estas, el taxista cabecilla soltó a una chica algo tan típico como «PERO CHIIIICA, VETE POR LA SOMBRA, QUE LOS BOMBONES SE DERRITEN AL SOL» y los otros le siguieron con otros tantos piropos a cual más manido aunque ninguno, bien es cierto, desagradable ni obsceno. El caso es que la chica objeto de los piropos en realidad quería tomar un taxi y le tocaba el turno al tipo de los BOMBONES, y la chica se negó a montar con él, y también se negó a montar en ninguno de los otros taxis que también participaron con sus piropos. Así que optó por subir al mío aunque yo era el último en llegar y, por tanto, no me tocaba el turno hasta seis taxis después. Los taxistas, tal vez por vergüenza, no dijeron nada por mi salto de turno y al final, la llevé.

En el trayecto la mujer me mostró su indignación por semejante arsenal de piropos, lo cual entendí pero no del todo, ya que piropos de tan baja intensidad no alcanzan la categoría de acoso, ni siquiera pretendían ligar con ello (de hecho NADIE consigue ligar de ese modo). Aunque también es cierto que ha de ser incómodo viajar en mismo taxi de un tipo que segundos antes llamó su atención sobre tu físico, lo cual amplía mi arsenal de dudas al respecto.

¿Tú qué opinas? ¿Hay límite en los piropos? ¿Halagan algunos? ¿Desagradan todos? ¿Tú qué habrías hecho en la misma situación de la chica?

Negar tu ombligo

FOTO: Ricard Aparicio

FOTO: Ricard Aparicio

No entiendo bien esta nueva moda extendida ahora entre las chicas de llevar vaqueros altos, por encima del ombligo, con esas interminables braguetas como cesáreas, aunque su límite inferior rebase la frontera de las nalgas, mostrando incluso parte de las nalgas, sin pudor por enseñar las nalgas. Llámame ajeno a los designios de la moda, pero yo recuerdo, no hace tanto, lo mucho que la gente se mofaba de aquel Julián Muñoz Street Style, que poco le faltaba al hombre para atarse el pantalón a las axilas, tachándolo por todos de extrema paletada. Y ahora, según parece, Muñoz se ha convertido en un icono sin querer desde su cárcel, encerrando también vosotras el placer de admirar la franja más sensual de vuestro cuerpo. ¿Dónde quedaron esos vientres planos, tan sutilmente suaves a la vista, custodiados por el raro y poderoso sumidero del ombligo? ¿Por qué condenásteis al destierro aquellos piercings ombligueros (auténticos imanes para el iris de los hombres) o esas leves curvitas cóncavas de los huesos caderiles que además hacían las veces de tensores del vientre, como pinzas de una piel tendida al sol? ¿Acaso ahora lo moderno es esconder lo más preciado, mostrando el culo a cambio, en una suerte de trueque sensorial para los hombres?

(¿Habrá detrás una intención preconsciente de ocultar o negar el ombligo como símbolo fantasma del cordón umbilical unido a sus madres?) 

Me cabrea muchísimo el asunto. Porque es verano. Y parece que el museo de los cuerpos cerró por vacaciones. Capaz serían, mis ojos, júrolo, de sacrificar escotes y nalgas a cambio de un mayor número de vientres desnudos. Tapaos, si os place, hasta el cuello, o cubríos los culos: podré con ello. Pero no me arrebatéis mis ganas de comerme las aceras desde el taxi, el placer inofensivo de dar vueltas en busca del vientre perfecto, o del piercing que emita las ondas precisas para atraparme. Como el insecto tonto que soy cuando detecto belleza.

Barras de bar (vertederos de amor)

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

Los bares, un martes cualquiera al caer la noche, son cementerios de amor donde los hombres incompletos se juntan a vivir de mentira, a beber para hidratar sus penas, a sentir el paso lento de las horas. Algunos fingen ver el fútbol por la tele sorda, otros fingen discutir de política, otros fingen darle coba al camarero, y otros simplemente suspiran atentos a la leve mortandad de los hielos, al sonido de los hielos contra el vaso, al trayecto que describe el whisky malo en sus adentros, como fuego intestinal que asola el campo del recuerdo pirómano. Beben y viven a sorbos pequeños, sin prisas por llegar a sus casas, a sus camas frías e insomnes, y por eso alargan las horas atornillados a la barra: Ponme otra, Joaquín; más de lo mismo para ser menos que antes y mañana, dios dirá. Pero no están perdidos, guardan esperanza. Bajan al bar buscando algo. Buscan, tal vez, un suspiro, o que la camarera les mire esta vez con ojos distintos a los de ayer, o les hablen o escuchen, digan algo, o compartan el mismo trozo de silencio. Por eso acuden siempre al mismo bar. Al menos se conforman con que les pongan lo de siempre sin pedirlo siquiera. Es otra forma de ansiar un hogar. Todos, en el fondo, ansiamos un hogar.

Como Claudio. El bar habitual de Claudio le pilla lejos de casa y por eso toma un taxi cada martes por la noche. El último martes me tocó a mí. Subió en mi taxi y le dejé en su portal, apenas cuatro o cinco manzanas más allá del bar de siempre. Tenía ojos de tres gintonics de los de antes, sin aderezos, pero a pesar del alcohol no se mostraba chispa, sino estoico, como un viudo profesional. Me preguntó: qué tal la noche. Y yo le dije: mentirosa, como todas.

-Bueeeno -volvió él. -Ya acabó el día.

Y lo dijo como intentando autoconvencerse de que, en efecto, su día por fortuna había acabado. Como si aquellos tres gintonics fueran la dosis perfecta para anestesiarse y no pensar al meterse en la cama. Acostarse solo en el centro de la cama, dormirse al instante y, por lo tanto, no pensar. No hablar consigo mismo. No pensar.

Tocarte con los ojos

IMAGEN: Jourixia

IMAGEN: Jourixia

He visto en mi taxi rostros borrachos de lactosa, tan suaves que acariciarlos sería inútil, o al menos ingrávido al tacto, frustrante, motivo de ansiedad para los dedos. Y es que no hay material en este mundo capaz de superar la textura de esos rostros, algunos salpicados de pecas del verbo pecar con los ojos. Son impecables, y el simple gesto de observarlos genera en mí una sensación como de insomnio nervioso, y noto que mis globos oculares se emblandecen hasta el punto de licuarse. Suerte que los párpados hacen las veces de exclusas, de presas conteniendo el continente; de exclusas perfectas para amar con la mirada presa del pánico pero sin prisa y sin embargo con prosa y sorpresa en lo que veo.

Pero el hombre es insaciable, y yo soy hombre, y quiero más. Por eso nunca consigo evitar imaginarme los puntos suspensivos que acompañan a ese rostro y tirar de fantasía por debajo de su cuello: imaginar el mapa de su cuerpo en su conjunto debajo del conjunto de su blusa y pantalón y empantanarme en la linea exacta de sus pechos, de su vientre, de sus curvas, de sus corvas. Observarlo todo con el asombro de un turista japonés de visita por los bajos fondos privados de su cuerpo. Privado yo, que no lo veo y no haré nada por verlo. A veces, los ojos que intentan jugar al desnudo integral, al rayos X con la maldita tela o el jersey ceñido, acarician con más precisión que las más virtuosas de las manos. Excita más el qué será que el ya lo tengo. O dicho de otro modo: Prefiero ser niño sin postre que adulto empachado.

Di NO a las drogas

FOTO: That Hartford Guy

FOTO: That Hartford Guy

Ayer Dios me lanzó otro de sus mensajes raros, esta vez en forma de china de hachís en el asiento trasero de mi taxi. Supongo que se le cayó a un tipo con pinta de Morrisey que llevé a votar, o a una monja de clausura que llevé a votar, o a una MILF que subió en el tanatorio SUR y llevé con prisa al tanatorio NORTE (¿?). En cualquier caso, he de decir que no soy muy dado a los porros, o al menos nunca me sentaron bien. Sin embargo, no me preguntes por qué, instintivamente me guardé la china en el bolsillo del pantalón. Una cosa llevó a la otra y, al llegar a casa y ponerme más cómodo, saqué la china, la observé de cerca, y en un alarde de nostalgia decidí fumármela por los viejos malos tiempos.

No tenía papel, ni intención alguna de comprar, pero en una de esas asociaciones de ideas estúpidas me acordé de un libro de autoayuda que hace tiempo me regaló una editorial de libros de autoayuda (no recuerdo el motivo) y, por supuesto, nunca llegué a leer. Así que lo busqué, abrí el libro por una página al azar, y arranqué la página con la intención de hacer con ella un turulo y fumármela en formato porro. Lo enrollé como pude, volqué el condimento mezclado con tabaco, y como aquel papel no tenía tira adhesiva, se me ocurrió la genial idea de usar Pegamento Imedio, sin pensar que el pegamento, mezclado con la tinta de la página y mezclada, a su vez, con un hachís de procedencia desconocida, me acabaría provocando un triple aturdimiento sideral.

Pero más que el efecto en sí mismo, me flipó la metáfora de ver consumiéndose la hoja de un libro de autoayuda titulada «Encuéntrate a ti mismo», que calada tras calada se fue transformando en «Encuéntrate a ti mis», y luego «Encuéntrate a», y luego «Encuén», y hasta ahí pude fumar. De hecho, me encontró mi mujer tirado en el sofá con el porro-autoayuda en la mano, observando ojiplático 13TV a todo volumen y con sendas hojas de lechuga iceberg taponándome los oídos (me entró la paranoia de que el demonio de la tele me entraría dentro por cualquier orificio y me acabé tapando los oídos con lo primero que encontré a mano: la lechuga iceberg de la nevera). Lo inquietante fue que, al verme de esta guisa, mi mujer no dijo nada. Como si ya me tuviera más que asumido. Lo cual no sé si es bueno. O malo.

 

Cauterizar el miedo

FOTO: edaemirdag

FOTO: edaemirdag

En esto que estás conduciendo y te da por alzar la vista al espejo y ahí están sus ojos (pardos, con manchas de miel), observándote, buscando tus ojos, y el caso es que antes de aquello no reparaste en ella porque apenas subió en tu taxi y se puso a hablar por teléfono (una de esas conversaciones anodinas), y además tomó asiento fuera de los márgenes de tu espejo, pero luego colgó y se hizo un silencio amortiguado por tu cedé de los Tindersticks casi de fondo, y en su mirada no supiste o no pudiste o no quisiste interpretar absolutamente nada. Aquellos ojos no te decían nada y sin embargo sentías algo a través de ellos. No era calma. No era deseo. Nada de eso. Tal vez ansiedad de la buena, tal vez ganas de quedarte ahí clavado. No es fácil toparte con desconocidos dispuestos a mantener su mirada clavada en la tuya. Pero por primera vez no hubo reacción por tu parte. Te quedas simplemente colgado en su mirada y sin pensar en nada, como un Windows XP (y tus pupilas el cursor que no funciona) y sin embargo hay algo que te impide reiniciar el sistema tal vez porque no tienes nada mejor que hacer ni te apetece hacer nada mejor que mirar sus ojos sin pensar en nada. ¿Cuánto tiempo hace que no piensas en nada? ¿Cuánto tiempo hace que no dejas la mente en blanco sin pensar que el blanco es blanco? Ni lo recuerdas. Siempre hay algo, un zumbido que invade tu cabeza en un sentido u otro: ideas difusas, a veces, o simplemente ruido que no te deja llegar a ese estado de relajación de cuando eras niño y tus traumas aún no eran traumas porque no sabías qué significaba la palabra trauma. ¿Cuántos años hace que no te relajas? Ni lo recuerdas. Pero ahora sí, con ella sí. O más bien con sus ojos ahí clavados. Tampoco te importa ella en su conjunto, ni lo que esté pensando ella en este preciso instante, ni sus intenciones si las tuviera. Sólo te dejas llevar por tu confianza ciega hacia esos ojos. Ojalá pudiéramos mirarnos todos contra todos de ese modo. Aunque fuera a través de un espejo, o tal vez gracias al espejo puedas hacerlo. Los espejos invierten tus miedos neutralizándolos cuando esos otros ojos demuestran tus mismos miedos. Dos ojos menos dos ojos igual a cero, piensas. El mismo miedo menos el mismo miedo igual a cero, piensas. Y aquellas fueron las mejores vacaciones de tu vida. De Tirso de Molina a Tribunal.

La vida íntima de la ropa interior

FOTO: Ms. Phoenix

FOTO: Ms. Phoenix

Me asombra esa innata cualidad en las mujeres de controlar los límites de su ropa interior a pesar de la postura de sus cuerpos por ingrávida que sea. Pueden agacharse o inclinarse con la blusa semiabierta y en todo momento serán conscientes si el borde del sostén o de sus bragas quedó a la vista; y tal vez jueguen con eso para mantenernos expectantes ante el más mínimo descuido que jamás será casual, sino deliciosamente estudiado, lo cual las convierte en seres dominantes y a nosotros en babosos alienados o en eternos niños chicos. Conocen sus cuerpos de memoria, la flexibilidad del pantalón, cualquier perspectiva plausible de la abertura de sus blusas o de las rajas de sus faldas, y actúan siempre en consecuencia aunque nadie mire. O qué ropa interior no hace marca o no se nota con tal o cual vestido, o los tirantes del sostén cruzados o arqueados en función de la estela de la tela de su espalda. Y a veces, cuando dejan los tirantes a la vista o semiocultos aunque no del todo, tampoco es por descuido: ayudan a ampliar las pistas de la imaginación, a tirar del hilo subconsciente de esos tirantes y a visualizar la secuencia del resto. Los tirantes a la vista son flechas invisibles que invitan a tener en cuenta unos pechos cuya realidad, en caso de ocultarlos, pasaría más desapercibida.

Y volviendo a esas marcas a la vista, sorprende que un pantalón ceñido o unos leggins intuyan la goma de unas bragas a media cacha, dividiendo el culo en otro par de celdas y por tanto invitando también a imaginar la estructura y dimensión exacta de su ropa interior, que suele coincidir con perfiles totalmente ajenos al mercado de los ojos de los hombres. El resto procuran evitar que se marque o se intuya nada, tal vez por pudor o por mostrar la ropa lo más desnuda posible, sin evidenciar qué puede haber detrás o buscando enseñarlo sólo en los momentos más íntimos y con quien la chica desee. Se sabe que la ropa interior es la antesala del placer carnal, el telón de la función más aclamada, y ellas son conscientes del poder que ejercen: se conocen, pero nos conocen a nosotros más aún, y por eso estamos vendidos, perdidos. Y nos gusta estar perdimos. Queremos perdernos (yo en el espejo retrovisor de mi taxi). Así jamás se extinguirá la especie.

La distorsión del recuerdo y la distancia

Foto: Wikipedia

Foto: Wikipedia

Pasaron tres meses sin verse. A ella le surgió un trabajo lejos, en Brasil, y a pesar de la distancia, se prometieron Skypes diarios, o bien escribirse o mandarse mensajes con el fin de mantener la chispa intacta y las promesas: retomarían su historia al regreso, aunque antes de aquel viaje apenas llevaran tres semanas, cinco días y ocho horas de flechazo (las más intensas de sus vidas; pero demasiado poco tiempo al fin y al cabo) y todavía se encontraran en esa fase de conocerse y querer indagar más y más y más en la vida del otro. Aún no «se sabían» de memoria cuando ella tuvo que marcharse a Brasil y, tal vez por eso, su contacto a distancia acabó derivando en la idealización del otro.

Durante esas tres semanas habían tenido sexo en un total de cuatro ocasiones, pero el paso del tiempo y la distancia consiguió moldear en la memoria esos recuerdos, mejorándolos incluso. Él visualizaba una y otra vez aquellas escasas imágenes de cama modificando la sensación real, borrando sin querer ciertos matices y amplificando otros. Del mismo modo, hablar con ella vía Skype se acabó convirtiendo en rutina, distorsionando el recuerdo real del cara a cara: el olor y el calor de sus tres dimensiones, el tacto, el aliento o los besos al alcance de la mano ya dejaron de considerarse necesarios. Al final se acostumbraron a tenerse lejos pero cerca, sí, y esperaban ansiosos su reencuentro. Pero aún no sabían que ya nada sería igual.

Llevé al chico al aeropuerto y me pidió que le esperara para volver con ella a la ciudad. Pero al montar los dos juntos en mi taxi,  al fin, después de tres meses sin verse, se notaban torpes el uno hacia el otro, forzados, bloqueados tal vez por el shock de chocar la realidad con sus ficciones. Se habían distorsionado tanto (cada cual según su fantasía a partir de un punto de referencia ya lejano), que ahora los percibí decepcionados. Desinflados. Derrotados ante la certeza de tener que amoldarse, de nuevo, a la piel sin pixelar del otro. Una piel más insípida de la que recordaban.

La soledad, a veces…

FOTO: Tom Godber

FOTO: Tom Godber

He visto hombres solos disfrutando de su soledad los domingos por la mañana, con el periódico bajo el brazo o nada más que las manos en los bolsillos, como manejando ocultos en el interior del pantalón los mandos de su propia vida. Huelen a limpio y no buscan nada o tal vez estar consigo mismos ordenando sus ideas o pensando en nada, sin sobresaltos. Caminar bajo el sol o sentarse a leer en un parque o ver pasar gente o tomarse un café a sorbos cortos, espaciados, sin prisa, porque en esos instantes no hay nada más agradable que simplemente eso. Estar con uno mismo. Olvidarse del bullicio y la burocracia. Nada más.

O simplemente caminan. Necesitan gente pero no mezclarse. Caminan sin destino definido y tal vez entren por azar en una librería a hojear sin pretensiones y encuentren un libro del que oyeron hablar hace tiempo y decidan comprarlo. Leer, en cierto modo, es otra buena forma de conectar con uno mismo a través de otro que no está presente. Los libros son voces nuevas dentro de una misma voz en la cabeza. Y tal vez salgan de la librería y miren el reloj: llegó la hora de comer con su familia. Y por las prisas tomen un taxi de vuelta a casa, y la cara del taxista les resulte familiar y en esto adviertan que la foto de la solapa del libro que recién compraron coincida, precisamente, con el taxista. Y desde el asiento trasero de mi taxi me pregunten: «Perdone, ¿es usted Daniel Díaz?» y yo asienta con la cabeza y el hombre solitario saque mi libro de una bolsa y sin embargo me mire con ojos extraños y yo en cierto modo entienda su extrañeza. Sin querer violé la soledad del libro para cuando él lo lea. De hecho, un autor jamás debería conocer a esos lectores con ganas de soledad.

Cuando el asombro es un bostezo disfrazado

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

Vivir en modo macro implica normalizarlo todo. Es una costra en el iris del alma forjada a base de alquitrán, dióxido de carbono, espuma de cerveza y ruido. Pasan cinco ambulancias, tres camiones de bomberos, y ocho furgones antidisturbios y el usuario de mi taxi (de un pueblo de Cáceres) me pregunta:

-¿Qué habrá pasado?

-Madrid -le contesto.

Me refiero al número de estímulos por segundo que es capaz de discernir un hombre. Olores, anuncios, sonidos, puntos de referencia, sensaciones, rostros que evocan recuerdos, luces, lluvia, sombras, túneles, horarios. Estar atento al taxímetro, al trayecto, al usuario, a la radio, al tráfico, al móvil, al ruidito que hace el taxi cuando freno, al plazo límite de esa multa pendiente, al dolor en las cervicales, al hambre, al sueño, al frío (vuelvo a regular la calefacción), otra vez a la radio (cambio de emisora), a las preguntas del usuario («¿Volverá a llover mañana?, ¿Sabe de algún parque de bolas para niños por la zona de Chueca?) y los baches, y el relato que tengo pendiente escribir esta noche, la trama, detalles del personaje: un disléxico adicto a la levadura. Curva de mi estado de ánimo en un intervalo de tres minutos: Normal +3, normal -1, normal +2.

Normalizar. Reducir el daño a su mínima expresión. Buscar la anestesia, la mente en blanco. Pero dentro del blanco está el blanco nuclear, el blanco roto, el blanco mate, el blanco brillante, el blanco luminoso, el blanco frío, el blanco perla, el blanco tiza, el blanco semen…

Cruzamos Gran Vía. A la altura de Callao veo un coche blanco obstruyendo el carril BUS/TAXI y una loca discutiendo con dos agentes de Movilidad. En esto la loca se mete en el coche, acelera y se da la fuga arrollando a una de las motos. Un par de horas después escucho por la radio que la prófuga en cuestión era Esperanza Aguirre. El caso es que tampoco me sorprende. Ya apenas nada me sorprende.