Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Olfato ideológico

Con el tiempo y los kilómetros he aprendido a distinguir con notable fiabilidad las tendencias ideológicas de mis usuarios en función de su aspecto físico. Según parece, ser de izquierdas o de derechas no se ciñe sólo al color interno e invisible del individuo, sino que también acaba convirtiéndose (no me pregunten por qué) en un estilo de vida en sí mismo. Por su ropa, complementos, tono de voz, olor o incluso por sus gestos los conocerás…

Lo que viene a continuación no es más que un juego compuesto tras largas horas taxiales generalizándolo todo. Conclusiones físico/ideológicas sin fundamento ni acritud lanzadas con los ojos cerrados y los dedos cruzados:

– Los usuarios de izquierdas visten peor que los de derechas.

– Los usuarios de derechas cuidan su imagen y su cuerpo mucho más que los de izquierdas.

– Los usuarios de derechas son más soberbios que los de izquierdas.

– Las usuarias (maduras) de izquierdas tienen la voz más ronca que las de derechas.

– Las usuarias (jóvenes) de derechas están más buenas que las de izquierdas.

– Las usuarias (jóvenes) de derechas son más superficiales que las de izquierdas.

– Los usuarios de derechas parecen tener las ideas más claras que los de izquierdas. O bien las exponen con mayor contundencia.

– Los usuarios de izquierdas son más cautos a la hora de expresar su opinión que los de derechas.

Díganme, pues, si me he aproximado en algo…

Pequeño catálogo de olores

El calor potencia los olores… más aún cuando son percibidos desde un cubículo de apenas dos metros cuadrados (léase el caso de mi taxi). Cada usuario trae consigo su propio olor que, bien analizado, puede darme pistas de quién es, o de dónde viene, o el motivo por el que se dirige al lugar indicado, como por ejemplo:

Perfume dulzón: Primera cita.

Perfume potente: No se lleva bien con su marido. Busca una aventura.

Olor a cloro: Practica natación para tratar sus problemas de espalda.

(Chaqueta, corbata) y olor a sudor concentrado: Becario.

Olor a quita-esmalte: Trabaja en una peluquería.

Aliento a Whisky caro: Viene de una comida de empresa.

Aliento a Whisky barato: Su vida es una mierda.

Aliento fuerte a clorofila: Sufre de halitósis.

Olor a sexo: Polvo rápido e imprevisto (el sexo pausado merece una buena ducha).

Olor a gasolina: Se ha quedado tirado.

Olor a Nenuco: Complejo de Edipo y/o Electra.

Y así podría tirarme horas (llevo meses anotando en mi taxi-libre-ta la relación de cada usuario con su origen, su destino, su aspecto y su olor).

De entre todos ellos, me quedo con el olor a champú o a espuma fijadora.

Y no soporto el olor a sudor (¿no son conscientes?) o ese olor a perfume penetrante, que se percibe a más de 5 metros de distancia (¿no se automarean?)

Y tú, ¿a qué hueles?

Espero que nadie confunda mi taxi con una Falla

Camino del Aeropuerto:

– Pues… me voy a pasar unos días a Cancún, ya sabe: sol, mujeres ligeritas de ropa, coctails, playas paradisiacas… – me soltó el usuario (allá donde más duele).

– Suena bien… – dije enseñándole los dientes a través del espejo.

– Y usted se queda en Madrid, ¿verdad? – me preguntó con cierto regustillo cabroncete.

– Ehhh… no. ¡Me voy!. ¡Me voy hoy mismo a… las Fallas!. ¡A ver las Fallas! – improvisé (no te jode…).

Así que, por culpa de unos cuantos pecados capitales (ira, envidia, etc.) proyectados en aquel usuario, tiré de contactos y en apenas diez minutos conseguí una cabaña a pie de playa en uno de esos campings que violan y salpican, a partes iguales, la costa levantina.

Pasé por casa para arramplar con lo básico (un bañador estampado, un par de mudas, 10 bolis bic, un paquete de 500 folios, tres baterías extra para el ordenador portátil y mi patito de goma Made in Hong Kong) y pocos minutos después del mediodía (P.M) salí de estampida con mi taxi a cuestas y el depósito lleno hasta las trancas (y barrancas).

En apenas cuatro horas (sin paradas, respetando las normas) ya estaba merodeando por un precioso pueblo de la costa levantina. Estaban en Fiestes Falleras:

(Espero que nadie confunda mi taxi con una Falla):

Aprovecharé para desconectar del mundo por un número indeterminado de días (aún no lo he decidido; según la inspiración).

…y aparcaré mi taxi, bien a la vista, junto a la cabaña.

…y escribiré hasta que se me borren las huellas dactilares.

…y le pondré un Nick distinto a cada ola del mar (vuestros Nicks, por supueso).

… y comeré arroz avanda hasta que me salgan granos.

…y meditaré sobre lo humano, lo divino y lo taxístico.

…y me acordaré de nadie y os recordaré a todos.

…y apagaré el teléfono, y desconectaré mi sentido arácnido.

…y escribiré, y escribiré y escribiré hasta que al fin explote por sobredósis cada puta letra de la R.A.E.

Los cinco sentidos

Nunca se había montado en mi taxi un tipo tan normal. Su rostro era normal, su peinado era normal, sus gafas eran normales, su camisa era normal, su pantalón, su reloj y sus uñas eran normales. Me indicó su destino usando un tono de voz de lo más convencional. Un destino, por otra parte, bastante típico…

Luego mantuvimos una conversación de lo más normal. Sobre el tráfico, el tiempo y todo eso. A intervalos, el hombre miraba a través de su ventanilla con una expresión neutra, que no me decía nada.

Antes de bajarse, con el taxímetro marcando 4,85€, me tendió un billete de 5 € y me hizo una seña (la típica seña de mano extendida) para que me quedara con el cambio.

– El clásico redondeo – pensé.

Momentos después de perderle de vista me di cuenta que, en una ciudad como Madrid, conocer a alguien tan normal resultaba, cuanto menos, extraordinario. Se podría decir que su normalidad lo delató. Era tan normal que merecía la pena hacer de él una mención especial. Una estatua en cualquier plaza, o un post, o lo que sea.

Mi taxi es como la energía: Ni se crea, ni se destruye; solamente se transforma. No se crea porque es agnóstico. No se destruye porque está asegurado a todo riesgo. Y, sin embargo, se transforma en cada trayecto, con cada usuario. Porque en mi taxi siempre pasa algo. Ningún día es igual que el anterior, así como ningún usuario se parece a cualquier otro. Cada cual se dirige a un punto distinto, de su oficina al bar de copas, del hotel donde se hospeda al tanatorio municipal o del burdel a la Iglesia. Y todos me hablan en un tono distinto, y su piel desprende un olor distinto, y su destino demuestra una historia distinta. Como piezas de un puzzle urbano difíciles de encajar.

En este mundo están pasando cosas increíbles. Detalles que, si no prestamos la suficiente atención, acabarán pasando inadvertidos. Si quieres sacarle el mayor provecho a esta vida, te recomiendo que cojas un taxi, bajes la ventanilla y abras bien los ojos, los oídos, la nariz. Te recomiendo que saques la lengua y extiendas los dedos para tocarlo y besarlo todo.

Humedades

Algunos hombres tienen (¿se puede decir «tenemos»?) un particular sexto sentido para la lluvia. Sienten cada gota de fuera a dentro; o bien por dentro, desde el exterior.

Aquel usuario, sin duda, era uno de ellos: Tipo joven, disfraz de oficina, gafas redondas, finas… al montarse e indicarme su destino aflojó el nudo de su corbata, apoyó la barbilla en su puño derecho y así comenzó a admirar la lluvia (también llamada «el arte de mojar la gravedad»).

Caía fuerte, con ganas. Y su contraste lumínico con cada farola encendida de María de Molina invitaba a la introspección, al agustismo (término rescatado de la taxipedia), al mejor imposible…

Veinte minutos de intensa lluvia después, tras muchos atascos (por fuera) y muchos giros (por dentro), al llegar a su calle, a su portal, el tipo parecía continuar metido en su papel de observador de cielos llorosos.

– Disculpe, pero… ya hemos llegado… – dije volteando la cabeza.

– ¿Ah, si?. Bien, ehhh… ¿y ahora, qué…? – me dijo desde otra dimensión paralela.

– Que… son 5.45 €.

– Vale. Me parece bien…

Y entonces me tendió un billete de 10 €, y sin esperar a devolverle el cambio salió del taxi y comenzó a caminar despacio hacia su portal, pisando cada charco, o bien a sí mismo…

La lluvia de fuera se nota por dentro. Cuando llueve nos convertimos en algo ajeno que, por otra parte, nos hace sentir como en casa. Nos seduce, por ejemplo, el peculiar sonido de la lluvia al otro lado de la ventana, con esa banda sonora de gotas que bien podrían ser corcheas sobre un cristal convertido en pentagrama, con su clave de Sol oculta tras las nubes.

Cuando llueve somos otras personas porque, además de limpiar la atmósfera, de eliminar esa capa negra de contaminación que nos separa del cielo, también creemos que podrá con la contaminación de dentro, la de nuestro pasado turbio, o la de nuestros malos pensamientos. Como si el sonido o el olor a hierba fresca de esa lluvia se filtrara a través de los oídos, o de la nariz. O como si esas gotas pudieran entrar, al empaparnos, a través de nuestros poros hasta alcanzar y limpiar de una vez nuestra conciencia. Y lluvia tras lluvia seguimos insistiendo en su poder curativo, y no perdemos la esperanza aunque, algunos aguafiestas, nos digan que el agua es incolora, inodora e insípida