Dos personas se cruzan, no importa el contexto. Al instante, salta la chispa: algo les dice que están hechos el uno para el otro. Los dos coinciden en conocerse rápido, como víctimas de la urgencia por el tiempo perdido. Él lo quiere saber todo de ella, cada detalle de sus treinta y tantos años de vida, y ella de él. Hablan mucho, se preguntan, se escuchan con atención, memorizan cada nombre de cada amigo o familiar del contrario, estudian cada álbum de fotos: ésta es mi tía Angustias, éste es mi antiguo jefe, ésta soy yo a los dieciocho, y aquí en Tordesillas. Se besan con idéntica ansiedad, hacen el amor de todas las formas posibles, comen juntos, cenan juntos, se emborrachan a la vez, prueban a dormir juntos y hasta resuelven sudokus juntos. No hay nada, ni el más mínimo detalle en la vida del otro que no celebren con asombro, ningún reproche. Más bien lo contrario: cualquier instante en común les sabe a poco.
Pasan los días, las semanas. Los meses. Los dos siguen como el primer día aunque más relajados, tal vez exhaustos por el ritmo frenético de su historia en común. Sólo es cansancio físico, aturdimiento mental por querer seguir dándolo todo cada vez, por su mutuo afán de mantener el corazón en la garganta hasta el fin de los días. Sus charlas se apaciguan, reina la calma. Comienzan a sentir placer en la rutina. En las caricias embobadas. En las siestas de ella sobre el pecho de él. En los viajes en taxi en silencio.
Digo lo del taxi porque ayer mismo viajó en el asiento trasero del mío una pareja que olía a esa precisa segunda etapa. No sabría deciros cómo me di cuenta, pero algo había en ellos que me llevó a pensar en esta historia. Y viéndoles, no pude evitar jugar a meterme en su futuro, ¿qué vendría después de aquello?
¿Cuál sería su tercera fase? ¿y la cuarta? Por el trayecto deduje que aún no vivían juntos, ¿deberían hacerlo? Tampoco tenían hijos, ¿será otra nueva fase?
¿Cómo calibrar los pasos a seguir?, ¿cómo saber cuál es el proceso correcto?, ¿cómo mantenerlo todo intacto?