Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Las fases del amor eterno

Dos personas se cruzan, no importa el contexto. Al instante, salta la chispa: algo les dice que están hechos el uno para el otro. Los dos coinciden en conocerse rápido, como víctimas de la urgencia por el tiempo perdido. Él lo quiere saber todo de ella, cada detalle de sus treinta y tantos años de vida, y ella de él. Hablan mucho, se preguntan, se escuchan con atención, memorizan cada nombre de cada amigo o familiar del contrario, estudian cada álbum de fotos: ésta es mi tía Angustias, éste es mi antiguo jefe, ésta soy yo a los dieciocho, y aquí en Tordesillas. Se besan con idéntica ansiedad, hacen el amor de todas las formas posibles, comen juntos, cenan juntos, se emborrachan a la vez, prueban a dormir juntos y hasta resuelven sudokus juntos. No hay nada, ni el más mínimo detalle en la vida del otro que no celebren con asombro, ningún reproche. Más bien lo contrario: cualquier instante en común les sabe a poco.

Pasan los días, las semanas. Los meses. Los dos siguen como el primer día aunque más relajados, tal vez exhaustos por el ritmo frenético de su historia en común. Sólo es cansancio físico, aturdimiento mental por querer seguir dándolo todo cada vez, por su mutuo afán de mantener el corazón en la garganta hasta el fin de los días. Sus charlas se apaciguan, reina la calma. Comienzan a sentir placer en la rutina. En las caricias embobadas. En las siestas de ella sobre el pecho de él. En los viajes en taxi en silencio.

Digo lo del taxi porque ayer mismo viajó en el asiento trasero del mío una pareja que olía a esa precisa segunda etapa. No sabría deciros cómo me di cuenta, pero algo había en ellos que me llevó a pensar en esta historia. Y viéndoles, no pude evitar jugar a meterme en su futuro, ¿qué vendría después de aquello?

¿Cuál sería su tercera fase? ¿y la cuarta? Por el trayecto deduje que aún no vivían juntos, ¿deberían hacerlo? Tampoco tenían hijos, ¿será otra nueva fase?

¿Cómo calibrar los pasos a seguir?, ¿cómo saber cuál es el proceso correcto?, ¿cómo mantenerlo todo intacto?

 

4D

Me despertaron unos golpes. Venían del patio, de la pista de pádel. Eran toques de raqueta: POP… POP… POP… POP… Siempre iguales, con idéntica frecuencia: POP… POP… Los contrincantes no parecían rendirse ni fallar nunca: POP… POP… Le daban a la bola una y otra vez, con la fuerza precisa: POP… POP… Exactamente 1,5 segundos entre golpe y golpe:

POP…

[1,5 segundos]

POP…

[1,5 segundos] 

POP…

Cerré los ojos. Los golpes seguían ahí. Conseguí dormirme pero no del todo. Duermevela, lo llaman. El caso es que aquella unidad de tiempo, el intervalo comprendido entre un golpe de pelota y el siguiente, fue asimilado por mi inconsciente hasta tal punto que mis segundos biológicos se acabaron convirtiendo en 1,5 segundos de reloj. Y a partir de entonces mi vida comenzó a fluir más despacio. Cada minuto real se convirtió, exactamente, en minuto y medio para mí. Y mis días pasaron a tener 36 horas.

Buscando en internet posibles respuestas a mi problema, di con una tal Melisa, también de Madrid, a la que le había sucedido lo mismo que a mí, pero a la inversa: En su caso, se había quedado dormida escuchando el goteo del grifo roto de la cocina, a un intervalo de 3/4 de segundo entre gota y gota. Cuando despertó de aquel sueño, todo en ella había comenzado a ir más deprisa, acortando sus horas; reduciendo sus días. 

Propuse a Melisa quedar y conocernos. Antes incluso de enviar mi propuesta, ella accedió. Los dos teníamos la misma curiosidad por conocer en persona el destiempo del otro.

Esa misma tarde, a las seis y treinta de vuestro reloj, pasé a buscarla en mi taxi. Melisa tomó asiento a mi lado y, de repente, comencé a sentir taquicardias. Ella sin embargo, según me dijo, comenzó a notar cierto descenso en sus pulsaciones.

Y no me preguntes cómo ni por qué ocurrió, pero después de aquel primer flechazo, en una fracción de segundo imposible de definir, nos besamos. Y aquel fue el beso más perfecto de nuestras vidas.

Los besos comunicantes

La charla ya había alcanzado unas cotas indescriptibles. Hace rato que habíamos llegado a su destino, hace rato que yo había detenido el taxímetro y ella pagado la carrera, y ahora nos encontrábamos recostados, cada cual en su asiento, el uno en frente del otro, ella a mi lado, hablando los dos por los codos, formulando y contestando preguntas a cual más íntima. Ella alcanzó tal punto de confianza que incluso llegó a manejar el volumen de la radio sin consultarme. Fue en uno de esos momentos, mientras sonaba y ella subió una de Roxy Music, cuando sin querer descendió su mirada y clavó sus ojos en mi boca. Ahí supe que quería besarme, o al menos que no se opondría si yo me acercaba a besarla. Y así lo hice. Mientras ella cantaba la canción casi susurrando, yo comencé a acercarme hasta notar el mismo aliento de sus palabras, el calor de su boca, y entonces se hizo el silencio y ella me tendió sus labios blandos y suaves como almohadas de seda, sus labios a mi entera disposición pero sin moverlos, sólo dejándose besar, y luego entreabrió su boca y comencé a rastrear sus labios con la punta de la lengua, y cuando al fin se encontró mi lengua con su lengua sentí un torrente de energía, como si ambas lenguas fueran canales de información, y entonces, de súbito, comencé a leer su propia mentenlkjsu barba pincha, hace cosquillas pero madre mía, me estoy poniendo cachonda, como sigamos así yo no sé, mejor parar a tiempo, que la cosa no vaya a más, que no me bese el cuello porque entonces me conozco y me pierdo y no puedo y claro, ni loca puedo decirle que suba a casa, ¿qué hago?, y tampoco deberíamos estar aquí ¿y si nos pilla Jota? ¿y si baja Jota a sacar al perro y me pilla aquí, dándome el palo con un taxista?, estás como una puta cabra, tía, pero qué fuerte, qué situación, madre mía, cuando se lo cuente a… no, no puedo contárselo a nadie, no jodas, que como se entere Jota se lía parda, y ahora no, joder, no… ahora va y me mete la mano por debajo de la blusa, tengo que pararle, decir que pare, que no siga por ahí, mejor me aparto yo, pero poco a pockjhy nuestras lenguas se separaron y entonces ella me dijo que se tenía que marchar y salió del taxi y ahí quedó todo.

El sabor de un beso ciego

A unos cincuenta metros de mi taxi vi a un hombre apostado en la acera con gafas de sol, un bastón y un cartel de TAXI entre sus manos. El mío era el único taxi libre de la calle, así que avancé despacio hacia el hombre (el tráfico era intenso, y la calle estrecha, de un solo carril) con la intención de detenerme a su altura, ayudarle a subir y llevarle donde él dijera. Pero antes de conseguirlo, sucedió algo inesperado. El coche anterior al que me precedía, un VW Golf rojo, se detuvo a la altura del ciego, abrió desde dentro la puerta del copiloto, y tras intercambiar unas palabras con él, éste plegó su bastón y montó en el coche.

Toqué el claxon. Sin duda, aquel conductor se había hecho pasar por taxista con la intención de estafar al pobre ciego. Como la calle era de un solo carril y apenas nos separaba otro coche, no tuve más remedio que esperar a que el falso taxi se detuviera en el próximo semáforo para acercarme a él e increparle su falta de escrúpulos. Pero el tráfico se volvió fluido, y el Golf continuó calle abajo hasta alcanzar el Paseo de la Castellana, por donde giró a la derecha dirección Cibeles. Ahí aproveché e intenté rebasar a otros coches para alcanzarle. Por suerte, uno de ellos era un coche patrulla de la Policía Municipal.

Pité para llamar su atención. Mientras avanzábamos, el coche patrulla bajó su ventanilla y yo la mía. Le grité al policía:

-¡Detengan a aquel Golf rojo!

Sin más, salió detrás del Golf y yo también. 

Lo abordamos cuando ya se había detenido en el próximo semáforo: el coche patrulla se paró a su izquierda, y yo a su derecha. Pero nada más detenerme y dirigirme hacia él, me quedé pálido. Encontré al ciego girado hacia el conductor del Golf (un chico rubio, bien parecido). Le estaba besando en los labios.

Uno de los policías se bajó del coche y se acercó a mí:

-¿Quiere que detengamos a esos hombres por besarse? 

-No, eh… Perdón.

-¿Será xenófobo el tío?

El policía me mandó a la mierda mientras dejó al conductor del Golf que continuara la marcha.

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Nota: Estoy confuso. Tal vez el del Golf le conociera, o ya fueran pareja y hubieran coincidido por azar. O tal vez, por culpa de un farsante, me quedé sin saber a qué sabe el beso de un ciego.

Me cago en Megaupload y en el despecho

Se hacía llamar Rebeca. Tomó mi taxi en Manuel Becerra y en seguida comenzamos a hablar de temas cada vez más sugerentes: el tráfico, el paro, la corrupción, su novio y, por último, el amor. Rebeca quería a su novio, pero desde que vivían juntos me confesó que se aburría como una mona. A su novio no le gustaba salir, demasiado casero. Ella, sin embargo, era más de buscar sensaciones, de quedar con gente y vivir más allá del zapping y el sofá.

– Más aún desde que cerraron Megaupload – añadió.

Poco antes de llegar a su destino me dijo que, en realidad, no tenía ningún plan a la vista, que haría tiempo por ahí para no llegar tan pronto a casa. Yo sugerí que me acompañara en mi taxi, que se pasara al asiento delantero y continuáramos con la charla mientras dábamos vueltas por Madrid. 

A Rebeca le gustó mi plan. Me pagó su trayecto y luego se sentó delante, a mi lado. Le hablé de este blog, así como de mis proyectos literarios.

– ¡Ahora caigo! Tú eres el taxista ese que salió en Buenafuente, ¿verdad?

Luego me propuso escribir sobre ella en mi blog. Yo le propuse a ella tomar una copa para pensarlo. Los dos aceptamos.

Cinco copas después, tal vez víctimas del alcohol, nos besamos. Luego acabamos en mi casa. En un principio pensé que Rebeca era la típica mujer que necesitaba una vida al margen de su rutina, sentirse deseada a través de otros hombres. De hecho, durante el sexo, se mostró de lo más desinhibida: tuvo más orgasmos que yo.

Pero hoy, al despertarme, ya no estaba.

Tampoco encontré mi guitarra Yamaha (con su funda), ni mi ordenador portátil, ni mi cartera, ni los más de 400€ que guardaba en la mesilla. 

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Nota: Escribo esto desde un locutorio. Ya cancelé las tarjetas. También denuncié la tal Rebeca (si ese es su verdadero nombre). Sólo decir que si Megaupload siguiera en activo, tal vez Rebeca se hubiera quedado en su puta casa con su puto novio.

Tan dentro de ti como fuera de mí

No me fijé en aquel detalle hasta bien avanzado el trayecto. El caso es que aquella usuaria de mi taxi, no sé si por descuido o bien adrede, llevaba clavada en el cuello, a escasos centímetros de su oreja izquierda, una aguja de acupuntura. Puede que su acupuntólogo olvidara retirarla o tal vez la hubiera dejado clavada en su piel como parte del proceso curativo.

Yo por prudencia no dije nada (¿qué decir en estos casos?: «¿Sabe usted que tiene una aguja clavada en el cuello?»), pero no pude evitar que aquella imagen me mantuviera por largo rato pendiente del espejo. Tenso y pensativo.

En un semáforo tomé el móvil para tuitear la anécdota, pero en esto vi en la pantalla un aviso con la siguiente solicitud de contacto:

«Verónica Adentros desea contactar contigo vía Bluetoth. ACEPTAR / RECHAZAR».

Acepté por curiosidad (y porque en el fondo me siento solo). Al instante me entró un mensaje de la tal Verónica Adentros:

«¡Que baje un poco la calefacción, por Dios! Me estoy asando…».

Miré a la usuaria. Estaba en su mundo, observando la calle.

Bajé un par de grados la calefacción y en esto la usuaria sonrió, aunque no me miró siquiera, ni dijo nada. Después me llegó otro mensaje: «Me encanta esta canción. Lástima que el volumen esté tan bajo». Por la radio sonaba «Love will tear us apart» de Joy Division. Subí el volumen y entonces ella me miró sorprendida y arqueó las cejas y volvió a sonreír. Ahí supe que a través de aquella aguja clavada en su cuello podía acceder con mi móvil a sus pensamientos sin que ella lo supiera.

Pero aún desconocía si aquel invento también era recíproco. ¿Podría meterme yo en su cabeza? Para comprobarlo pensé en enviarle un mensaje a Verónica Adentros a través del teléfono.

Escribí: «Cierra los ojos».

Y ella cerró los ojos.

¡Wow!, pensé.

«Humedécete los labios con la lengua», volví a escribir.

Y así lo hizo.

«Acércate al taxista y bésale en la boca»

Verónica se coló por entre los asientos y con los ojos aún cerrados juntó sus labios con los míos. Mientras me besaba intenté teclear mi próximo deseo, pero al moverme se desprendió la aguja de su cuello. En esto abrió de súbito los ojos y, al verse tan cerca de mí, se separó como un rayo y me dio un sonoro guantazo. Luego salió del taxi con un portazo.

Al menos tengo su aguja en mi poder. Me la he clavado en la misma zona del cuello que ella y he intentado ponerme en contacto conmigo mismo vía Bluetooth para hacerme caso y obligarme a llevar mejor vida a través del móvil, pero no funciona.

Ahora estoy en un bar. Confuso y borracho como todas las noches.

La única salida

Desayunamos propaganda. Almorzamos propaganda. Cenamos propaganda. También patrocinan nuestros sueños. Correctores de ojeras, gimnasia pasiva, evacuol, prozac. Nos vendieron estilos de vida que no podemos permitirnos mantener. Saben que lo sabemos, por eso después nos vendieron esperanza. Y nos vendieron tan sumamente bien la esperanza, con un azul de fondo tan bonito y una puesta en escena tan perfecta, que sucumbimos y les confiamos nuestro voto por otros cuatro años. Otra vez. El pack incluye amnesia selectiva.

El pack también incluye sumisión. La sodomía que antes desgarraba el Estado del bienestar ahora es asumida como necesaria: compra vaselina y encomiéndate al Señor. Asumimos sin rechistar que un asesor del banco de inversión Lehman Brothers controle el Ministerio de Economía. Asumimos que un asesor en las ventas de bombas de racimo a Gadafi controle ahora el Ministerio de Defensa. Asumimos que una xenófoba a quien nadie ha votado ocupe la alcaldía de Madrid. Y asumiremos recortes, subidas de impuestos, despidos y lo que haga falta mientras los mismos que provocaron esta crisis continúan ganando más y más dinero.

Y a todo esto, en fin, lo llamaremos democracia.

Quisiera aislarme en mi taxi, pero no puedo. Los clientes cada vez son menos y los pocos que quedan no hacen más que recordarme lo mal que están las cosas y lo peor que estarán. Por eso la única salida eres tú para conmigo, el amor y las cuatro inviolables esquinitas de tu cama. Nuestras noches y nuestros besos libres de impuestos. Los orgasmos, las caricias. Ducharnos juntos. Leer un PDF proyectado en tu espalda. Jugar en el pasillo a la rayuela.

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Aíslate conmigo en Twitter: @simpulso

La ventana de Johari

Pese a su avanzado estado de embriaguez, el usuario parecía lúcido, iluminado por la necesidad de darle un denso contenido a sus palabras. Se había sentado a mi lado. Y mientras yo conducía, el joven me hablaba y me miraba muy de cerca, casi auscultando mi rostro. Aun con estas, en ningún momento llegué a sentirme observado o incómodo. Más bien parecía un ángel que olvidó sus alas en el último bar.

Cruzando el Paseo de la Esperanza le dio por hablar de la ventana de Johari:

– ¿Tienes un papel y un boli?

– Ahí, en la guantera – le dije.

Sacó de mi guantera un taco de servilletas de bar (siempre llevo; me gusta su tacto impermeable para escribir poemas) y se dispuso a dibujar y a explicarme cada una de sus partes (foto real):

Según me dijo, la ventana de Johari es una herramienta que usan los psicólogos para ilustrar nuestros procesos de interacción: cuánto de nosotros conocen los demás o en qué grado nos conocemos a nosotros mismos. Todo ello dividido en cuadrantes. Concretamente en cuatro:

  • Abierto o libre: La parte de nosotros mismos que los demás también ven.
  • Oculto: Lo que los otros perciben de nosotros, pero nosotros no.
  • Ciego: La parte más misteriosa del subconsciente que ni el sujeto ni su entorno logran percibir.
  • Desconocido, perdido y oscuro: El espacio personal privado.

Lo importante, añadió, es ser consciente de esos cuatro cuadrantes; tender a ampliar lo que conocemos de nosotros mismos con la intención de reducir al mínimo lo desconocido. Si conseguimos, por ejemplo, que los demás nos describan tal y como ellos nos ven, quizás podamos descubrir cualidades ocultas en nosotros. Te daré un consejo, amigo: Ábrete a los demás y así te conocerás mejor.

Pero lo realmente inquietante llegó después. Al llegar a su destino me tendió el importe del trayecto junto con la servilleta y, antes de bajarse del taxi, se acercó a mí y me dio un beso. Y yo me dejé besar.

Pensarte

 

Me cuesta mantener tu imagen congelada en mi cabeza. Siempre apareces bailando o besando las paredes internas de mi cráneo o abrazada al hemisferio derecho o lamiendo el izquierdo como una gata. En la esquizofrenia del deseo, el pensamiento se convierte en una iCloud pirata. Todo lo nubla pero sé disimular. Soy taxista.

Toma mi taxi un señor con bigote y ahí estás tú, en el salvapantallas del pensamiento. Me indica un destino y actúo mecánico, multitarea, como un zombi disfrazado de civil, e incluso hablo con él de una herencia y de la puta de su nuera y le doy mi opinión aunque me importe un huevo porque ahora mi huevo es tuyo, te pertenece. Y ni ese señor ni su bigote saben nada ni sabrán de ti. Tu presencia en mi cabeza le importaría un huevo, su huevo. O tal vez ese señor también tenga a otra mujer instalada en su cabeza y disimule igual que yo y me hable como otro zombi disfrazado de civil. Tal vez a los dos nos importe un huevo lo que diga el otro porque los huevos y las cabezas son intransferibles.

Y creo que no me equivoqué. La protagonista del hombre con bigote le estaba esperando en su destino. De hecho, abrió su puerta, le esperó a que me pagara y al bajar le besó por debajo del bigote. Es un shock poder besar a la mujer que habita dentro.

Yo no puedo, ella no está. Me tendría que tragar mis propios labios.

El taxista hacedor de besos

La pareja hablaba muy cerca, casi boca con boca, tal vez por masticar sus susurros, quizás por oler sus palabras. Se miraban a los labios en plano picado, como dos aves rapaces sobrevolando el nido de los labios del otro. Pero no se besaban ni alcanzaron a besarse por sí mismos. Fue por un bache.

Mi taxi tomó un bache por estar yo pendiente de sus bocas a través del espejo. Y con el brusco balanceo, sus labios se juntaron. Se besaron por mi culpa. Fui yo quien prendió la chispa de otro beso más profundo, sin barreras, ahora con las dos bocas abiertas y sus lenguas jugando al deseo o a la capoeira. Un beso que sólo acabó al terminar el trayecto y ni siquiera: sin despegarse (por no perder el néctar de sus salivas) pagaron con prisa, cerraron la puerta y siguieron besándose allá en la acera hasta hacerse pequeños al alejarme yo. Y tal vez ahora, al escribir estas líneas, continúen tirando del hilo invisible que sellan sus labios. Y todo por un bache.

Esto me hizo sentir semidiós. Por encima del dios hacedor de epidemias. En mis manos está que la gente se bese. O gracias a mi pésima conducción. Soy la chispa que prende el amor. Y mi socio el alcalde, la piedra: le he mandado un mail pidiéndole que no repare nunca los baches del asfalto. Si me hace caso los dos, mano a mano, sembraremos la pasión en los asientos traseros de los taxis del mundo. Y no habrá guerras, ni más hambre que el vacío de los besadores sin besantes.

Subid a mi taxi. Regalo pasiones. O accidentes que merecen la pena.

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Nota: Espacio patrocinado por Amortiguadores Jump Arround