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Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Lo que sé de lo prohibido

FOTO: @simpulso

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Hace tres lustros y medio tuve un lío ocasional con mi profesora de inglés. Mi historia con la teacher Ana, bellezón cordobés doce años mayor que yo, surgió de la forma más rara y excitante que cabría imaginar. Todo empezó a mitad de curso de 3º de BUP: Yo andaba haciendo novillos en un parque cercano al instituto, leyendo los Trópicos de Henry Miller y bebiendo vino en tetrabrick, fascinado como de costumbre por el embrujo de la bohemia y la libertad cuando, de repente, la profe y a la sazón tutora Ana apareció de súbito en antológica pillada. Nada más verme fumándome las clases y bebiendo vino tinto se puso hecha una furia, amenazándome incluso con llamar a mis padres y dar el correspondiente parte de expulsión al director del centro (fraile de rectas costumbres, para más señas). Yo me vi entre las cuerdas, sin salida. Y tal vez por eso, como no tenía nada que perder, me dejé llevar por una mezcla de instinto desesperado y la ingesta de medio litro de vino barato, y sin mediar palabra, me acerqué a ella y la besé.

Ana se quedó petrificada. Tardó en reaccionar unos instantes, pero luego de inmediato me apartó y se marchó corriendo. Al día siguiente acudí al instituto en calidad de condenado a muerte, pensando que aquel sería mi último día como alumno de aquel centro. Pero nada más acabar su clase (la hora más tensa que recuerdo haber vivido nunca), justo al sonar la campana, la teacher soltó en castellano y con tono grave: «Pueden marcharse excepto Daniel Díaz. Usted, quédese». Salieron todos mis compañeros, y al quedarnos ya solos en el aula, ella cerró la puerta y, sorprendentemente, me empujó contra la pared y me besó. Apretándome los brazos con las uñas.

Lo siguiente fue citarnos esa misma tarde en su pequeño apartamento, a escasas tres manzanas del colegio. Han pasado muchos años de aquello, pero aún recuerdo con extrema nitidez las imágenes más tórridas de aquel sofá: mi mano abriendo uno a uno los botones de sus ceñidos Levis, tanteando la goma de sus bragas con los dedos y bajando despacio como culebras, rebasando lentamente el pubis hasta notar su humedad, o el impacto que supuso en mí despojarla del sostén lentamente y besar y acariciar sus pechos y sus pezones cálidos y sin embargo duros y sin embargo suaves por vez primera, en esa especie de revelación mística que supone convertir tu más alta fantasía adolescente en realidad palpable y sin mesura.

Nuestros encuentros fueron cada vez más continuos: primero, cada tres o cuatro días máximo, que era el límite soportable de su lucha por salvar las distancias de lo prohibido. Después, todas las tardes a partir de las seis. Lo llamábamos «clases particulares de ingles», sin tilde, y en ellas aprendí muchas de esas palabras que no figuran en el plan educativo tales como pussy, dick, tits, cumshot y demás terminología de la anatomía sucia. No sabría decir si llegué a enamorarme de ella o más bien me dejaba llevar por el contexto adulador del alumno díscolo y la profe pibón y vulnerable. Ella tenía un cuerpo perfecto, y siempre se mostraba insaciable y sin embargo contrariada en esa mezcla de culpa y morbo por lo incorrecto, con ganas de más y mejor y yo abrumado, exhausto, confuso. Meses después aquello se fue de madre y yo quise frenar de la única forma posible: a través de los celos.

Pensé en la táctica más niñata pero eficaz. En plena clase de inglés escribí una nota subida de tono a la chica guapa de la clase, una tal Sandra, o Claudia, no recuerdo, con la intención de que Ana la acabara interceptando antes de llegar a su destino. Pasé la nota al del pupitre de delante, y éste se la pasó a otro, y éste a otro, y al llegar al empollón previo a la destinataria, en efecto, le acabó pillando. Y después de interceptarla la leyó, por supuesto. Y suspendí la asignatura de inglés sin merecerlo (siempre se me dieron bien los idiomas). Y en septiembre aún debía seguir dolida, porque volvió a suspenderme. Y como había que pasar limpio a COU (al menos antes era así), acabé repitiendo 3º de BUP. Por culpa del inglés. O de las ingles.

Esto, como digo, sucedió hace exactamente diecisiete años. Al año siguiente repetí curso en otro colegio y no volví a saber nada más de Ana. Hasta ayer. Por una de tantas casualidades de la vida, ayer Ana montó en mi taxi. Imaginad el shock al vernos, cara a cara, en el mismo habitáculo. Lo que sucedió después, sin ánimo de alargarme demasiado, os lo cuento el año que viene. 

Feliz 2014 a todos.