Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Jugando a los coágulos

Cuando trabajas conmigo, a mi lado, me olvido de los clientes que me llaman y me buscan por la calle: Alzan su brazo pero son árboles, silban pero son pájaros, gritan «taxi» pero escucho «sexy» y pienso que lo dicen por ti y freno y me bajo y les parto la cara.

Te ríes y lames mis puños manchados con la sangre de otros. Cromosomas sin nombre entre tus dientes: Permíteme jugar a los vampiros. Permíteme dormir en el arcén. Permíteme llamarte concubina (desnudarme de cuello para arriba) mientras cuentas hasta cien.

Desde el féretro trasero de mi taxi ahora buscas mis venas con los ojos cerrados. Hundes tu nariz en mi cuello. Hueles a glóbulo. Atacas y acatas las reglas de un juego inventado por mí. Es el colmo de tus colmillos: incisión pareada, alimento licuado que duele pero excita pero duele pero incita pero puedes seguir, no pares.

Dime cuánta sangre necesitas y te diré quién eres. Dime cuan pálido estoy y te diré quién eres. Dime si prefieres guardar mis coágulos en el segundo cajón de tu ego o escupirlos o tragarlos o asumirlos y te diré quién eres.

Inventé este juego para conocerte mejor. Te engañé. Me mataste.

Libertad, según la Taxipedia

«Libertad» fue lo primero que dijo Sherpa cuando el reportero de Veo7 le preguntó por qué era taxista. Yo no habría sido capaz de encontrar mejor palabra. Libertad. Con dos cojones.

Libertad, según la Taxipedia, es no tener jefes, ni horarios, ni un sueldo fijo que condicione tu tren de vida. Personalmente me entristecería ganar lo mismo todos los meses. Las nóminas son cajas de zapatos apiladas en un armario a medida; un calendario con círculos y cruces.

Los días que gano más de lo previsto lo celebro y me voy de cañas. En esos casos suelo llegar a casa con menos dinero de lo previsto, pero feliz.

Los días que gano menos de lo previsto también me voy de cañas, pero en lugar charlar e invitar a los parroquianos, escribo poemas en servilletas. Y si me sale, aunque sea, una buena estrofa, también llego a casa feliz.

Y si algún cliente me lleva lejos que te cagas (el azar, otra ventaja del taxi) a la vuelta paro, y me adentro en los bosques, y me subo a los árboles, y le enseño el dedo a la silueta de Madrid, y almuerzo hormigas que luego me hacen cosquillas dentro.

Y si alguna usuaria usa sus artes para usarme, suelo dejarme llevar (en su casa o en mi descampado) con la condición de no volver a vernos nunca. La guantera de mi taxi, en esos casos, siempre lleva un hueco libre para esconder el corazón a buen recaudo.

Por estos (y muchos más) motivos creo que el taxi no es un trabajo. El taxi, amigo mío, es la metáfora más exacta de lo que yo entiendo por vida.

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A continuación el reportaje de Veo7. Con el susodicho Sherpa, la princesita Chica-T y el bala perdida (pero hallado en el templo) que suscribe:

Coleccionistas

Conozco a un taxista que colecciona taxis en miniatura de todas las épocas y ciudades, a otro que colecciona perritos de esos que mueven la cabeza con el traqueteo del taxi (los lleva pegados al salpicadero), a otro que colecciona todos los paraguas que se dejan olvidados sus clientes (y hace esculturas y composiciones plásticas con ellos), a otro que colecciona calendarios de Radio Teléfono Taxi (desde su fundación), a otro que colecciona figuritas de goma (tiene todo un poblado de pitufos mezclados con personajes de Astérix, a modo de Belén, en la bandeja trasera de su taxi), a otro que colecciona cabellos de usuarios que recoge del asiento trasero y los etiqueta con la descripción de su correspondiente portador y los guarda en una caja de zapatos, a otro que colecciona autógrafos de todos los rostros famosos que han montado en su taxi (desde 1973), a otro que colecciona números de teléfono de usuarias, a otro que colecciona carteles de LIBRE/OCUPADO de otras ciudades del mundo, a otro que colecciona llaveros (los lleva colgados en el techo de su taxi), a otro que colecciona fotos de la Puerta del Sol (siempre que pasa con su taxi por ahí hace una foto; desde 1985) y a otro que colecciona dinero.

Cada vez que me hablan de sus respectivas colecciones, todos ellos parecen felices y orgullosos. Todos, menos el último. El último siempre me habla de su colección con los ojos inyectados en sangre y un gesto en su rostro que da miedo.

Curioso, ¿verdad?

La isla y la lluvia

En un atasco. Llueve.

No puedo moverme pero la lluvia se mueve, me mueve por dentro sin mojarme por fuera del interior de mi taxi: La lluvia cae, mi piel seca y mis adentros encharcados, ¿alguien puede explicármelo? La puta Ley de los Taxis Comunicantes, ¿no? ¿es eso?

Acciono el limpia-parabrisas y trago a la vez. La lluvia está fría y duele al pasar por la garganta. Las gotas no se mezclan al juntarse, no, sólo chocan entre ellas como si fueran de cristal, y algunas se rompen, sí, y me desgarran la tráquea y la sangre me ahoga, no puedo respirar, ¿quiero respirar? y pienso en llamarte pero mis dedos son mucho más orgullosos que yo, y grito tu nombre pero solo salen pompas sordas que por supuesto no te llegan, nada te llega aunque no seas sorda, ni ciega.

Nada te llega porque la vida me ha hecho tímido, hermético, desconfiado, gilipollas. No has sido tú. No he sido yo. Ha sido la vida. Valiente excusa.

Y de seguir así, ahogándome sin llamarte, sabrás de mí por mi obituario (¿qué diría mi obituario?), o por mi esquela en el ABC. Pero tú tampoco lees el ABC, ¿verdad?, a ti también te parece repelente Juan Manuel de Prada, ¿verdad? Por eso no puedo ni quiero dejar de llamarte, y te llamo:

– ¿Dónde estás?

– En un tren, camino de Madrid.

– ¿A qué hora llegas?

– A las once y cuarto.

Ni siquiera son las diez. ¿Podré aguantar sin ahogarme hasta entonces? ¿se pondrá mi cara azul? ¿me seguirás queriendo aun transformado en un puto pitufo? ¿serás capaz de tragarte el agua de mi lluvia? ¿querrás ser el filtro de mis impurezas? ¿será tu sonrisa el sumidero que necesito?

¿Llegarás a perdonarme todo el lodo acumulado?

Lección de humanismo etílico

El alcohol, en su justa medida, humaniza. El alcohol, en exceso, deshumaniza lo previamente humanizado. Bajo sus efectos algunos usuarios de mi taxi se vuelven pesados, o incluso violentos (como bien dijo Sabina: «me encantan las drogas y el alcohol, pero no soporto a los drogadictos ni a los borrachos»). Pero también los hay que se vuelven verborreicos, o audaces, o risueños, o cariñosos, o somnolientos, o reflexivos, o nostálgicos, o filosóficos.

Como aquel usuario del sábado pasado (noche de Halloween):

– Mi amigo Josete me dijo que Dios existía, que estaba en todas partes, y esta noche lo busqué en el fondo de una Mahou. Catorce Mahous después, efectivamente, lo encontré ahí flotando. Boca abajo. Ahogao. ¡Hip! – me dijo embutido en su disfraz de koala (lo juro). Al finalizar el trayecto incluso trató de pagarme la carrera con un paquete de chicles sabor eucalipto.

Otros acaban confesándote lo inconfesable:

– Ssé que mi marido me la esstá pegando con la asisstenta. Él sse cree que ssabe que yo no ssé que lo sssé. Pero lo que ssé que él no ssabe ess… lo mío con su primo el de Cádiz – me dijo una mujer de ojos cándidos de camino a su casa.

O les da por llorar:

– ¿Tiene algún problema? – le pregunté a otro usuario afterhours en plena eclosión llantil:

– Lo dejé, snif, hace dos semanas, snif, con mi novia, snif, y estoy, snif, muy feliiiiz…

– Si está feliz, ¿por qué llora?

– Porque no es normaaal, snif, que no la eche de menos, snif, ni una mierdaa… Soy un monstruo, snif, sin, snif, sentimientooos – y en ese punto se rompieron del todo sus lacrimales hasta el final del trayecto.

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Y ante tal catálogo de reacciones etílicas, yo me pregunto: ¿Cuando bebemos nos convertimos en la exageración de nosotros mismos, o sencillamente somos otros?

¿Corazonada o infarto?

Había un hombre tirado en el suelo, un mendigo, solo. Al verle detuve mi taxi, me acerqué a él y le zarandeé.

– ¿Se encuentra bien? – le dije.

El hombre abrió un ojo:

– ¿Es usted médico? – me preguntó con aliento a brick de vino.

– No.

– Entonces llame a una ambulancia, hágame el favor…

– ¿Pero qué le pasa?

– Nada, nada. Sólo estoy simulando un infarto.

– ¿Y para qué quiere usted simular un infarto?

– ¿Ha visto la fachada de este edificio?

Alcé la vista. La fachada del edificio que ahora nos hacía sombra estaba cubierta por un inmenso cartel que anunciaba la candidatura de Madrid para los Juegos Olímpicos de 2016.

– Sí.

– ¿Y qué dice el cartel?

Bajo la silueta de una enorme mano de colores leí:

– «Tengo una corazonada»

– ¡Exacto!

– No entiendo.

– Sólo quiero echarme unas risas, hombre…

– No entiendo.

– Un infarto debajo de la corazonada de Gallardón. ¿No le parece gracioso?

– Pues qué quiere que le diga…

– Que venga una ambulancia y la prensa, me hagan una foto con el cartel encima y escriban: «En paro desde hace dos años, le embarga su piso el banco, se queda en la calle y sufre un infarto bajo la corazonada del alcalde»

– Levántese, ande…

– Es usted un soso. Me ha jodido la broma – me dijo incorporándose.

Ya en pie se marchó caminando calle abajo con su bolsa de ropa vieja en una mano y su brick de vino en la otra.

TODOS los Agentes de Movilidad son bellísimas personas

En plena Gran Vía me mandan parar dos Agentes de Movilidad. Freno, se bajan de sus respectivas motos, se acercan y uno de ellos me dice:

– Caballero, según el Artículo xxx/yy (no recuerdo cuál dijo) está terminantemente prohibido exhibir publicidad en vehículos autotaxis.

– ¿Perdón? – digo confuso.

– El incumplimiento de dicho Artículo está penalizado con una multa de 1.500€.

– ¿1.500€?, ¿publicidad?, ¿qué publicidad?

– Me refiero a la pegatina de 20minutos que lleva usted adherida al maletero de su vehículo.

– Ah, ¿eso? Eso no es… publicidad.

– ¿Y entonces qué es?

20minutos… es… lo que tardo, de media, en cruzar la Plaza de Colón – digo.

Mi interlocutor de Movilidad se pone aún más serio. El otro, sin embargo, comienza a reírse con disimulo.

– Ese logo, caballero, pertenece a un diario gratuito de tirada nacional.

– También. El diario más leído de España, por cierto – añado.

– Es una marca comercial y, por lo tanto, PU-BLI-CI-DAD.

– Pero la PU-BLI-CI-DAD tiene por objetivo incitar al consumidor a COM-PRAR su producto. Y el diario 20minutos, como usted bien sabrá, es GRA-TU-I-TO. La pegatina del maletero no incita a NA-DIE a comprar NA-DA…

– Pero el citado diario, así mismo, contiene PU-BLI-CI-DAD que a su vez incita al lector a comprar los pro…

– Me temo que acaba usted de caer en un bucle – le interrumpo.

– Que no cuela, macho – me dice el otro con media sonrisa en la boca.

– ¿Entonces… me van a multar? – les pregunto (ahora con cara de pena).

– Sí – me dice el serio.

– No – me dice el otro a la vez.

– ¿Sí y no? Eso es… ¿media multa?, ¿750€?

– Hagamos algo – se adelanta el majo -. Retire la pegatina ahora mismo y aquí no ha pasado nada.

El serio le mira, frunce el ceño y se marcha a su moto.

Bajo del taxi para despegar el logo. En esto se me acerca el majo y, tras comprobar que el otro está lejos y no puede escucharle, me dice:

– Tú eres el del blog, ¿verdad? Te leo desde hace tiempo…

– ¿En serio?

– Con lo de La SEXTA me partí la caja.

– Gracias por no multarme, tío.

– Espero que, a partir de ahora, escribas bien de nosotros. Porque como te metas con los Agentes de Movilidad en tu blog, la próxima vez que me cruce contigo te casco los 1.500, ¿de acuerdo?

– Psí.

Moraleja: Los Agentes de Movilidad de Madrid son todos, sin excepciones, unas bellísimas personas a la par que comprensivos, simpáticos y afables.

El dentista psicópata

Sus 3x3x3 entraron en mi taxi a duras penas. Aquel hombre de cabeza planetaria y brazos como sacos de patatas bien podría pesar sus 150 kg. Y no sólo eso: también tenía cara de bruto, nudillos de bruto y tatuajes de bruto.

Aun con todo me llamó la atención su gesto y su forma de decirme:

– ¿Me llevas a… Martínez Izquierdo esquina Brasilia?…

…con la voz temblando, como si aquel armario de tres puertas se hubiera tragado a tres o cuatro tímidos a la vez.

Pero también le vi pálido, sudando.

– ¿Se encuentra bien? – no pude evitar preguntarle.

– Voy al… dentista. Y le tengo pánico.

– ¿Pánico? – exclamé escrutando su envergadura a través del espejo retrovisor. No me podía creer que alguien con ese porte, más bien dado a estrangular jabalíes con sus propias manos, pudiera tenerle miedo a nada.

– No lo puedo evitar – prosiguió -. Soy portero de discoteca y, como militar, estuve dos años destinado en Kosovo. Aun así, te juro que jamás he vivido nada parecido a esto. Y es que en cuanto veo que una aguja entra en mi boca y comienzo a notar cómo se va clavando poco a poco en la encía… ¡ufff! O ese sonidito siniestro del punzón raspándote los dientes, o el ñiii, ñiii, ñiii de la taladradora esa del infierno perforándote una muela mientras la anestesia está empezando a dejar de hacerte efecto justo cuando comienzas a notar que se está acercando al nervio, ñiii, ñiii, y que no puedes hacer nada porque tienes a tres tíos encima y cualquier movimiento en falso podría ser mucho peor… y todo mientras una luz enorme te está enfocando a escasos centímetros de tus narices… ¿conoces algo pero que eso?, ¿conoces peor tortu…? ¿oiga?, ¿se encuentra bien?, ¿oiga?, ¡cuidado con ese coooo…plglkjpjmlsk!

Susurros

Era tarde. La luz de las farolas apenas me permitía distinguir sus labios a través del espejo. Unos labios gruesos, tiernos, como de gominola: Planta carnívora irresistible para las moscas de mis ojos.

Giré dirección Paseo de la Castellana y entonces, el destino se hizo radio y comenzó a emitir la B.S.O. perfecta para esas almohadas de piel:

Un par de compases después y por encima del suave volumen de la radio comencé a percibir un sonido como de hilos de saliva percutiendo entre sí, en clara sintonía con la voz de Noa. Era ella, los labios de ella, esos labios susurrando la canción. Su propia alma en playback, sin cuerdas vocales, ni nada más que carne de sus labios, saliva dulce y viento. Y sólo para mí (espejo y farolas mediante).

Y las ‘eses’ en su boca parecían oasis en el desierto de mis tímpanos. Y en cada ‘de’ que pronunciaba (siempre en silencio líquido) asomaba levemente la punta de la lengua por entre sus dientes. Las ‘kas’ se me antojaron orgías de velos y paladares, y con las ‘ies’ arrugaba la nariz, y con ella la expresión de sus ojos, y con ellos todo el mundo de mis sentidos.

Y sus labios llegaron al estribillo:

– I can read your mind… – susurró.

– Ojala… – susurré yo por dentro.

Gran Vía

Nadie alza la vista. Ahora entiendo por qué: el cielo aparece comprimido. El cielo de la Gran Vía no es más que otro archivo visual en Mp4.

A la altura de los ojos de mi taxi transcurre todo lo demás: fachadas y carne. Bolsas de la Fnac y peinados despeinados. Pantalones por las rodillas, culos de mal asiento y bocas precintadas por brackets diciendo a gritos: «soy independiente y en mi casa no lo saben». Gays que salen del guetto a respirar aire hetero y separan sus manos, sin mirarse, mientras cruzan de acera.

Una homeless de 120 kilos. Cuatro Agentes de Movilidad echándose un cigarrito entre pecho y espada. Un limpia-botas filósofo. Dos ancianos caminando con la cabeza gacha. Tres enamorados distraídos. Cinco adolescentes con los ojos en la nuca (que no saben deletrear el nombre de la pastilla que llevan bajo la lengua).

Mil japoneses haciendo fotos al chicle que acaba de pisar uno de ellos. Cuatro putas de Tarifa Plana compartiendo un Gelocatil. Un coche que pita a otro coche que pita a otro coche que me pita a mí. Quince taxis libres delante de mi taxi libre.

El útero de un cine convertido en H&M, las cenizas de otro cine comprado por Caja Madrid, un teatro Movistar. Escupideras patrocinadas por la empresa del cuñado de la madre del sobrino bastardo del concejal de Cultura. Y con tu voto, de regalo, una lobotomía.

Ahora pasa una limusina blanca, larguísima, y nadie le hace ni puto caso. Un niño llora porque se le ha caído la bola de su helado al suelo: El niño más triste de toda la calle. Y del mundo.

Bajo la ventanilla y saco la cabeza: huele a piel centrifugada. Huele a ocre. A piedra de mechero. A taxistas con Parkinson. A vida después de la vida.

Gran Vía es la pieza de un puzzle al que le falta una pieza.