Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Un mechón de pelo rubio

En mi taxi. Un niño berreando detrás de mí, y su madre a su lado, gritando al padre:

-Te dije que bajaras a comprar aspirinas, Tomás. ¿Te lo dije o no te lo dije? Ya verás cómo mañana se te vuelve a olvidar, ya… ¿Y el cupón? Tampoco te acordaste del cupón, ¿verdad? Mira que como toque…

Tomás, sin embargo, se mostraba impasible, ausente del niño y de la madre. Sentado delante, a mi lado, miraba a la calle como si nada, sonriendo incluso.

Luego entendí por qué, o al menos intuí el motivo de su ausencia. Al bajar la vista, junto a la palanca de cambios, encontré sus dedos acariciando algo que le sobresalía del bolsillo. Parecía un mechón de pelo rubio. Jugaba con el mechón tal vez soñando, imaginando otra vida con otra mujer (el cabello de la suya era moreno, rizado y más grueso) y sin hijos que berrean en los taxis.

En esto me pilló mirando su amuleto, pero en lugar de sonrojarse, sonrió. Luego, me acercó con disimulo el mechón de pelo de su bolsillo, como instándome a que yo también lo acariciara. Y así lo hice: con la excusa de cambiar de marcha, toqué las puntas del mechón con el meñique. Aquel tacto me produjo un efecto ansiolítico sin precedentes, hasta tal punto que dejé de escuchar yo también los gritos de su mujer y los berridos del niño.

Al ver mi rostro sosegado, Tomás me guiñó un ojo. Yo le devolví el guiño como muestra de complicidad, pero debió de interpretar mi gesto de otro modo, ya que después extendió su brazo hasta mi rodilla y comenzó a acariciarla, a apretar mi muslo y a subir la mano en dirección a mi entrepierna. 

Le paré en seco, retirándole la mano con violencia. La mujer, por su parte, no se enteró de nada. Seguía reprochando en voz alta y el niño llorando, a su aire.

Llegamos a su destino, me pagó ella y bajaron los tres de mi taxi.

Ya solo, pensando en lo ocurrido, comprendí que aquel mechón rubio no correspondía a otra mujer:

Era de un hombre.

Tan cerca es la distancia

Una postpuber tomó mi taxi en la Glorieta de Bilbao:

-Me lleva primero a la Ciudad Universitaria, recogemos a una amiga, y después nos lleva al centro.

-¿A qué calle de la Ciudad Universitaria?- pregunté accionando el taxímetro.

-Aún no lo sé. Vamos yendo y ahora le digo.

La chica sacó de su bolso una BlackBerry y se dispuso a teclear muy rápido, con ambos pulgares. Al instante sonó un pitido. Leyó algo y lanzó una sonrisa. Volvió a teclear. Otro pitido.

Sin quitar la vista de la pantalla me dijo:

-Vale. Mi amiga nos espera junto a la Facultad de Ciencias de la Información.

Dicho esto continuó tecleando y sonriendo. Cada pitido era una nueva sonrisa que acompañaba con gestos: alzando y arrugando las cejas, abriendo los ojos como platos, o incluso afirmando y negando con la cabeza. Se notaba embebida por el chat que mantenía con su amiga, la misma con la que habría de encontrarse minutos después.

-¿Cuánto queda? -me preguntó en voz alta.

-Nada. Tres minutos.

Se lo escribió a su amiga, otro pitido y sonrió de nuevo. Parecía evidente la perfecta conexión y buen rollo entre ambas.

Llegamos y ahí nos estaba esperando su amiga, con el móvil en las manos, tecleando a mi usuaria (y sonriendo también), sin levantar tampoco la vista, al menos hasta que detuve mi taxi a su altura. Entonces guardó el móvil en el bolsillo, abrió la puerta, tomó asiento junto a la otra y se dieron dos besos:

-Jo, tía. Cómo te has pasado con lo de Jaime- dijo la recién llegada.

-Ya, tía. Qué risa.

Para mi sorpresa, tras decir esto, las dos se quedaron calladas por un momento, como cortadas o abrumadas por la presencia física de la otra. De hecho, fui yo el que consiguió romper su hielo:

-¿Dónde os llevo ahora?

-A la calle Quintana, ¿no?- dijo la primera.

-Sí. A Quintana esquina Tutor- añadió la otra.

El resto del trayecto fue algo tenso. La total confianza que demostraban vía móvil se convirtió en cierta distancia incómoda en persona, como si su mutua desvirtualización sumara barreras en lugar de restarlas. Continuaron con aquella conversación sobre el tal Jaime, pero ahora medían cada palabra. Ya no había bromas, entrecortaban las frases y se tocaban nerviosas el pelo. Parecían forzadas, distantes.

En esto una de ellas propuso a la otra escribir un Whatsapp a una tercera, con la excusa de la anécdota de Jaime, y al instante sacaron sus teléfonos, con sensación de alivio, y comenzaron a escribir y a reír y a relajarse. Sólo cerca cuando es lejos. Sentí miedo.

Hermano lobo

Dan ganas de quemar periódicos, de apagar la tele, silenciar la radio. Dan ganas de conectarse a internet sólo para enviar y recibir powerpoints de gatitos, nada más. Ni Facebook ni Twitter ni blogs, por si el enfado. Policías que llaman «enemigo» al ciudadano, niñas empotradas contra un coche. Recortes en educación, en sanidad, barra libre al despido. Aquí sólo se salvan los de siempre.

Dan ganas de enseñarle al mundo mi dedo medio. Voltear la realidad y vivir entre ficciones. Inventar, escribir y leer mundos inventados hasta que todas las corbatas se conviertan en aspas de molino.

Pero hoy ha sucedido algo que sucede cada día. Ha sido en mi taxi, como siempre, al final de un trayecto, de todos los trayectos realmente. He dejado a un hombre en su destino (un hombre mayor, de ojos vidriosos) y al tenderme el importe del trayecto, ha rozado la palma de mi mano con sus dedos. Ha sido sólo un instante, pero en esa fracción de segundo he sentido el tacto de su piel. Una piel cálida, como todas las pieles (es la sangre que circula). Unos dedos cuyas huellas tocaron millones de cosas, también otras pieles con sangre por dentro. Un ser vivo rozando a otro ser vivo. Y yo no conozco a ese hombre (sólo de un hola y adiós, un origen y un destino). Tal vez fuera un cabrón en su pasado (o lo siga siendo), quizás esos dedos firmaron sentencias de muerte o apretaron gatillos, pero hoy me han rozado y yo le he rozado a él. Y estamos vivos. Los dos. Sin matices.

Los cuernos de Sara

Eran siete amigos, cuatro chicas, que habían salido a celebrar lo que ellos mismos denominaron «los cuernos de Sara». La despechada en cuestión tomó asiento a mi lado y el resto se repartió entre mi taxi y otro, que nos siguió de cerca. Todos estaban visiblemente borrachos. También Sara. Como suele pasar en estos casos, en seguida tomaron confianza: los tres de atrás comenzaron a cantar la música de mi taxi (Radiohead) y mientras, casi entre gritos, Sara me contó su historia:   

– Llevábamos 4 años juntos, con fecha de boda para agosto de este año, y justo ayer me entero por terceros que me ha puesto los cuernos con media empresa. Que me los llevaba poniendo desde el primer día. Unos cuernos detrás de otros, ¿te lo puedes creer?

– ¿En qué trabajas? – pregunté.

– En una fábrica de pan.

– Vaya.

– ¿Cómo te llamas? – me preguntó ella.

– Daniel.

– Yo soy Sara.

Aprovechando el semáforo me tendió la mano. Una de sus amigas, atenta a mi conversación con Sara, soltó:

– Vente a tomar algo, Daniel. Aparca el taxi y tómate algo, que la chica necesita consuelo.

– Venga, sí. Tómate algo – volvió Sara.

Como nunca tengo nada que perder, con el mismo importe de aquel trayecto, invité a Sara a una copa. La discoteca era espantosa (música disco de pésimo gusto y un ambiente de mal beber), pero conseguí mantener una excitante conversación con Sara, levantarle la tapa de los cuernos a base de preguntas cabronas y silencios suicidas. Por el volumen de la música tuvimos que hablar muy de cerca, con mi boca casi en su oreja (y su aliento y su calor en la mía), rozándonos mejilla con mejilla, dejándonos rozar. Como dije, estaba borracha y confusa: necesitaba algo. Sacarse de sí, de sus problemas, sentirse guapa (lo era), perderse el respeto por una noche, buscar su daño colateral, un mensaje contundente: ahora soy yo, manejo mi propia vida. Por eso ella también aprovechó mi cercanía para sentir el contacto de mi piel, el calor de mis palabras en su cuello. Por eso mis labios comenzaron a jugar con su lóbulo, rozándolo mientras le hablaba, y ella se dejó rozar, acercó también su cuerpo, sus pechos en contacto con mi pecho, girando poco a poco la cabeza, huyendo poco a poco de sí misma. Y en ese sensual cortejo, ella me acercó su cuello y comencé a besarlo despacio, suave, húmedo. Se separó por un momento, y aproveché su rostro al frente para besar también sus labios. Y ella, en fin, se dejó besar.

Tres copas y mil besos después acabamos en mi casa. Sin mediar palabra, Sara buscó mi cama y se tumbó, como asumiendo un final que no sabía si quería. Ahora me miraba con cierta frialdad: por primera vez noté distancia. Yo me tumbé a su lado y con mis ojos clavados en los suyos busqué su pantalón vaquero. Comencé a desabrochar sus botones uno a uno y fui metiendo, muy despacio, la mano (por debajo de la fina seda de su tanga) hasta alcanzar su sexo. Estaba húmedo, más de lo que esperaba. Me dispuse a acariciarlo y entonces su rostro, su gesto, se fue transformando. Era esa mezcla entre el deseo y la ira, entre las ganas y el luto. Sara me miraba como sin poder evitar encontrar en mi mano y en mis ojos a su reciente exnovio, los cuernos que no hubo tiempo de asimilar, un dolor anestesiado por las copas, ese cambio de rumbo radical, ese futuro recién truncado. Cerraba los puños e intentó retener sus gemidos hasta que no pudo más: sufrió un orgasmo intenso pero raro, inocente y sin embargo culpable.

Entonces me dio la espalda y yo le di la espalda a ella. Me dormí en seguida. Supongo que ella no pudo. 

Y al despertar, por supuesto, ya no estaba.

Sueño común múltiplo

No usé drogas, lo juro. Se durmió ella sola. A veces el sueño llega sin quererlo. Morfeo es un virus que vive del aire. Ella no pretendía dormirse ahí, en el asiento trasero de mi taxi, pero las calles de aquel trayecto eran monótonas, la música suave y yo esta vez conducía como dando un masaje al asfalto.

Llegó un semáforo y me fijé en ella. Se daba un aire a Rebeca, aquella novia que me duró tres cines, pero con los labios más gruesos y el pelo más largo y rizado. De hecho, un rizo rebelde tapaba su nariz y al respirar se movía en espiral como un tifón sobre el oasis de su boca. 

También tenía los dos primeros botones de su abrigo desabrochados, la solapa entreabierta y, debajo, un escote pícaramente marcado por su postura, hinchado pero no demasiado, copa B tirando a C.

Se abrió el semáforo. Entonces perdí el interés de ser taxista: me eché a un lado, tiré de freno de mano y me colé por entre los asientos como una lagartija hasta alcanzar su cuello. Olía a mezcla de piel recién planchada y cítricos. A refugio acolchado. A ganas. Tampoco pude ni quise evitar caer en la tentación de presionar con cuidado mis dedos sobre su yugular: 73 pulsaciones por minuto. Me tranquiliza comprobar que los usuarios de mi taxi están vivos.

Sus párpados se movían. Estaba, sin duda, en fase REM, así que aproveché el profundismo de su sueño para posar muy lentamente mi cabeza sobre su escote. Lo noté caliente. Y blando como tal vez lo sea el cielo. Y ahí me quedé hasta que a mí también se me cerraron los ojos. Poco a poco. Sin poder evitarlo. Me dormí.

Desperté en mi casa, en mi cama, junto a mi patito de goma Made in Hong Kong. Todo había sido un sueño. Soñé que yo soñaba aprovechando que ella soñaba.

En cualquier caso, necesito echarme novia. Urgente.

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Si quieres ser mi novia (o en su defecto, mi novio) sígueme en twitter: @simpulso

Carga tu iPhone por 6,85€

Era una urbanización cerrada, apartada de todo. Un auténtico infierno teniendo en cuenta que el bar más próximo se encontraba a no menos de 3 kilómetros. Yo trataba de buscar la salida con mi taxi libre, girando a izquierda y derecha según las indicaciones del GPS.

Ya en el acceso principal de aquel laberinto, un hombre apostado en una parada de autobús me mandó parar. Me detuve a su altura, se acercó a mi taxi y en lugar de abrir su puerta me hizo un gesto para que bajara la ventanilla.

– ¿Tiene un cargador de iPhone? – me preguntó.

– ¿Cómo?

– Que si tiene un cargador de iPhone. Me acabo de quedar sin batería.

– Mmm… Sí. ¿Pero le llevo a algún sitio?

– No, no. Estoy esperando al autobús. Si no le importa esperar aquí conmigo mientras yo cargo mi iPhone… Ponga el taxímetro en marcha y cuando venga el autobús yo le pago lo que marque, ¿vale?

– De acuerdo – dije.

El hombre me tendió su teléfono y yo lo conecté a la toma del taxi. Luego accioné el taxímetro.

– ¿No prefiere entrar en el taxi hasta que llegue su autobús? Ahí fuera hace frío.

– Bien. De acuerdo – me dijo y tomó asiento a mi lado.

El hombre era parco en palabras. Para romper el hielo le pregunté que cuánto tardaría en llegar su autobús; me contestó que unos diez minutos. Luego se hizo el silencio. Un silencio incómodo, raro. El hombre miraba su iPhone como quien espera en la cola de la narcosala. Era una mezcla de decoro y urgencia, de deseo y síndrome de abstinencia.

– ¿Si acelera usted el motor cargará más deprisa? – me preguntó de repente.

– Me temo que no – le dije.

Minutos después advertí por el espejo retrovisor la llegada de su autobús. Paré el taxímetro, el hombre me pagó los 6,85€ de la no carrera, y bajó del taxi.

Aquel fue, sin duda, el trayecto más corto de mi vida. Pero le añadió un nuevo argumento a mi teoría del caos: Nos estamos volviendo irreversiblemente locos.

Dios punto cero

En la parada de taxis de Ópera me llegó al móvil el aviso de una solicitud de contacto vía Bluetooth. Me hizo gracia el nick del remitente: DIOS PUNTO CERO. Así que lo acepté.

Al instante me llegó un mensaje del recién agregado:

«Bienvenido a mi Reino»

«Un honor, Señor. ¿O puedo tutearle?», contesté no más que por seguirle el juego.

Aquel bromista no podría andar muy lejos. El radio máximo de acción del Bluetooth apenas alcanza unos metros a la redonda. Tal vez se tratara de algún otro taxista de mi misma parada, o cualquiera de los chavales que esperaban al autobús, con el móvil en la mano, justo al otro lado de la calle.

«Sé en lo que estás pensando», volvió DIOS PUNTO CERO.

«En efecto. ¿Qué llevas puesto?», contesté bromeando.

«Una hoja de parra. Y mi largo cabello rubio me cubre los pechos». Aquella inesperada respuesta suya me excitó. Bien podría tratarse, en efecto, de una mujer. De hecho, había una taxista justo delante de mi taxi, y otra mujer más sentada en la parada del autobús, las dos manejando sus móviles. Tal vez fuera alguna de ellas.

«Soy el tercer taxista de la parada. ¿Dónde estás tú?», escribí nervioso.

«Estoy dentro de ti». Esto me excitó aún más.

«¿Y qué ves en mí?», pregunté al instante.

«Te preocupa algo que sucedió ayer. Hiciste mal en abrir aquel correo de Beatriz».

Hice una pausa, absorto.

«Esto no ha tenido gracia. En serio, ¿quién eres?, ¿dónde estás?» contesté desconcertado.

«Ya te lo he dicho: dentro de ti. Pero no te apures. Me he puesto en contacto contigo para ayudarte».   

 «¿Cómo sabes lo del mail de Beatriz?»

«Perdiste tu oportunidad. Ahora que Beatriz se va a casar con otro, no te queda más remedio que olvidarla. Yo puedo ayudarte. Sólo tienes que seguir mis instrucciones».

«Dime».

«Borra su contacto de la agenda de tu móvil. Si lo haces, también borrarás su recuerdo».

Miré a mi alrededor. Ahora estaba solo en la parada de taxis (los taxis que me precedían ya se habían marchado) y el autobús también había vaciado la otra parada. DIOS PUNTO CERO no era ninguno de ellos.

Pese a lo incomprensible de aquella situación, le hice caso. Accedí a mi agenda del móvil y borré el contacto de Beatriz. De inmediato, me llegó otro mensaje de DIOS:

«¿Quién es Beatriz?».

No supe qué contestar a eso:

«¿A qué Beatriz te refieres?».

«Perfecto. Ahora márchate de aquí».

Arranqué mi taxi e inicié la marcha. Mientras me alejaba de la plaza pude ver, apoyado en la fachada del Teatro de la Ópera, a un hombre con aspecto de mendigo siguiendo mi estela con la mirada. Al pasar junto a él, me guiñó un ojo. Dos calles después perdí el contacto de DIOS PUNTO CERO en mi móvil.

¿Sería él? ¿Por qué me preguntaría por una tal Beatriz? No entiendo nada.

Dos hombres y un suspiro

Prometes cambiar los muebles de sitio, ahora sí. Quique es un tipo sensato, un regalo caído del cielo que no conviene desperdiciar. Te cuida, te mima, te quiere y soporta tus neuras. Y además es guapo, joder, y tiene charla, ¿qué más quieres? Y si te jode no encontrarle ni un solo defecto, no te culpes: son los posos del rencor de tu pasado, que te nublan el juicio. En cualquier caso, te halaga que alguien como Quique se haya fijado precisamente en ti y precisamente ahora, bloqueada y sumida como estás en ese lastre llamado Luis.

Luis es era todo lo contrario. Egoísta y mujeriego. Menos atractivo que Quique y menos atento también. Menos TODO a fin de cuentas. Pero sigues pensando en él. A veces sospechas que el defecto es tuyo, que Luis es tu particular tara, tu defecto de fábrica: un tumor con metástasis. Y sabes que es su posesión lo que te atrapa. Tenerle para ti en exclusiva, que se enamore de ti o que sufra por ti. Que te llame y te diga: Te echo de menos. Nunca lo hizo, ni lo hará. Tal vez si lo hiciera, tal vez si Luis se mostrara sumiso y cobarde o humillado de amor, conseguirías al fin olvidarte de él. Podrías, quizás, pasar página y centrarte en Quique aunque aún no le quieras: el amor viene cuando conviene aunque se llame cariño, paz o inercia. Sabes que Luis te hace tanto mal como bien te haría Quique. Lo sabes y no puedes evitar la sinrazón.

Y aunque hace meses que no sabes ni quieres saber de Luis, no puedes evitar vivir pegada a tu BlackBerry. Necesitas tu dosis diaria de cielo e infierno. Los mensajes lindos de Quique y los agónicos silencios de Luis. La reconfortante seguridad del halago y la insoportable incertidumbre de la duda. ¿Y si Luis te manda un WhatsApp precisamente hoy?

Pero hoy, desde las once de la mañana, la conexión a internet de tu BlackBerry no funciona. Y son las diez y media de la noche. Llevas horas intentando el acceso una y otra vez, llamando al servicio técnico, sumida en el fango de la incertidumbre. No hay pirpopos de Quique, ni certeza de Luis.

No te importa siquiera que yo te mire fijamente, a través del espejo, mientras te llevo a casa en mi taxi. Tu pequeño mundo es demasiado complejo para atender a la trivial mirada de un taxista cualquiera.

Llegamos a tu destino, me tiendes un billete y vuelves a mirar tu BlackBerry y sigue sin conexión. Sales del taxi, te detienes. En un arranque de furia lanzas con todas tus fuerzas la BlackBerry al suelo. El aparato se rompe en mil pedazos.

Salgo del taxi. Me pongo en pie. Te aplaudo.

Me sonríes. Suspiras. Te marchas.

El taxista que acabó siendo nadie

El chico geek tomó asiento a mi lado y, nada más indicarme su destino, sacó su BlackBerry y se aisló de mí. Yo recién había recibido un timbre de mensaje en la mía (un modelo exacto al  del chico), así que aproveché el siguiente semáforo y me dispuse a leer el WhastApp recibido y a contestarlo después. Era Paula, un proyecto de amor progresivo. Solemos hablar a diario, seduciéndonos con calma.

«¿Qué haces?», me había escrito. «Pensar en ti», respondí yo.

Se abrió el semáforo. Con el rabillo del ojo vi que el chico también andaba escribiéndose, también vía WhatsApp, con otra tal Paula (hay muchas Paulas, pensé). Su conversación parecía bastante más animada; escribía y recibía a toda velocidad. Él sonreía a cada mensaje de ella.

En el siguiente semáforo le escribí a Paula, a mi Paula, la coincidencia. Ella me envió una sonrisa y luego seguimos chateando por otros derroteros, de su día y de mi día, de cuándo vernos, de aquellos tímidos besos pendientes. Pero yo, mientras tanto, no podía evitar mirar al chico con disimulo. ¿De qué hablará con su tal Paula?, ¿por qué sonríe constantemente? 

Sin pensarlo, en un arranque de curiosidad o tal vez de envidia, le dije:

– Noto floja la rueda delantera derecha. Creo que hemos pinchado.

– ¡No jodas! – me dijo el chico.

– ¿Podrías, si no te importa, mirar la rueda un momento?

Paré en el arcén, el chico dejó su móvil sobre el salpicadero y salió del taxi a mirar la rueda. En esto, cambié su BlackBerry por la mía. Al volver me dijo:

– Parece que está bien – me dijo.

– Qué raro… Será el amortiguador. Gracias de todos modos.

El chico volvió a coger la BlackBerry (la mía) y se dispuso a continuar chateando. Para mi sorpresa, tras escribir un nuevo mensaje, recibió otro de mi Paula y él sonrió y volvió a escribir. Ninguno de los dos parecía haber notado nada.

Yo traté de hacer lo mismo. Escribí a su Paula: «Ya voy por Callao. Este taxista es una máquina».

«Descríbeme al taxista» me escribió su Paula. Siguiendo el juego comencé a describirme a mí mismo. El chico, por su parte, continuaba riéndose con mi Paula.

En esto me dijo:

– Cambio de planes. Llévame a la calle Serrano número 25.

Ahí vivía mi Paula. Por miedo o vergüenza a confesarle el cambiazo, me mordí la lengua y le llevé.

Al pagarme y bajarse de mi taxi, en el portal de Paula y con mi móvil, me contestó su Paula:

«Ya no me haces gracia. Chao».

Lo apagué. No he vuelto a saber nada de su Paula (volví a encenderlo, pero me falta el PIN). Tampoco he vuelto a tener noticias de mi Paula. Y mi móvil, que se llevó el chico, no da señal. Y ya no sé quién soy. Tal vez nadie.

La anciana asesina

Era una anciana de aspecto adorable (arrugas suaves, ojos blandos, gesto simpático). Subió a mi taxi con cierta dificultad. Tras cerrar su puerta me saludó («Pues aquí estamos, hijo») y me indicó un destino cercano. Resuelto mi itinerario mental pensé que sería mejor girar la primera a la derecha, pero al tratar de hacerlo ella me corrigió y me dijo que siguiera recto, estirando también su brazo por entre los asientos, señalando la calle.

En esto, con su mano a mi altura, algo en su dedo erguido llamó mi atención. Tenía sangre seca alrededor de la uña, una línea roja en su cutícula.

¿Sangre seca en una uña?, me pregunté. Pudiera ser el rastro de sangre ajena. Tal vez la sangre de su difunto esposo después de forcejear con ella. Quizás detrás de ese rostro angelical se encuentre una auténtica psicópata capaz de degollar a su propio marido con sus manos, arañándole la yugular hasta verle desangrarse poco a poco. Y todo ello ante la atenta mirada de sus nietos amordazados en el sofá, con fórceps en los ojos para impedirles parpadear mientras la tele emite una grabación del Sálvame Delux en bucle. «Vosotros seréis los próximos» habría dicho la anciana, y en esto el padre de las criaturas, hijo de la anciana, aparecería por sorpresa en la casa (salió pronto del trabajo, hubo una amenaza de bomba en la oficina) y ella saltaría sobre él para morderle en el cuello hasta acabar también con su vida. Por eso ahora no tiene dientes. No consiguió desencajar su dentadura postiza de la nuez de su hijo y tuvo que salir de casa sin ellos. Y ahora tomó mi taxi para comprar un saco de cal viva con la que disolver los cadáveres, uno a uno, en la bañera. En efecto su destino es, ni más ni menos, una droguería. Todo encaja.

– Es aquí. ¿Qué le debo? – me preguntó la anciana abriendo su bolso.

– Nada, nada – dije con la voz temblando, muerto de miedo.

– Ah, pues gracias. Muy amable – me dijo y salió del taxi, caminando despacio, hasta entrar en la droguería.

Y con el corazón a mil, arranqué quemando ruedas.

– O tal vez, aquella marca de sangre en la uña se deba a un padrastro mal curado – me dijo, horas después, mi psiquiatra.

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Detalle de la foto: La anciana de esta historia leyendo esta historia.