Me desperté con un fuerte dolor de cabeza (provocado, supuse, por el golpetazo que me había dado la noche anterior tratando de hacer el salto del Pato).
Soy muy aprensivo en lo que respecta a los dolores (¿y si es un derrame?, ¿o una embolia?) así que, sin pensármelo dos veces decidí acudir al Ramón y Cajal para que me hicieran un scanner y salir de dudas. Así que me vestí rápido, bajé a la calle y busqué un taxi.
Entonces me ocurrió algo sorprendente. Tras tres tristes taxis ocupados conseguí parar uno libre y, al montarme, palidecí: ¡No podía ser!, ¡El taxista era yo mismo! Por alguna extraña razón (el golpe, quizás), mi cuerpo se había desdoblado en dos para juntarnos, azar mediante, en mi mismo taxi.
El taxista, osea, yo, osea, él, al verme, también se quedó pálido (los ojos como faros halógenos y la boca en cuarto creciente)
– ¡Pero si soy yo! – me dije al taxista.
– ¡Pero si soy yo! – me dije al usuario.
– ¿Me puedo llevar, por favor, al Ramón y Cajal? – me pregunté desde el asiento de atrás.
– Eh… ¡claro! – me dije accionando el taxímetro.
Lo que siguió fue la conversación más rara que he mantenido nunca en mi taxi. Hablaba, me veía y me escuchaba a la vez.
– ¿Y te duele mucho la cabeza? – me pregunté (por preguntar algo).
– Tú sabrás. Menuda hostia te pegaste anoche con la mesilla… – me dije, con tono despectivo.
Al llegar el taxista, o yo, me dije/dijo que si quería que me esperara para saber qué tal había ido la prueba.
– Si quieres te llamo por teléfono y te cuento – me dije.
– Si me llamas por teléfono, comunicarás; tenemos el mismo número, gilipollas… – me dije el taxista. – Mejor te espero aquí, y cuando salgas te llevo a casa.
Su/mi taxímetro marcaba 9,80€.
– ¿Te dejo algo de señal, o te fías?
– No te soporto…
En el hospital, un médico clavadito a Barack Obama (pero en blanco), me hizo el correspondiente scanner. No tenía nada (todo estaba en su sitio), pero por si acaso me dio una pastilla que me hizo efecto en seguida.
El dolor de cabeza desapareció antes de que la pastilla me llegara al estómago. Salí del hospital feliz, corriendo a contarle a mi otro yo que no tenía una embolia, ni un derrame, ni nada, pero mi/su taxi ya no estaba. Mi otro yo se había esfumado.
Ahora estoy confuso. No sé qué hacer para encontrar mi taxi. No sé dónde se habrá podido meter mi otro yo: Mi yo taxista.