Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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La historia oculta de unas tetas de silicona

-Mi padre murió el año pasado y con el dinero de la herencia me operé las tetas. No sé por qué te cuento esto; voy pelín borracha, pero me has parecido un tío majo y además eres joven y seguro que ya habrás escuchado de todo en el taxi. A lo que iba: mi padre murió en julio, arreglamos los papeles en septiembre, y en octubre me aumenté un par de tallas. Me lo gasté íntegro, los 4.215€. Es más, cuando fui a la clínica, le dije al cirujano que me quería poner tetas por valor de 4.215€; que cuántas tallas sería eso más o menos. Yo no tenía ni pajolera idea de lo que costaba la operación, pero me daba remordimiento de conciencia tener ese dinero ahí, pudriéndose en el banco: ese dinero olía a muerto, tú ya me entiendes. Al final me pusieron un par de implantes de silicona y la verdad es que me quedaron unas tetas de fábula. Estoy contenta con el resultado, de veras te lo digo, pero ahora que estamos en confianza te confieso que me acaba de pasar algo muy muy muy heavy. No sé… necesitaba contárselo a alguien y chico, me has venido a huevo. Puedo tutearte, ¿verdad?

-Por supuesto -dije yo a través del espejo del taxi.

-Bueno, pues el otro día, hace un par de días o tres, fui a un bar con una amiga, un afterwork de esos de gintonics pijus máximus, ya sabes, y en esto me doy cuenta de que al otro lado de la barra hay un hombre super apuesto (aunque algo mayor para mi gusto) que no para de mirarme no sé si a mí o a mis tetas. Se marcha mi amiga un momento al baño y va el hombre, se me acerca, se presenta muy educado él, y nos ponemos a hablar. La verdad es que el tío era, es, un embaucador. Tenía una labia increíble. Bueno, a lo que iba: Vuelve mi amiga del baño, se la presento, y bla, bla, bla, nos invita a otra ronda y al final nos acabamos dando el número de teléfono. El tío, encantador, me llama al día siguiente, y me insiste en quedar para cenar hoy mismo en un restaurante de la de Dios. Y entonces pensé, por qué no. Así que quedamos, cenamos, risas, vino, copas, y va después y me invita a su casa, y al final pasa lo que tenía que pasar. Me lleva al dormitorio, comenzamos, ya sabes, con los sobeteos, me quita el vestido, el sujetador, y justo cuando me está comiendo las tetas, con perdón, comienza a entrarme una paranoia de la leche. Ya te dije que era mayor, pero el caso es que así tan de cerca me dio por pensar que podría ser mi padre. No sé… se daba un aire,incluso tenía la misma cicatriz detrás del cuello, y más o menos tenía la misma edad que mi padre cuando murió. Pero con todo y con eso, me dejé hacer. Y me da mucha vergüenza decirte esto, pero en plena confusión te juro que nunca antes me habían echado semajante polvazo. Imagínate a un tío clavadito a mi padre comiéndome, con perdón, los pezones, y yo mientras imaginando que está intentando succionarme igual que un bebé, pero no la leche materna, sino la silicona que precisamente llevo gracias a la muerte de mi padre. Y ahora no sé si estaría bien volver a quedar con él. ¿tú qué crees?

-¿Yo? Creo sinceramente que necesito unas vacaciones.

La raza urbana

ciudad

Urbanita es el que encuentra la belleza en las flores de plástico. Es la locura de dormir en un décimo quinto piso con vistas a ti mismo. Es conocer los gustos musicales o la frecuencia amatoria del vecino de abajo aunque jamás hayáis cruzado ni media palabra. Es caminar con la vista pegada a tu teléfono móvil, sujetando el aparato con ambas manos como quien maneja el volante de sus propios pasos. La gente se tropieza porque no mira al frente y ya pasó de moda pedir perdón. Te chocas con alguien y te jode porque perdiste el hilo de lo que estabas leyendo en la pantalla. Incluso caminando, no puedes evitar comunicarte vía twitter o whatsapp o facebook o tuenti con gente que no conoces en persona. Gente que miente hasta en su foto de perfil. Tal vez estés chateando por el móvil con el mismo tipo con el que acabas de tropezar, o con tu vecino de abajo y tú sin saberlo. Le cuentas tus intimidades a un chaval de Soria, pero en el ascensor hablas del tiempo y te sientes incómodo.

Un hombre sube a mi taxi y baja su ventanilla buscando ese chute diario de dióxido de carbono. Pasan cinco ambulancias, cuatro coches de policía y tres camiones de bomberos, y el hombre se mira las uñas. Las sirenas en la gran ciudad no tienen escamas, ni seducen al marinero. Aquí sólo gritan, pero es un grito imperceptible para el urbanita. Nos hemos vuelto inmunes al grito, a la emergencia ajena. Somos duros como esos cuchillos que anuncian por la tele, pero lloramos al ver a un niño chino abrazar a otro niño chino en el canal proezas de YouTube. Salimos a la calle desconectando el alma mientras subimos la música (con esos cascos en las orejas cada vez más enormes), como buscando un aislamiento cada vez más perfecto. Los trayectos son solo un trámite patrocinado por carteles de lencería fina, compañías eléctricas, tallas 36, tratamientos para frenar la calvicie o depilación láser. Más pelo para ellos, menos pelo para ellas y cochecitos para bebés con frenos de disco testados por la Unión Europea. Y amor a la carta: cumplimenta el formulario y nosotros encontraremos a tu pareja ideal.

Y cuanto más juntos, más solos. Por eso el urbanita coge taxis. De espaldas al confesor es más fácil hablar por hablar.

Entre la espalda y la pared

back

La chica de la foto durmió conmigo anoche. Nos conocimos en un café. Ella leía un libro en la mesa de enfrente y se me ocurrió acercarme y abordarla de un modo original:

-Disculpa, ¿te apetece follar conmigo?

Ella cerró el libro, me miró, soltó una carcajada y me dijo:

-¿Perdón?

-Me has entendido perfectamente.

-¿Me estás pidiendo que me acueste contigo?

-No. Dije follar. Aunque si prefieres hacerlo en una cama, por mí perfecto.

-¿Y qué te hace pensar que te diré que sí?

-Tu libro.

-¿Mi libro? ¿Acaso se titula «Follo con desconocidos»?

-No. Pero está escrito por Anaïs Nin.

-¿Y..?

-¿Puedo sentarme?

-Adelante.

-Veamos… nadie lee a Anaïs Nin por casualidad, y menos «Henry, su mujer y yo». Me inclino a pensar que tu obsesión por la figura de Henry Miller te llevó a mostrar, digamos, cierto interés por la única mujer que consiguió cautivarle. Intuyo que has leído Trópico de Cáncer (varias veces), Trópico de Capricornio, Sexus, Nexus, Plexus… ¿me equivoco?

-No. ¿Pero qué tiene que ver eso con querer follar contigo?

-Miller era un perfecto hijo de puta, un misógino y sin embargo el genio más sucio que ha dado la literatura. En el fondo te sientes atraída por ese tipo de hombres, ya sabes: viscerales, seguros de sí mismos aunque con tendencias autodestructivas, impermeables con el amor. Pero también por ese estilo de mujer capaz de enamorarlos. Lees a Nin porque quieres saber cómo demonios consiguió conquistar a alguien así. Quieres aprender de ella para hacer lo mismo.

-¿Y?

-Que yo soy otro perfecto hijo de puta al que no conseguirás enamorar. Tómalo como un reto.

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Nota: Contra todo pronóstico acabamos en su casa. Después de un par de horas al más puro estilo Miller, cayó rendida y yo me quedé un buen rato observándola. Estaba preciosa. ERA preciosa. Tan dura a ratos y sin embargo frágil. ¿Y si sucede a la inversa y Anaïs, en el fondo, soy yo? Fui yo quien dijo que no me dejaría enamorar, pero en el fondo moría de ganas de volver a verla. Por eso dejé un mensaje a mi manera. Escribí con indeleble mi Twitter en su espalda, hice la foto y me marché.

Espero, aunque lo tema, que me agregue. Espejo mediante.

España se arregla en los bares

Estoy en un bar. No en el mismo bar que ayer: en otro. Bebo cerveza mientras escucho a mi lado a un tipo decirle a otro que arreglaría España con una escopeta y siete cartuchos. Luego le da un trago a su copa, se viene arriba y suelta: «Venga, va. Ocho. Con ocho disparos arreglaba yo esto en diez minutos». Su contertulio, algo más comedido, le contesta que hombre no, que con meterlos un buen cerro de años en la cárcel bastaría. Que lo que hacen falta son conductas ejemplarizantes (le cuesta decir «ejemplarizantes» pero insiste, tal vez por tratar de ganarle al otro en recursos dialécticos). El primero pide otra ronda y en esto se fija en mi presencia. Al ver que estoy atento a su conversación se viene más arriba aún y comienza a hablar más alto que antes, como invitándome a unirme a su charla. Suelta: «Ni conducta ‘ejemplizarante’ (¿?) ni pollas. Un tiro en la nuca a este, a ese y al otro, ¡PAM! Por ladrones. Por mentirosos. Y a tomar por culo, ¿no?». Ese último «¿no?» va dirigido a mí. Me está mirado a los ojos. «¿No?».

Me levanto. Me acerco a él.

-¿A quién?- le pregunto.

-¿Cómo dices?

-¿A quién le pegarías un tiro en la nuca?

-Al Bárcenas ese, por ejemplo.

-¿Y tú quién eres?

-Yo soy Benito. Y estoy hasta los cojones.

-¿Crees que los cojones de Benito pesan más que la vida de un hombre? ¿Realmente crees que Bárcenas no merece vivir? ¿Le has preguntado al propio Bárcenas su opinión al respecto? Y en tal caso, ¿qué crees tú, «Benito hasta los cojones», que respondería? Sin duda diría que él quiere vivir. Ahora bien, ¿vale más tu criterio que el del propio Bárcenas en relación a su propia vida? ¿acaso la justicia se demuestra imponiendo criterios subjetivos en detrimento de esa única certeza inviolable que es la vida? ¿acaso nos hemos empeñado en inventar dioses para usarlos de espejo y ser dios pero a la inversa? ¿acaso la tan loada evolución del ser humano sólo es quimera, o se volvió en nuestra contra en una suerte de efecto rebote e insistimos en que venza el instinto por encima de la razón? ¿acaso merecemos reconvertirnos en animales?

-¿Qué me has llamao?

-Animal.

Y ahí fue cuando Benito me soltó una hostia.

Todas locas [+18]

empañado

«Nada de esto es real» estoy pensando mientras beso a una chica en el asiento trasero de mi taxi. Se llama Laura, o Patricia (veinticinco años, 1,65 de estatura, delgada, labios gruesos, piel de leche y pecas). Según me dijo, vino a Madrid a conocer a su padre.

Ahora Laura o Patricia me mete su lengua mientras noto cómo desliza una mano en dirección a mi entrepierna. Yo hago lo propio colando la mía por debajo del jersey y acaricio su vientre (noto un piercing, una bola fría). Subo los dedos hasta que me topo con el aro del sostén e intento colarlos por debajo, pero no puedo. Demasiado prieto. Así que subo hacia la copa e intento con el pulgar abrirme camino por el borde del encaje hasta que encuentro un pezón duro, pequeño, suave. En esto ella lanza un gemido, se incorpora, echa sus brazos hacia atrás y en un click se despoja del sostén, momento que aprovecho para abarcar con ambas manos toda la extensión de sus pechos. Ella me desabrocha el pantalón, y ahora introduce su mano y me agarra el sexo. Baja decidida la cabeza y comienza a felarme.

Cuando estoy a punto de correrme digo «¡Espera! Aún no». Aparto su cuerpo, estiro el brazo y cuelo la mano por entre sus leggins hasta que consigo alcanzar su sexo. Lo noto sumamente húmedo. Comienzo a acariciarle el clítoris y en esto ella responde gritándome al oído:

-PAPÁ, PAPÁ… NO ME DEJES NUNCA. DIME QUE ERES MI PADRE.

-Soy tu padre- digo extrañado.

-DÍMELO OTRA VEZ.

-Soy tu padre.

-MÁS…

-SOY TU PADRE.

Laura o Patricia alcanza un orgasmo prolongado. Noto espasmos en su vientre. Pero al instante me aparta la mano, se coloca los leggins y, sin mediar palabra, abre la puerta del taxi y se marcha.

Yo la sigo con la mirada mientras pienso en voz alta: ESTÁN LOCAS. TODAS…

La boca

Era una boca perfecta, lo juro. Habría dado vida y media por someterla a un examen labiológico. ¿Puede una mínima parte eclipsarlo todo? Sin duda. O al menos, en este caso, no subió a mi taxi una mujer con su cuerpo, su abrigo, su bolso y su biografía. Subió una boca, me habló esa boca a través del espejo y, de súbito, todos los satélites se orientaron hacia ella, un avión chocó en Nairobi y las acciones de Tomtom se desplomaron. Y es que no era una boca de foto. Era perfecta, sí, pero aún lo era más en movimiento. De hecho, nunca estaba quieta. Parecía independiente de su dueña. O se mordía el borde del labio, o se pasaba la punta de la lengua como un escáner radiografía un cuadro, o jugaba su comisura al escondite.

Yo conducía mi taxi con un ojo en el espejo de su boca. Quise hacerla reír y solté algo tonto, la típica broma neutral. Y en esto su boca se abrió como un telón, y surgió el coro de sus dientes cantando en crescendo Carmina Burana, y por un momento soñé con ser ese espontáneo que se lanza al escenario para besar a la solista como sólo saben besar los ciegos de nacimiento.

Ella soltó una tontería, pero con el filtro de su boca me pareció algo solemne, como Michael Jackson bailando una jota aragonesa, o Benedetti leyendo el BOE. Y eso me asustó. Me asustó mucho. Habría sido capaz de hacer cualquier cosa que saliera de esa boca. Si llegara a decirme «Mata a mi marido» ahora estaría entre rejas. Y me asusté tanto que hice lo posible por no volver a escuchar nada de ella.

Así que me eché a la cuneta, frené el taxi en seco, me tapé los oídos con las palmas de las manos, y grité fuerte: ¡¡¡AAAAAAAAAAAAH!!!

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Nota: Su boca de sorpresa también era perfecta. Sus piernas, huyendo del taxi, no tanto.

La silla

Miércoles noche. Lluvia absurda y frío. Paso con mi taxi libre por la calle Génova y cuento una, dos, tres, cuatro y cinco furgonetas de la Policía Nacional y cinco o séis antidisturbios por cada furgoneta dispuestos en corrillos, charlando entre ellos. ¿De qué hablarán? ¿cuáles serán los típicos temas de conversación entre un grupo de hombres fornidos y armados hasta los dientes? Se verán obligados a hablar de cosas livianas, supongo. Imagina que hablan de fútbol, uno defendiendo a Messi, otro a Ronaldo y acaban a tiros.

(De repente sonrío. No me preguntes por qué).

Continúo Génova abajo. Otras dos furgonetas aparcadas en la acera custodian la sede del Partido Popular. Ya van siete. Por la calle no se ve ni un alma. Apenas dos o tres personas caminando.

Al fondo de la calle, en la plaza de Colón, diviso otras cuatro furgonetas más, también paradas. Once furgonetas en total, con sus respectivos policías antidisturbios, custodiando los alrededores del PP. Giro a la izquierda y en la puerta del Hard Rock Café me manda parar un hombre de unos cuarenta años, abrigo grueso y sombrero. Sube a mi taxi, me indica su destino y al instante me pregunta, asombrado, a qué viene semejante despliegue policial.

-Perdone, pero su acento… ¿Es usted español?- le pregunto yo a él.

-Sí, claro. De Formentera.

-¿Y no está al tanto de los papeles de Bárcenas?

-¿Bárcenas? No conozco a esa señora.

-No. Es un señor. En fin… ¿cómo es posible?

-¿El qué?

-Que usted no sepa quién es Bárcenas.

-¿Tiene algo que ver con la política, o con algún deporte?

-Política.

-Ah. Es que no tengo televisión. Y tampoco leo periódicos. Sólo novelas y poesía. Y escucho música. Me encanta la música.

-Si no es indiscreción, ¿a qué se dedica?

-Tengo un pequeño taller de carpintería. Hago sillas.

-¿Sillas?

-Sí, ya sabe. Para que la gente se siente.

-¿Y se gana la vida haciendo… sillas en Formentera?

-Sí. ¿Le extraña? ¿usted no tiene sillas en su casa?

-Si, claro.

-¿Y las usa?

-Sí, claro.

-¿Y pagó por ellas o las robó?

-Pagué por ellas.

-Pues yo fabrico y vendo sillas de madera para que la gente se siente.

-¿Y está en Madrid de paso?

-¡Claro! ¿Usted no? Todos estamos de paso en cualquier parte.

-No, quiero decir… ¿para qué vino a Madrid? ¿Turismo?, ¿negocios?

-No, nada de eso. ¿Hace falta algún motivo para venir a Madrid? Sólo vine a caminar. Me gusta caminar.

-¿Y por qué cogió mi taxi?

-Para sentarme.

«Tú serás la maga y yo el niño que flipa»

-De un tiempo a esta parte, cada vez que veo porno, no puedo evitar imaginarlas a todas vestidas. Con jerséis hasta el cuello, pantalones anchos y todo ese rollo. La desnudez se ha vuelto un lastre, no sé si me explico. Como cuando el mago te enseña el truco: «Mira, has sacado esta carta porque yo la coloqué ahí sin que tú te dieras cuenta y luego hice así». No mola, ¿verdad? Bueno, en realidad te mola aprender el truco, claro, pero sólo para sentirte al nivel del mago. Nada más. ¿Lo entiendes ahora?

-Creo que sí.

-Pues esto mismo me pasa con las mujeres. ¿Para qué saber el truco? ¿sólo por ponerme a su nivel? No, amiga. Tú serás la maga y yo el niño que flipa. Enséñame, por ejemplo, un tirante del sostén y ya me haré mis pajas. Mentales. Mis pajas mentales, quiero decir. Por eso mismo, cada vez que ligo con alguna y acabamos, ya sabes, en la cama, no puedo evitar acabar perdiendo el interés. Me entrego en un principio, y tal, pero si volvemos a quedar, ya no puedo evitar mirarla con ojos de ¡Eh, ya sé cuál es tu truco!, ¡estamos al mismo nivel, y no me gusta! ¡conozco tu vientre, tus tetas, tu pubis! Adiós magia.

-Pero hay más cosas, ¿no crees? Mil detalles que vas descubriendo con el tiempo y la confianza.

-Sí, claro. Ya sé lo que estás pensando. Que soy un tío superficial, ¿no es eso?

-Tal vez… sí.

-Puede que tengas razón, no lo niego. Aunque yo lo diría de otro modo. No es por justificarme o tal vez sí, pero más bien me siento víctima de las influencias; me dejé arrastrar por esa puta locura que es el siglo XXI. Me refiero a la cultura de la información sin procesar, al consumismo que te meten por vena. Te ilusiona un coche, te lo compras, y al poco tiempo ya es viejo. Te compras el iPhone 3, y antes de que acabe tu permanencia, ya salió el 5. Y así, casi sin querer, acabas mercantilizando también a las personas que a priori no conoces, o no te da tiempo a conocer. Entras en un bar, ves a una chica que te atrae físicamente, y la deseas del mismo modo que deseas una tele de 52″ 3D. En ese instante no piensas en su currículum, o en su calidad como persona. Esto es así. Sólo te fijas en la carcasa. Y viceversa. Yo soy un producto para ella y ella es un producto para mí. Punto. No hay machismo ni feminismo: sólo un pacto a dos, un intercambio. Luego, tal vez, la conoces, te mola su rollo, y sin querer te apetece entrar en su menú y estudiar sus funciones más a fondo. Pero ese es un segundo paso que no suelo dar. Me quedo en el primero por miedo a perder el tren de un nuevo modelo aún más sofisticado. En resumen, soy ese niño que disfruta abriendo regalos.

-¿Es aquí?

-Sí.

-Fue un placer hablar contigo. Interesante punto de vista.

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Nota 1: Conversación mantenida en mi taxi con un usuario.

Nota 2: No he dicho ni diré cuál de los dos soy yo.

Bailar contigo

Sé que no soy quién para inyectar optimismo, pero a veces conducir es cantar. Y circulo con mi taxi por ese pentagrama que es la calle, pisando adrede las alcantarillas porque son timbales, o saltando badenes como golpes de bombo, o parando en los semáforos que marcan el silencio. Y si acelero la vida es una octava más aguda, y si giro el volante a la derecha: Mi, Fa, Sol; y si giro a la izquierda vuelvo al Do de pecho porque yo lo valgo. Luego llegan los coros, la voz. Levantas tu mano como quien levanta una batuta y entonces freno a tus pies, señora mía, abres la puerta de mi taxi y nada más tomar asiento se abre el telón: suenan aplausos. Me indicas un destino y tu voz es melodía superpuesta a mi canción, mientras veo a través del espejo que la música sale por el tubo de escape y lo impregna todo. Se enquistan nuestras notas en los balcones. Y las cuatro cuerdas de aquel tendedero son el violín que nos falta. Un hombre está colgando una sábana entre el Mi y el La de la segunda cuerda. Luego bajas la ventanilla y suena a saxo. La subes dejando un filo y el saxo se convierte en trompeta.

Te llaman por teléfono y el timbre también encaja en esta melodía improvisada. El estribillo es tu marido, cantando a coro contigo. Parece soul, pero en esto alzas el tono y el soul se vuelve jazz. Algo sucede entre él y tú. Comenzáis a discutir; del jazz pasamos al rock duro. Chillas y él te chilla a ti: heavie metal. Luego cuelgas, lanzas el móvil con furia y te cruzas de brazos. Hip-hop.

Me asombra la cantidad de estilos que llevamos dentro. Que la música lo es todo, aunque a veces duela. Que yo hice lo posible por cantar a dúo en este diapasón que es mi taxi, pero tal vez lo tuyo con tu marido desafinó y ahora irás por la vida de solista. Sólo intento decirte que algunos solistas triunfan más que en grupo. Sólo intento decirte que quiero bailar contigo.

Confesiones de Navidad

Un hombre calvo y con bigote de unos cuarenta años me confiesa que en su caja fuerte guarda un porro de marihuana, y que sólo él tiene la combinación de la caja, y que el porro lleva ahí desde el 12 de mayo de 2002, fecha en que le prometió a su mujer que lo dejaba, adiós drogas, para siempre, y suele abrir la caja cuando ella no está: lo saca y lo huele aunque ya apenas huele a nada, está seco. Pero es su forma de mantener su adicción bajo llave y en secreto. Desde el 12 de mayo de 2002.

Otro hombre de unos veinticinco años me dice que acaba de confesarle a su familia que es gay, que tiene pareja estable desde hace cinco meses, un abogado del Estado, y que han previsto comenzar a vivir juntos en cuanto acaben las fiestas. Nada más soltarlo su única abuela se levantó de la silla y le besó, su padre se encerró en el baño y su hermano menor acabó bebiéndose él solo botella y media de cava.

Otra pareja ha viajado en silencio durante los veintitrés minutos del trayecto, cada cual pegado a su puerta y mirando por su respectiva ventanilla. De las siete canciones que han sonado en la radio, los dos han susurrado las mismas aun sin saber que el otro también las susurraba. Fueron tres: El Sitio de mi Recreo de Antonio Vega,  You Are So Beautiful de Joe Cocker y Aviones Plateados de El Último de la Fila. Luego me han pagado a medias. Once euros exactos cada uno.

De los casi setenta euros que gané esta noche, me gasté treinta y cuatro en copas (una no cuenta; se me cayó a la mitad), cinco en tabaco y tres en una rosa que le compré a un chino y al final se la regalé a una chica cualquiera que parecía sola, aunque luego salió su novio del baño y por poco me suelta una hostia. Suerte que salí corriendo a tiempo. Soy más de correr. Pegar es de cobardes. Y en uno de los bares me encontré a un viejo amigo que me contó que se alistó en el ejército más que nada por tener un sueldo fijo, y luego quiso invitarme a unas rayas y le dije que no, que yo soy más de sufrir la vida a pelo. De todos modos le tendí un billete de veinte euros para hacerse un turulo y olvidó devolvérmelos y yo pedírselos, así que volví a casa sin blanca.

Con esto quiero decir que no me tomo el taxi como un trabajo, sino como una excusa.