Marina, nombre al azar, rompió el precinto de las promesas y acabó llamando por teléfono a su ex: «Sé que me dijiste que no te llamara. Sólo quería saber cómo estás, si lo llevas bien». Él tuvo que responder con un escueto y protocolario «Todo bien, ¿y tú?», porque al instante ella volvió para soltar su lastre: «Mal. No consigo superarlo. De hecho, he vuelto a ir al psicólogo. Pero no te preocupes, saldré de esta». Un par de frases después, ella colgó víctima del hielo recibido y se quedó mirando el teléfono, como intentando retener las últimas ondas de su historia en común.
¿Hizo mal en llamarle?, pensé atento al espejo retrovisor de mi taxi.
Era evidente el motivo de la llamada. Marina quería inyectar en su ex el gusano de la duda, hacerle sentir incómodo, culpable después de escuchar cómo se pudre la otra mitad de la naranja. Lo dejó él, sin duda; y hace poco, tal vez días. Y hasta hoy, él había conseguido mantener anestesiado el sentimiento de culpa que toda ruptura acarrea.
Pero tampoco critico la opción de Marina. Es una mujer arrinconada. Cualquier opción vale con tal de mantener al hombre de su vida que se escapa. Aún no sabe ser ella sin él, le falta el aire. Por muy rastrero que parezca, lo que hizo ella suena hasta bonito. Marina sabe lo que es el amor, no poder evitar el amor, humillarse si es preciso.
¿Hizo bien?, ¿hizo mal? ¿Tú qué opinas?