Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Despechada

Marina, nombre al azar, rompió el precinto de las promesas y acabó llamando por teléfono a su ex: «Sé que me dijiste que no te llamara. Sólo quería saber cómo estás, si lo llevas bien». Él tuvo que responder con un escueto y protocolario «Todo bien, ¿y tú?», porque al instante ella volvió para soltar su lastre: «Mal. No consigo superarlo. De hecho, he vuelto a ir al psicólogo. Pero no te preocupes, saldré de esta». Un par de frases después, ella colgó víctima del hielo recibido y se quedó mirando el teléfono, como intentando retener las últimas ondas de su historia en común.

¿Hizo mal en llamarle?, pensé atento al espejo retrovisor de mi taxi.

Era evidente el motivo de la llamada. Marina quería inyectar en su ex el gusano de la duda, hacerle sentir incómodo, culpable después de escuchar cómo se pudre la otra mitad de la naranja. Lo dejó él, sin duda; y hace poco, tal vez días. Y hasta hoy, él había conseguido mantener anestesiado el sentimiento de culpa que toda ruptura acarrea.

Pero tampoco critico la opción de Marina. Es una mujer arrinconada. Cualquier opción vale con tal de mantener al hombre de su vida que se escapa. Aún no sabe ser ella sin él, le falta el aire. Por muy rastrero que parezca, lo que hizo ella suena hasta bonito. Marina sabe lo que es el amor, no poder evitar el amor, humillarse si es preciso.  

¿Hizo bien?, ¿hizo mal? ¿Tú qué opinas?

10.000 comentarios

Venía con la idea de escribir otra cosa, pero nada más entrar en el editor de este blog y ponerme a ello me he topado con una de esas cifras que molan por su redondez, pero también porque os atañe y es mérito vuestro: nilibreniocupado acaba de alcanzar la escalofriante cifra de los 10.000 comentarios. Soy muy fan de los números redondos, tal vez porque tiendo a imaginar que los ceros son pezones. De hecho, ahora estoy viendo los vuestros en cada cero de esos 10.000 (preciosos pezones como corchetes de nácar, o incisivos como antenas parabólicas, o toscos como timbres de castillo, según el caso). También lo digo porque muchos de vosotros, al escribir comentarios en este blog, os desnudáis.

En estos más de cinco años de comentarios me he encontrado de todo. Desde auténticas obras de arte literarias, a macabras violaciones sintácticas. Desde debates a muerte hasta cortejos con final feliz (me constan hasta cinco parejas formadas a partir de este blog). Maestros de la risa, la ironía o el sarcasmo. Criticones también (constructivos y destructivos). Envidiosos y envidiados. Obsesos, tímidos, halagadores, tiernos y enfermos mentales, como en la vida misma, como en mi mismo taxi. Gilipollas de libro, también. Pero siempre, en conjunto, añadiendo matices a cada post. En conjunto, bastantes más mujeres que hombres (no me preguntes por qué). En conjunto, nivelazo.

Quedáis todos tatuados en el respaldo de mi taxi. Aplausos sin…ceros.

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Nota: El próximo domingo 24 impartiré el taller «Un blog de éxito» en el Espacio Niram de Madrid. Apúntate GRATIS aquí.

Viaja en taxi, corazón

Los taxímetros no son poesía. Traducen a euros el tiempo y la distancia, sólo eso. No distinguen, por ejemplo, los trayectos tensos de los cálidos, ni contemplan las confesiones íntimas del usuario (o las miradas a través del espejo), ni penalizan el silencio, ni diferencian si transitas por un Madrid de infarto o por el más tétrico polígono industrial. Ignoran, en fin, la intensidad del trayecto.

Por eso mismo, por el bien de la poesía, he inventado otro taxímetro. A ver qué os parece:

Imagina un pulsómetro. Que el usuario se coloque en el dedo un pulsómetro conectado a un monitor que vaya sumando sus pulsaciones a lo largo del trayecto. Imagina que le cobras, por ejemplo, 1 céntimo de euro por cada pulsación, y que al finalizar el trayecto le retires el pulsómetro y le digas: 

«De la calle Velázquez a la Glorieta de Bilbao su corazón ha latido un total de 450 veces. Son 4,50€, por favor».

Con este modelo de taxímetro los usuarios se cuidarían muy mucho de permanecer lo más tranquilos posible a lo largo del trayecto. Nadie se atrevería a hablar de la crisis o de política para evitar sulfurarse y pagar más de lo preciso. Por otra parte, el taxista buscaría el efecto contrario: acelerar el corazón del usuario sin que éste pudiera evitarlo. Es decir, buscando el flechazo entre ambos. El amor es el único acelerador de pulso imposible de controlar (y a nadie le importaría pagar un sobreprecio si el amor prospera). Imagina al taxista lanzando miradas tiernas a la usuaria, intentando seducirla, mientras comprueba a través del monitor que el pulso de ella se dispara por encima de lo normal. Imagina que un trayecto medio de 600 pulsaciones se transforma en 900, tres euros adicionales que ella pagará gustosamente. Imagina a todos los taxistas repeinados y perfumados buscando enamorar y a los clientes, por su parte, buscando paz por el bien de su bolsillo. Imagina el cambio radical de las ciudades.

Me he propuesto patentar este invento, ¿sería factible? ¿Tú qué opinas?

Algo ha cambiado

Hay personas que están ahí como latentes, que siempre fueron bellas pero pasó algo, no sabes qué, tal vez un golpe en la cabeza o que me hice mayor, y de repente esa belleza clásica se convirtió en la única, en lo más, y sus labios que antes también besabas como quien besa espejos ahora ya son lanchas, y tu lengua un náufrago, y te salvan la vida.

Ella estaba, ella siempre estuvo ahí, enamorada de un muelle, bebiendo las aguas de tu taxi, esas aguas con manchas de alquitrán. Y mientras, tú por otros mares, inmerso en tu colección de sirenas, ella entre ellas, sirenas de asfalto para un taxista al que le escaman los corazones salados solo porque dan sed. Pero pasó algo, no sabes qué, tal vez un golpe en la cabeza o que me hice mayor, y de repente ya no hay sirenas, murieron atropelladas por la envidia, y ahora ella te acompaña por la noche, todas las noches, a tu lado, en tu taxi.

Y jugamos cada día a los cardiólogos para salvar lo nuestro. Y yo me hago el muerto, y como no puedo evitar la risa, tú siempre ganas, las ganas que te tengo. Y antes no supe verte, y ahora me ciegas.

Has cambiado aunque sigues siendo la misma. O tal vez soy yo.

4D

Me despertaron unos golpes. Venían del patio, de la pista de pádel. Eran toques de raqueta: POP… POP… POP… POP… Siempre iguales, con idéntica frecuencia: POP… POP… Los contrincantes no parecían rendirse ni fallar nunca: POP… POP… Le daban a la bola una y otra vez, con la fuerza precisa: POP… POP… Exactamente 1,5 segundos entre golpe y golpe:

POP…

[1,5 segundos]

POP…

[1,5 segundos] 

POP…

Cerré los ojos. Los golpes seguían ahí. Conseguí dormirme pero no del todo. Duermevela, lo llaman. El caso es que aquella unidad de tiempo, el intervalo comprendido entre un golpe de pelota y el siguiente, fue asimilado por mi inconsciente hasta tal punto que mis segundos biológicos se acabaron convirtiendo en 1,5 segundos de reloj. Y a partir de entonces mi vida comenzó a fluir más despacio. Cada minuto real se convirtió, exactamente, en minuto y medio para mí. Y mis días pasaron a tener 36 horas.

Buscando en internet posibles respuestas a mi problema, di con una tal Melisa, también de Madrid, a la que le había sucedido lo mismo que a mí, pero a la inversa: En su caso, se había quedado dormida escuchando el goteo del grifo roto de la cocina, a un intervalo de 3/4 de segundo entre gota y gota. Cuando despertó de aquel sueño, todo en ella había comenzado a ir más deprisa, acortando sus horas; reduciendo sus días. 

Propuse a Melisa quedar y conocernos. Antes incluso de enviar mi propuesta, ella accedió. Los dos teníamos la misma curiosidad por conocer en persona el destiempo del otro.

Esa misma tarde, a las seis y treinta de vuestro reloj, pasé a buscarla en mi taxi. Melisa tomó asiento a mi lado y, de repente, comencé a sentir taquicardias. Ella sin embargo, según me dijo, comenzó a notar cierto descenso en sus pulsaciones.

Y no me preguntes cómo ni por qué ocurrió, pero después de aquel primer flechazo, en una fracción de segundo imposible de definir, nos besamos. Y aquel fue el beso más perfecto de nuestras vidas.

Otro extraño proyecto de amor

Ayer subió a mi taxi la vigésimo séptima mujer de mi vida. Tenía los ojos color verde militar y sin embargo transmitían una paz indescriptible: miraba como pidiendo perdón, y sus pestañas eran toldos contra el llanto inverso. Su labio inferior tenía pequeños surcos, como los discos de vinilo, y cada vez que paseaba la punta de su lengua de izquierda a derecha, cual aguja de tocadiscos, sonaba una distinta de los Beatles. Lástima que la flecha de su barbilla señalara un escote hacia el que no pude viajar: demasiado alto el horizonte de mi espejo retrovisor.

En mi taxi nunca digo a nadie que escribo. A nadie excepto a las veintisiete mujeres de mi vida. A ésta, en concreto, le dije que estaba trabajando en mi próxima novela, y que su modo de comerse la calle con los ojos daba el perfil que andaba buscando para uno de mis personajes. Ella se mostró ilusionada:

– ¿En serio?

– Ahora dime: ¿qué ves? ¿en qué te fijas? – pregunté.

– Me fijo en la gente.

– ¿Podrías concretar un poco más?

– En lo hortera que es la gente. Me dedico al mundo de la moda, y me horroriza lo mal que suele vestir la gente en general.

– ¿De veras? ¿Por qué te metiste en el mundo de la moda?

– Soy lesbiana.

– ¿Cómo?

– Que soy lesbiana. Me excita diseñar ropa de mujer, imaginar el cuerpo perfecto y vestirlo a mi gusto. Confeccionar el vestido y probarlo en modelos. Ajustarlo por allí y por allá, sentir el contacto de su piel con mi propia creación… Buff… Es lo más.

– ¡Vaya!

– ¿Qué? ¿Ya no encajo en el perfil que andas buscando? 

– Mmmm… No del todo, pero me interesa mucho lo que dices. Tal vez cambie el personaje.

– La verdad es que me encantaría ser un personaje de novela. Ahora tengo prisa, pero si quiere podemos quedar otro día y lo hablamos con más calma – me dijo.

– Sí. Claro.

Comenzó a buscar algo en su bolso.

– Toma una tarjeta. Es de mi estudio. Llámame, o manda un mail y hablamos, ¿ok?

– Ok.

– Aquí. Para aquí. En ese portal. ¿Qué te debo? – me preguntó abriendo el monedero.

– No, no. Nada. Nunca cobro a los personajes de mi novela.  

– ¡Vaya! ¡Gracias! Hablamos, ¿vale?

– Vale.

– Chao.

Y salió del taxi. Por alguna extraña razón, ahora me atraía más aún.

Miré su tarjeta. Se llamaba Ana. Guardé su contacto en mi teléfono: LesbiAna (652 48…). Podría llegar a enamorarme de esa chica.

¿La llamo?

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Sigue mi enamoramiento en twitter: @simpulso

Sueño común múltiplo

No usé drogas, lo juro. Se durmió ella sola. A veces el sueño llega sin quererlo. Morfeo es un virus que vive del aire. Ella no pretendía dormirse ahí, en el asiento trasero de mi taxi, pero las calles de aquel trayecto eran monótonas, la música suave y yo esta vez conducía como dando un masaje al asfalto.

Llegó un semáforo y me fijé en ella. Se daba un aire a Rebeca, aquella novia que me duró tres cines, pero con los labios más gruesos y el pelo más largo y rizado. De hecho, un rizo rebelde tapaba su nariz y al respirar se movía en espiral como un tifón sobre el oasis de su boca. 

También tenía los dos primeros botones de su abrigo desabrochados, la solapa entreabierta y, debajo, un escote pícaramente marcado por su postura, hinchado pero no demasiado, copa B tirando a C.

Se abrió el semáforo. Entonces perdí el interés de ser taxista: me eché a un lado, tiré de freno de mano y me colé por entre los asientos como una lagartija hasta alcanzar su cuello. Olía a mezcla de piel recién planchada y cítricos. A refugio acolchado. A ganas. Tampoco pude ni quise evitar caer en la tentación de presionar con cuidado mis dedos sobre su yugular: 73 pulsaciones por minuto. Me tranquiliza comprobar que los usuarios de mi taxi están vivos.

Sus párpados se movían. Estaba, sin duda, en fase REM, así que aproveché el profundismo de su sueño para posar muy lentamente mi cabeza sobre su escote. Lo noté caliente. Y blando como tal vez lo sea el cielo. Y ahí me quedé hasta que a mí también se me cerraron los ojos. Poco a poco. Sin poder evitarlo. Me dormí.

Desperté en mi casa, en mi cama, junto a mi patito de goma Made in Hong Kong. Todo había sido un sueño. Soñé que yo soñaba aprovechando que ella soñaba.

En cualquier caso, necesito echarme novia. Urgente.

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Si quieres ser mi novia (o en su defecto, mi novio) sígueme en twitter: @simpulso

Quemar un amor con la chispa del siguiente

«No consigo dormir. Tengo una mujer atravesada entre los párpados. Si pudiera, le diría que se vaya; pero tengo una mujer atravesada en la garganta.»

(Eduardo Galeano)

Pienso en todas esas mujeres perdidas, en los cambios de rumbo. La sonrisa perfecta de Ana. Los rizos de Elena. El ombligo de Marta. De no haber roto con Ana jamás hubiera conocido a Elena. Ni a Marta. Ni siquiera al hombre que ahora soy. Mis manías. Los pijamas de Elena. Las caderas de Marta. Las ganas de Ana. Pero Marta es la suma de Elena y de Ana. A partir del segundo amor todos son vicios, comparativas, collages. Mi ideal es el rostro de Ana, con los ojos de Elena, con las tetas de Marta, con la inocencia de Ana, con los orgasmos de Elena, con el sentido del humor de Marta.

Yo me amoldé a ellas y ellas, supongo, también a mí. Fui yo mismo con las tres, pero un distinto yo con cada una. El amor es soluble, polimórfico. Nadie teme perder su propia personalidad: la compartes, la regalas. Te disfrazas de esponja. Sin embargo, hay algo en mi interior que no varía: tarde o temprano acabo quemando ese amor con la chispa del siguiente. No puedo evitar querer vivir otras vidas, nuevas Beatrices, Rebecas, Paulas o estériles Estheres. No puedo evitar creer que aún no me conozco porque aún me quedan mujeres, matices, matrices, vientres por conocer.

Ahora no tengo a Ana, ni a Elena, ni a Marta. Las tres comparten sus nuevas vidas con nuevos amores únicos, todos lo son. Y las tres serán tan felices como lo fui yo con ellas, con las tres. Una felicidad distinta, no hay dos iguales.  

Yo ahora soy taxista. Me dedico a cambiar de rumbo según me indiquen, o yo decida, igual que hice con ellas y ellas conmigo. Y no me arrepiento de ninguna. Tampoco de las calles que transito.

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Nota: ¿A quién quise más? No tengo duda: A mí.

Juego de llaves

– Voy un segundo a la farmacia y ahora vuelvo. Le dejo aquí las cosas.

La usuaria bajó del taxi sólo con su monedero y marchó corriendo a la farmacia. Instantes después, desde las tripas de su bolso, comenzó a sonar un teléfono móvil. En cualquier otra circunstancia lo habría dejado estar, pero ya eran las nueve de la noche y aún me encontraba seco de anécdotas para este blog. Corroído por la ausencia de musas metí la mano en su bolso, saqué el teléfono y descolgué.

No dije nada. Se adelantó la voz de un hombre:

– No vengas a mi casa, Carla. Lo he pensado mejor y he decidido volver a intentarlo con mi mujer. Acabo de hablar con ella y está de camino. Te llamo para advertirte. Lo nuestro no tiene sentido, entiéndelo. En realidad, nunca lo tuvo. 

Ahí colgué. Sobresaltado, volví a meter el móvil en el bolso. Al instante entró Carla con una bolsita de la farmacia. No llegué a distinguir qué contenía.

– Ahora vamos al Paseo de la Habana esquina Castellana – me dijo.

Reinicié la marcha y circulamos en silencio. Su rostro parecía jovial.

Un puñado de semáforos después, al llegar a su destino, Carla me pagó y bajó del taxi con un juego de llaves en la mano. Supuse que serían las llaves de la casa de él, lo cual le añadió cierto suspense al asunto. También me fijé en el llavero: era medio corazón de metal con una «M» grabada.

Entró en el portal y yo me quedé parado, en el mismo sitio. Algo me decía que apenas tardaría un momento en bajar y buscar otro taxi.

Pero a los cinco minutos, en lugar de ella, salió otra mujer. Y al ver mi taxi, me hizo una seña y subió dando luego un portazo. Tenía los ojos vidriosos y el rímel corrido.

– Al Hotel Urban, por favor.

En esto metió un juego de llaves en su bolso. Su llavero también era el mismo medio corazón de metal, pero con otra letra grabada. En este caso la letra «C».

Carmela y Manuel

Carmela y Manuel se conocieron en un bar, fruto de las casualidades de la vida. Lo suyo fue un flechazo inmediato, algo inexplicable. Se miraron desde ambos lados de la barra y al momento se quedaron prendados, obnubilados, como víctimas de un hechizo. Fue Manuel quien se acercó a Carmela. Fue Carmela quien besó a Manuel. 

Tras un par de meses de ensueño, Carmela decidió presentarle a sus padres. Acudieron los dos a la casa y, nada más abrir la puerta y toparse con Manuel, la madre de Carmela enmudeció. Se quedó pálida, con sus ojos clavados en los ojos de Manuel. Después sufrió un desvanecimiento y cayó al suelo.

¿Os suena la historia de aquellos miles de niños robados durante el franquismo? Carmela nunca llegó a saber que, con ella, nació también otro gemelo. Pero nada más nacer los dos, su gemelo desapareció en extrañas circunstancias. Los médicos lo dieron por muerto justo después abandonar el paritorio. Sin embargo, sus padres no llegaron nunca a ver ni a velar el cadáver del recién nacido. Sus sospechas fueron cogiendo fuerza muchos años después, cuando los medios comenzaron a destapar casos similares al suyo.

Pero lo más increíble de esta historia es el innato instinto maternal de saber quién es tu hijo sólo con verle por primera vez aun 37 años después. O el instinto invisible de Carmela, de sentirse atraída hacia Manuel porque se gestó a su lado, fueron embriones juntos, compartieron un mismo líquido amniótico, los mismos genes y jugaron con el mismo cordón umbilical. Tal vez Carmela viera en Manuel el espejo de un amor mal interpretado.

Imagina la reacción de Carmela cuando supo que Manuel, en realidad, era su hermano. Imagina la cara de Carmela viajando en mi mismo taxi, absorta del ruido de los coches y del trayecto mismo. Piensa ahora en lo imprevisible que puede llegar a ser el azar.