Recinto ferial de Madrid, pabellón 14. Parada de taxis de la «Cibeles Fashion Week». Delante de mi taxi caminan cuerpos cuyas caderas parecen crear tsunamis en el aire, olas invisibles que impactan directamente en mis retinas. Tacones imposibles, piernas de mármol pulido y vestidos cuyos límites apenas invitan a la imaginación inundan la zona de taxis en una suerte de zoo robótico. Hoy se llevan los rostros aniñados (labios carnosos pero vírgenes, pómulos rosados, miradas limpias), insertados en cuerpos de mujer; subproductos que venden esa estrecha línea entre el deseo y el sentimiento de culpa. Son la imagen de firmas de ropa, de perfumes, de barritas energéticas, de frigoríficos, lo cual implica que no estarás comprando el producto en cuestión, sino el estilo de vida que sugiere la chica que lo anuncia. Porque ese anuncio de perfume impacta de lleno en el inconsciente y te invita a jugar al Humbert Humbert de Nabokov. Son flashes imposibles de controlar: Traviesa, divertida, natural. Los hombres sienten culpa por la edad que aparentan esos rostros, pero a su vez encuentran cierto alivio legal en sus cuerpos de mujer bien definidos. O en otras palabras: Bienvenidos al lucrativo mundo de la contradicción somática. Comprarás, sin saber por qué, ese mismo perfume para tu mujer y el nuevo olor evocará en ti nuevos placeres ocultos. Secretos.
Una de esas modelos acabó montando en mi taxi para llevarla a un hotel del centro. La modelo no paró de hablar por teléfono durante todo el trayecto. Hablaba mucho, muy deprisa, como si tuviera demasiadas cosas que decir.
Y las tenía. Ya lo creo que las tenía. No te imaginas lo profunda que puede llegar a ser la superficie.