Cruzando el barrio de Chueca me topé con un hombre tumbado sobre el asfalto, medio muerto o medio vivo (nunca supe distinguirlos), y un círculo de gente absorta alrededor. Frené mi taxi delante del tumulto y en esto se abrió paso otro hombre, clavó sus rodillas junto al hombre tumbado, le tanteó el pulso con dos dedos y al no encontrar respuesta le abrió con fuerza la camisa de leñador (saltaron los botones, uno de ellos junto a mi taxi) y comenzó a practicarle, a pecho descubierto, un masaje cardiaco con sus propias manos. Luego le tapó la nariz, le abrió la mandíbula, acercó su boca y le besó soplando. Un par de besos después, el medio muerto se convirtió en medio vivo: abrió los ojos, los clavó en el otro y viceversa, y así permanecieron durante no sabría decir cuánto tiempo.
La boca de un hombre le había salvado la vida a otro hombre en el barrio gay de Madrid.
Antes de deshacerse el tumulto salí del taxi, cogí el botón de la camisa que había caído a mi lado y me lo metí en el bolsillo.
Reinicié la marcha con la imagen de ese beso salvavidas clavada en mi cabeza. Pensé en la simbiosis del hombre que se salva a sí mismo. En los besos entre hombres y en los besos entre mujeres. Pensé en un mundo donde los sexos sólo se salvaran y se amaran entre sí, sin mezclarse. Imaginé un mundo enteramente gay, que acabara por erradicar cualquier deseo de procreación entre ambos sexos. Un mundo sin descendencia. Una última generación de hombres y mujeres. Una raza humana condenada a extinguirse. ¿Cómo nos comportaríamos, si se diera el caso? ¿cómo sería el día a día de esa última generación?
Frené en seco, saqué el botón del bolsillo, me lo metí en la boca y tragué con tantas ansias que me atraganté y comencé a toser.
– Me ahogo… auxilio…