Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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El último del resto de los hombres

Cruzando el barrio de Chueca me topé con un hombre tumbado sobre el asfalto, medio muerto o medio vivo (nunca supe distinguirlos), y un círculo de gente absorta alrededor. Frené mi taxi delante del tumulto y en esto se abrió paso otro hombre, clavó sus rodillas junto al hombre tumbado, le tanteó el pulso con dos dedos y al no encontrar respuesta le abrió con fuerza la camisa de leñador (saltaron los botones, uno de ellos junto a mi taxi) y comenzó a practicarle, a pecho descubierto, un masaje cardiaco con sus propias manos. Luego le tapó la nariz, le abrió la mandíbula, acercó su boca y le besó soplando. Un par de besos después, el medio muerto se convirtió en medio vivo: abrió los ojos, los clavó en el otro y viceversa, y así permanecieron durante no sabría decir cuánto tiempo. 

La boca de un hombre le había salvado la vida a otro hombre en el barrio gay de Madrid.

Antes de deshacerse el tumulto salí del taxi, cogí el botón de la camisa que había caído a mi lado y me lo metí en el bolsillo.

Reinicié la marcha con la imagen de ese beso salvavidas clavada en mi cabeza. Pensé en la simbiosis del hombre que se salva a sí mismo. En los besos entre hombres y en los besos entre mujeres. Pensé en un mundo donde los sexos sólo se salvaran y se amaran entre sí, sin mezclarse. Imaginé un mundo enteramente gay, que acabara por erradicar cualquier deseo de procreación entre ambos sexos. Un mundo sin descendencia. Una última generación de hombres y mujeres. Una raza humana condenada a extinguirse. ¿Cómo nos comportaríamos, si se diera el caso? ¿cómo sería el día a día de esa última generación?

Frené en seco, saqué el botón del bolsillo, me lo metí en la boca y tragué con tantas ansias que me atraganté y comencé a toser.

– Me ahogo… auxilio…

El primero del resto de los besos

Tachados ya los momentos más propicios por cobarde, el adolescente al fin cerró los ojos, se armó de valor y besó a la adolescente por primera vez en el asiento trasero de mi taxi. Giró la cabeza hacia ella y, al ver que ella no giraba la suya dobló su cuerpo hacia sus labios y la besó. Al primer contacto ella se mantuvo quieta, erguida (no lo esperaba o al menos no ahí, en un taxi), pero luego se dejó besar, abriendo un poco la boca, sólo un poco, a la espera tal vez de su lengua, la primera lengua ajena en contacto con la suya.

Rara sensación pero a su vez excitante, como toda novedad mitificada en los corrillos de clase, en las películas, en las series de televisión o en las canciones. Así pues, en el instante del beso, ambos sabían lo que tenían que hacer aun sin haberlo hecho nunca: pegar sus labios y dejarse llevar él por ella y ella por él. Tantear luego el terreno sacando tímidamente la lengua, como sin querer, buscar la opuesta al otro lado de la frontera de sus dientes y que las lenguas se rocen y se ablanden si están tensas y se muevan lentas; que nadie interpreta la urgencia en el otro.

Después es cierto que cuesta saber cuándo dejar de besarse. Ellos dos lo hicieron sin más, quedó algo frío: Separando él su boca de ella y apartando ambos, casi al instante, la mirada. Tampoco hablaron. No sabían qué decir.

Detuve el taxi en el portal de ella, se bajó con un simple y tembloroso «adiós» y luego continué la marcha con él, biopsiando a través del espejo su cara de flipe, imaginando el monólogo de sus pensamientos («¡Buaa!, ¡la he besado, tío! Muy bien. Te lo has currado. ¿Demasiado brusco? Naa… ha estado bien. Se notaba que ella también quería besarme. Y además: ha abierto la boca y ha movido la lengua, tío. Ufff… cuando se lo cuente al Juanfran… ¡cómo mola! mañana la beso otra vez. Después de clase, al despedirnos. O de camino, en el parque. ¿Se habrá dado cuenta el taxista? ¡qué corte! Yo creo que no. Ha subido el volumen de la radio y todo. Seguro que está a su bola…» )

Alergia primaveral

Me mandó parar la Policía Municipal más guapa de toda la ciudad: Ojos como las luces del techo de su coche. Cabello rubio reflectante. Labios antibalas:

– Se ha saltado un semáforo.

– ¿Qué semáforo?

– ESE semáforo – me dijo señalando hacia atrás.

– Ah. Es que soy alérgico.

– ¿Alérgico al color rojo?

– No. A las gramíneas.

– ¿Y?

– Que me paso el día estornudando, y no es posible evitar un estornudo, ni estornudar con los ojos abiertos. ¡Ahhchisss!, ¿lo ve?

– ¿Y?

– Que justo antes de estornudar, el semáforo estaba verde. 

– Documentación, por favor.

– ¿Me va a multar por ser alérgico a las gramíneas?

– No. Le voy a multar por saltarse un semáforo.

– ¿Cómo voy a saltarme un semáforo que no he visto?

En esto sacó su libreta y estornudé (sin querer) sobre ella.

– Perdón.

– Tápese la boca, por Dios… – me dijo arrancando del bloc su salivada hoja.

– Perdón.

En contra de todo pronóstico la Policía rompió a reír:

– Es la excusa más surrealista que he oído en mi vida, jaja…

– ¿Se está mofando de mi alergia? – pregunté.

– Ande, circule. Se lo ha ganado.

Sin mediar palabra reinicié la marcha.

A través del espejo pude comprobar cómo la Policía Municipal se metía en el bolsillo del pantalón de su uniforme la hoja recién arrugada y bañada en mi propia saliva. Ese gesto suyo me produjo una extraña excitación: Mis fluidos líquidos en su pantalón, a escasos centímetros de su pubis. Mi saliva atravesando la tela de su bolsillo, colándose por los poros de su piel, invadiendo quizás su cuerpo entero hasta inundar su garganta. Su saliva mezclada con la mía. Okupar su boca. Que sus labios saliven mi propia saliva y se relama y le guste mi sabor y llame por la emisora de su coche patrulla a Central y pregunte por el titular de mi matrícula y me busque y me encuentre y me detenga y me espose por el Artículo 69 a los barrotes de su cama.

Nota: Sé que no sucederá, pero el blog es mío y escribo y fantaseo lo que quiero.

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No hay canción que nos defina

Con el taxi ocupado por dos ociosas suena el manos libres. Descuelgo:

– ¿Diga?

– Soy Bea.

– ¿Beatriz?

– Estoy en Madrid. En Atocha. He venido a verte.

– Tendrías que haberme avisado an…

– Ven a buscarme, por favor. Estoy aquí por ti. Tengo billete de vuelta para dentro de dos horas. Sólo quiero que vengas, hablemos, y luego me marcho.

– Hágale caso, hombre… – suelta una de las usuarias.

– ¿Y esa quién es? – suelta Beatriz, al otro lado.

– Mi… nueva madre adoptiva – contesto.

– ¿Y bien? – insiste.

– En quince minutos estoy ahí. Espérame en la puerta de abajo, en la parada de taxis -. Cuelgo.

Las ociosas me hablan, pero no puedo escuchar ni pensar. Sólo acelero, las dejo en su destino sin cobrarlas (para no perder tiempo: el dinero no importa a partir de las 120 pulsaciones por minuto) y me dirijo raudo a la Estación de Atocha. Aun no sé cuál será mi reacción. Creí haber conseguido olvidarla; ahora sí. Pero tampoco me esperaba esto. No esperaba volver a verla, ni que ahora se encuentre tan cerca, a 800 metros, 750, 700, 650, 600 me dice el GPS…

En plena Estación adelanto al resto de los taxis que hacen cola en la parada, bajo la cuesta que me lleva al nivel inferior, giro con el corazón a punto de griparse y ahí delante, ahí mismo, junto a los primeros taxis, está ella. Con el pelo suelto y cara de cristal pulido y un bolso pequeño que agarra, nerviosa. Freno justo delante del resto de los taxis, me bajo, no sé qué decir, me sale abrazarla, la abrazo, me abraza. Los demás taxistas se quedan mirando. Me besa o soy yo, no sé. Está lloviendo.

Ahora su billete de vuelta está en el suelo. Lo dejó caer para abrazarme. Lo cojo y lo rompo.

– Sube – digo.

Entramos en mi taxi y conduzco hasta mi casa. En silencio. Tenemos tanto que decir que no hablamos en todo el trayecto.

Aparco en el garaje y entonces me dice sus primeras palabras:

– No tenemos canción.

– No existe. Aún.

– ‘Time is running out’ – dice ella:

– ‘Interstate Love Song’ – digo yo:

Más de mil besos después, más de gruscientos orgasmos después, seguimos sin poder decidir la canción que nos defina.

Pide un deseo (y sopla)

Sólo quiero que funcione mi taxi, que funcione mi mundo y el tuyo. Que el deseo llame a mi puerta tantas veces como quiera, que todas las drogas sean blandas, que todas las caras sean duras y que los duros se hinchen a cebollas. Y, ya de paso, que las cebollas suelten su rima en tu boca.

Sólo quiero que al racista le nazca un hijo negro, que Esperanza Aguirre le coma la boca a la mujer de Aznar (¿cómo se llamaba…?), que los Anos y las Botellas dejen de ser retornables, que el insigne Sánchez Dragó explote (eyaculando hacia dentro), que Israel diga…

– ¡Gaza!

Y Palestina conteste…

– ¡De nada!

Que los soplones apaguen velas, que las monjas se enamoren, que Rouco salga del armario, que las polillas tengan alergias, que tus lágrimas se puedan beber. Que los blogs se alimenten de papel, que los bancos sufran de halitosis, que las putas hablen, que los jueces cierren su puta boca. Que los taxis se disfracen de alma, que los cielos se disfracen de fiebre y tu tacto se disfrace de mí.

El taxi de Lesbos

24 y 25 añitos, ambas de pelo corto, vaqueros anchos y aspecto casual. Se habían conocido esa misma noche, en un garito de Malasaña.

La de 24 era nueva en esto del flechazo al primer y mismo sexo. La de 25, no. La de 24 había bebido demasiado. La de 25 parecía haberse tragado un frasco entero de Viagra Ovular:

– De 0 a 10, ¿cuánto te pongo? – le preguntó la de 24.

– 10,8 – contestó la otra.

– ¿Por qué 10 ‘coma’ 8?

– Cuando te lo ‘coma’ en mi ‘cama’, subiré a 11.

Un par de calles y cinco taxigotas (de sudor) después, la conversación de ‘Todos a 100’ se transformó en una dulce mezcla de sonidos de salivas a punto de nieve. Mi espejo me chivó que la de 25 se había abalanzado sobre la otra para besarle en los labios (de la boca): En total, 49 años fundidos en una misma masa de piernas entrelazadas y manos urgentes.

Y de esta guisa continuaron durante todo el trayecto hasta que al fin (shit!) alcanzamos el orgásmico destino de su lecho:

– Siento ser el típico ‘taxista interruptus’. Pero ya hemos llegado.

– Perdón. Eh… ¿qué te debo? – me dijo la de 25.

Estuve a punto de pagarle yo a ella, pero la otra se me adelantó y me tendió un billete de 10€.

Luego se fueron, de la mano, hasta perderse en el orificio genital de un portal cualquiera.

(Yo hice lo propio acudiendo a una farmacia de guardia en busca de un buen vasoconstrictor)

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Pregunta simpulso: ¿Por qué, a los hombres, nos excita tanto el amor entre dos mujeres?

¿Y vicevérsicamente hablando?

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nilibreniocupado y los taxis nocturnos en el programa ‘A vivir que son dos días’ de la Cadena SER:

Jugando al amor en un taxi

Querías pasar la tarde conmigo, a mi lado y en mi mismo taxi. No supe ni pude ni quise negarme: Llovía demasiado (y ya sabes lo bien que te sienta la sombra que proyecta cada gota sobre tu cara de niña sin bautizar)

Yo movía el volante y tú la palanca de cambios. Yo pisaba los pedales y tú me pisabas cada chiste:

– No tiene ni puta gracia – me decías

Aun así nos reíamos a carcajadas (yo con mis dientes torcidos y tú con esas comisuras tensas como tirachinas apuntándome a la sien)

Los clientes nos miraban con envidia (aunque luego cambiaran de opinión por culpa de tus bromas). Yo les llevaba a su destino y tú les cobrabas:

– Es mi marido, y no me fío de él – les decías guardándote el dinero de cada carrera en el bolsillo.

Luego te dio por jugar al taxista y la usuaria. Aprovechando un semáforo en rojo te montaste detrás y con un par de labios soltaste:

– Tome la Carretera de A Coruña hasta donde me llegue la pasta – y me tiraste a la cara los billetes que ambos habíamos ganado esa misma tarde. Los conté: 95€.

– Con esto llegaremos a Segovia – te dije.

Accioné el taxímetro y allá que nos fuimos.

– ¿No quiere usted sentarse delante, a mi lado? – te dije con voz de pecado.

– ¡Por supuesto que no! ¿Por quién me toma? – dijiste ahora jugando a la ofensa.

Durante el trayecto, desde el asiento de atrás, te dedicaste a llenar con tu aliento los cristales para luego escribir frases de dedos mojados en versos: ‘TAXISTA GUAPO’, ‘TE VOY A COMER LA NUCA’ o ‘NO ME DEJES EN LA CUNETA’, entre otras.

– No pienso limpiar ese cristal en mi puta vida – te dije.

– ¿Me estás llamando puta, vida? – me dijiste justo antes de besarme con tus labios de agua en el cuello.

Y llegamos a Segovia. Con esos 95€ pagamos un hotelito bastante decente a orillas del acueducto…

(Quien quiera saber más, que acceda al 20minutos de pago)

La primera vez

Míralos… tan jóvenes… ¿qué tendrán?: ¿15?, ¿16 años? y a estas horas… del portal de ella, a la casa de él…

Ella, con su mochila entre las piernas (donde, seguro, llevará un cepillo de dientes, el cargador del móvil y ropa limpia para mañana), satisfecha por sus dotes interpretativos hacia unos padres que, al parecer, se han tragado lo de irse a dormir a casa de Paula.

¿Y él? Parece nervioso, aunque lo sepa disimular mejor que ella. Necesita aparentar que tiene la situación controlada (lo del taxi ha sido un puntazo, ¿verdad?), aunque se trate del primer fin de semana que se queda solo en casa, el primero que dormirá abrazado a una chica, a su chica, el primero en satisfacer, sí o sí, una curiosidad tantas veces visionada en todas esas páginas de internet no autorizadas. Y ahora, seguro, estará repasando mentalmente cada detalle: su calzoncillo Calvin-Klein (el único ‘chulo’ de los que acostumbra a comprarle su madre), las velas del Todo a 0,60 colocadas como al azar en su mesilla de noche, el despertador de Pluto escondido en lo más recóndito del armario, y la caja de condones en el primer cajón, bien a mano y ya desprecintada (para no hacer el ridículo tratando de abrir el maldito plástico), esa de 6 unidades que compró ayer mismo, en el Carrefour y entre risas nerviosas, con su amigo Nacho.

También habrá previsto una y mil veces cómo iniciar lo inevitable, cómo será su primera gran incursión en el complejo mundo del sexo opuesto, la primera vez que consigue acariciar unos pechos desnudos por debajo del sostén (¿llevará relleno?), o el primer contacto dactilar bajo el ceñido pantalón de ella (¿braga o tanga?). Hasta al fin alcanzar el momento cumbre de su adolescencia, aquel que lleva tantas noches esperando y tantas otras conversaciones especulativas con sus colegas de clase.

Y mientras, pobre… Trata de ser lo más simpático posible, buscando el comentario más ingenioso, o el beso más tierno sobre el hombro de ella. Y ella también sonríe, porque al fin se ha decidido tras un interminable monólogo interior (alguna vez tendría que ser la primera, vamos, digo yo…. Porque no hay mejor chico que éste para ser recordado durante el resto de mi vida: Guapo a rabiar, cariñoso, sensible, detallista… vamos, que nos conocemos desde la infancia, que ya es hora, que mi amiga Paula ya lo ha hecho con Fran y dice que no duele, ni nada. Y que sólo sangró un poquito…)

Hasta que al fin llegamos: Con el taxímetro sudando envidia por cada uno de sus 9,35€.

– Quédese con el cambio – me dijo él con la voz temblando.

Y se marcharon cogidos de la mano. Luego él abrió el portal. Dejó que ella entrara primero.

Sincero a cero (empate)

Te quiero, o no. ¿Te quiero?

Nunca me lo había planteado (¿te quiero?), como tampoco me planteo dejarme crecer el pelo, o llorar hacia fuera para no morir ahogado por dentro.

Digo esto porque ahora todas son guapas (las usuarias de mi taxi, quiero decir), con esas minifaldas y esos tirantes y esas comisuras y esos piercings ombligueros y esas miraditas al espejo empañado…

…y sin embargo, cuando las miro de soslayo no puedo evitar pensar en tu minifalda y en tus tirantes y en tus comisuras (jugando al Tetris con las mías) y en ese piercing tuyo que aun no he conseguido encontrar y en el espejo del alma que tienes por cara.

Y cada golpe de taxímetro son cinco céntimos menos que me faltan para verte, pero cuando te tengo, cuando me tumbo a escasos centímetros de tus uñas, soy un cero arañando decimales, un pingüino borracho de mojitos en Cancún, una muela picada en la boca del asno.

Y entonces pienso que hasta la velas se pueden quedar a dos velas.

Y cuanto más te quiero, más me odio. Y cuanto más tiempo paso a tu lado (con los párpados como plantas carnívoras), más me acerco al sopor de un Domingo de siesta, pizza congelada y mesa camilla. Al dolor de un futuro prefabricado con vistas al Muro de las Lamentaciones.

Ni contigo ni sin ti, nilibreniocupado, me cago en mi puta vida.

Espero que nadie confunda mi taxi con una Falla

Camino del Aeropuerto:

– Pues… me voy a pasar unos días a Cancún, ya sabe: sol, mujeres ligeritas de ropa, coctails, playas paradisiacas… – me soltó el usuario (allá donde más duele).

– Suena bien… – dije enseñándole los dientes a través del espejo.

– Y usted se queda en Madrid, ¿verdad? – me preguntó con cierto regustillo cabroncete.

– Ehhh… no. ¡Me voy!. ¡Me voy hoy mismo a… las Fallas!. ¡A ver las Fallas! – improvisé (no te jode…).

Así que, por culpa de unos cuantos pecados capitales (ira, envidia, etc.) proyectados en aquel usuario, tiré de contactos y en apenas diez minutos conseguí una cabaña a pie de playa en uno de esos campings que violan y salpican, a partes iguales, la costa levantina.

Pasé por casa para arramplar con lo básico (un bañador estampado, un par de mudas, 10 bolis bic, un paquete de 500 folios, tres baterías extra para el ordenador portátil y mi patito de goma Made in Hong Kong) y pocos minutos después del mediodía (P.M) salí de estampida con mi taxi a cuestas y el depósito lleno hasta las trancas (y barrancas).

En apenas cuatro horas (sin paradas, respetando las normas) ya estaba merodeando por un precioso pueblo de la costa levantina. Estaban en Fiestes Falleras:

(Espero que nadie confunda mi taxi con una Falla):

Aprovecharé para desconectar del mundo por un número indeterminado de días (aún no lo he decidido; según la inspiración).

…y aparcaré mi taxi, bien a la vista, junto a la cabaña.

…y escribiré hasta que se me borren las huellas dactilares.

…y le pondré un Nick distinto a cada ola del mar (vuestros Nicks, por supueso).

… y comeré arroz avanda hasta que me salgan granos.

…y meditaré sobre lo humano, lo divino y lo taxístico.

…y me acordaré de nadie y os recordaré a todos.

…y apagaré el teléfono, y desconectaré mi sentido arácnido.

…y escribiré, y escribiré y escribiré hasta que al fin explote por sobredósis cada puta letra de la R.A.E.