Con el ajetreo del primer día de colegio, o tal vez por la falta de costumbre, la mujer se dejó olvidado el tupper de su hijo en el asiento trasero de mi taxi. En realidad eran dos tuppers y un brick pequeño de zumo metido todo en un bolsito isotérmico, la típica fiambrera pero con dibujitos de Dora la Exploradora. La mujer y su hijo (unos ocho años, gordito y con cara de pan de hogaza) se habían bajado a las puertas de un colegio inmenso, y al reparar en el olvido pensé en dar la vuelta y entregarlo en secretaría. Pero luego reparé en algo: un niño gordito con una fiambrera rosa de Dora la Exploradora sin duda se acabaría convirtiendo en el saco de hostias de todo el colegio. Esa madre, en fin, estaba creando un monstruo. No sé si hice bien, pero al final decidí no devolverla y guardarla en el maletero del taxi.
Llegó la hora de comer. Había quedado con mi editor en un restaurante del centro, pero me acordé de la fiambrera y le llamé para anular la cita. Como excusa le dije que estaba fraguando una historia cojonuda para mi próximo libro de relatos.
Así que acabé aparcando mi taxi en el parque más cercano y buscando un buen banco a la sombra con mi fiambrera de Dora la Exploradora bajo el brazo.
Me senté a lo buda y me dispuse a comer. Uno de los tuppers contenía una descomunal ración de arroz con guisantes, taquitos de jamón, tortilla, pollo empanado y sobrecitos de ketchup, y el otro macedonia de frutas en almíbar. Del primer tupper llamó mi atención una nota que su madre le había pegado en el dorso de la tapa. La nota decía: «No olvides comértelo todo. Te quiere: mami», todo ello rodeado de corazones rojos. Imaginé la cara de bochorno del pobre niño al abrir el tupper delante de sus colegas. Sin duda esa madre era una fábrica de traumas.
Comencé a comerme el arroz acompañado del zumo de melocotón. Los viandantes que cruzaban el parque me miraban extrañados, a mis 34 años y mi 1,85 de estatura y con la fiambrera de Dora la Exploradora entre las piernas, y chupando a ratos de la pajita de un brick minúsculo. Pero a mí me daba igual. Estaba rico.
Entonces sucedió algo extraño. A mitad del plato ya me sentía saciado, pero la nota de mamá, «No olvides comértelo todo» me obligaba a seguir comiendo por miedo a defraudarla. Había amor en ese plato, con sus guisantes y sus tacos de jamón cortados con mesura. Un amor que consiguió llenarme aun más que la macedonia de después.
Y me sentí tan feliz que llamé por teléfono a mi madre. Estaba apagado o fuera de cobertura.