Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

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Historia de un tupper

Con el ajetreo del primer día de colegio, o tal vez por la falta de costumbre, la mujer se dejó olvidado el tupper de su hijo en el asiento trasero de mi taxi. En realidad eran dos tuppers y un brick pequeño de zumo metido todo en un bolsito isotérmico, la típica fiambrera pero con dibujitos de Dora la Exploradora. La mujer y su hijo (unos ocho años, gordito y con cara de pan de hogaza) se habían bajado a las puertas de un colegio inmenso, y al reparar en el olvido pensé en dar la vuelta y entregarlo en secretaría. Pero luego reparé en algo: un niño gordito con una fiambrera rosa de Dora la Exploradora sin duda se acabaría convirtiendo en el saco de hostias de todo el colegio. Esa madre, en fin, estaba creando un monstruo. No sé si hice bien, pero al final decidí no devolverla y guardarla en el maletero del taxi.

Llegó la hora de comer. Había quedado con mi editor en un restaurante del centro, pero me acordé de la fiambrera y le llamé para anular la cita. Como excusa le dije que estaba fraguando una historia cojonuda para mi próximo libro de relatos.

Así que acabé aparcando mi taxi en el parque más cercano y buscando un buen banco a la sombra con mi fiambrera de Dora la Exploradora bajo el brazo.

Me senté a lo buda y me dispuse a comer. Uno de los tuppers contenía una descomunal ración de arroz con guisantes, taquitos de jamón, tortilla, pollo empanado y sobrecitos de ketchup, y el otro macedonia de frutas en almíbar. Del primer tupper llamó mi atención una nota que su madre le había pegado en el dorso de la tapa. La nota decía: «No olvides comértelo todo. Te quiere: mami», todo ello rodeado de corazones rojos. Imaginé la cara de bochorno del pobre niño al abrir el tupper delante de sus colegas. Sin duda esa madre era una fábrica de traumas.

Comencé a comerme el arroz acompañado del zumo de melocotón. Los viandantes que cruzaban el parque me miraban extrañados, a mis 34 años y mi 1,85 de estatura y con la fiambrera de Dora la Exploradora entre las piernas, y chupando a ratos de la pajita de un brick minúsculo. Pero a mí me daba igual. Estaba rico.

Entonces sucedió algo extraño. A mitad del plato ya me sentía saciado, pero la nota de mamá, «No olvides comértelo todo» me obligaba a seguir comiendo por miedo a defraudarla. Había amor en ese plato, con sus guisantes y sus tacos de jamón cortados con mesura. Un amor que consiguió llenarme aun más que la macedonia de después.

Y me sentí tan feliz que llamé por teléfono a mi madre. Estaba apagado o fuera de cobertura.

Una actriz porno en mi taxi

El caso es que al girar por Goya me mandó parar una actriz porno. Tampoco era una actriz muy conocida, más bien secundaria, de bulto, pero la reconocí de lejos (no me preguntes por qué). Era muy guapa, más en persona, de rostro angelical y pechos como dibujados con compás, recordé, porque ahora se mostraba vestida y bastante más tapada que muchas beatas (pantalón vaquero, ¡pendientes de aro! y una camisa ancha demasiado abotonada).

Al montarse me pidió ir a la calle Guzmán el Bueno y, claro, esa última «O» mantenida en su boca me llevó a ciertas escenas que comenzaron a apelmazarse en mi cabeza. Ahí no pude evitar quedarme clavado en mi espejo retrovisor, ojiplatico. Me costó darle al taxímetro, pero luego, en un asombroso ejercicio de profesionalidad, reanudé la marcha disimulando rutina.

Durante el trayecto traté de darle conversación fingiendo no saber quién era, pero intentando darle un doble sentido a mis palabras( y buscando, a su vez, que dijera muchas oes). Por ejemplo:

-Hay que ver cómo calienta, ¿eh?

-Sí. MuchO calOr.

Y así.

Pero luego, muy a mi pesar, la charla discurrió por otros derroteros. Me dijo que iba a Hacienda, ya ves tú, lo más antierótico del mundo, y que ahora lo teníamos muy mal los autónomos. Eso dijo: que era autónoma, y de seguido comenzó a echar pestes contra Rajoy. RajOy tiene otra O, lo cual me excitó sobremanera, pero yo forcé entereza y seguí incendiando el curso de su cabreo.

-¡Vaya!, ¡qué alegría!, ¡por fin un taxista que no es un puto facha!- me dijo.

Y antes de bajarse me pidió una tarjeta. Mañana tendrá que ir al aeropuerto, y prefería llamarme a mí que a cualquier radio-emisora. Yo luego me quedé pensando, pensando mucho: qué rara es la vida, qué despliegue de matices. Qué ansiedad.

Yasmín

Desperté antes que tú, y al abrir un ojo encontré tu bolso medio abierto en el suelo. Dentro del bolso asomaba tu caja de píldoras anticonceptivas, esas de las que me hablaste y me dejaron fascinado. Me fascinó, por ejemplo, que cada una de las 28 píldoras incluyera el subtítulo de su correspondiente día de toma (Día 1, Día 2, Día 3…). Pero, por encima de todo, me fascinó saber que las 7 últimas píldoras de cada ciclo menstrual carecían de principio activo. No eran más que placebos que sólo se usaban a modo de recordatorio, para no perder la rutina diaria. Así pues, aquellas últimas 7 píldoras no servían más que para dejar constancia del paso cíclico del tiempo.

Abrí la caja. La tableta de píldoras aún se encontraba por la mitad, con sus placebos de la última fila aún intactos. Pensé y me pareció romántico tomar uno de esos placebos por ti. Algo así como: «Me he tragado uno de tus días, amor»,  o «El día que te falta lo llevo dentro».  

El caso es que me tomé una de tus píldoras placebo. La píldora en cuestión no sabía a nada, como tampoco saben los días que nos quedan por vivir. Luego me di una ducha, me vestí con sigilo para no despertarte, y salí a trabajar. 

Saqué mi taxi del garaje y a las cuatro o cinco calles, de repente, comencé a sentir un intenso dolor en la zona inguinal.

Comencé a sufrir náuseas y a sentir algo así como pataditas. Ya han pasado varias horas, casi un día entero, y aún las siento.

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Nota: No sé si decírselo a Yasmín, o ir directamente al médico. ¿Será sugestión por mi parte, o tal vez esas píldoras provoquen en los hombres un efecto inverso?

Cortometraje basado en un relato del blog nilibreniocupado

TÍTULO: OTRA EXTRAORDINARIA HISTORIA MÁS.

Cortometraje realizado como práctica final del primer curso de Realización de Audiovisuales y Espectáculos de Cesur Málaga. 

– Dirección: Marco Takashi
– Reparto: Paco Roma, Fran Millán y Patri Fernández
Guión: Basado en una historia del blog «nilibreniocupado»
– Montaje: Marco Takashi y Jose Carlos Mendoza
– Sonido: Álvaro Guerrero
– Fotografía: Elena Garnés
– Producción: Alejandro García
– Making of: Jesús Moreno
– Cámara: Alexis López
– Subtitulado: Patricia Rueda

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Relato original aquí. // Enlace al video aquí. //Making-of aquí.

Colapso

Era tan bella como ausente de las calles, de los coches y, sobre todo, de mí. Nada más indicarme un destino no demasiado lejano tomó su iPhone entre los dedos, lo dispuso sobre sus piernas y así lo mantuvo, tecleando y sonriendo lo que leía, pegada siempre a la pantalla, sin levantar la vista por nada ni mucho menos por mí. Precisamente por eso, por mi ataque de soledad en conflicto con su belleza, no se me ocurrió otra que llamar su atención mediante un método tal vez algo bruto (¿acaso el flechazo de amor no lo es?) aunque siempre efectivo: clavar el freno bruscamente con la excusa, qué sé yo, de algún gato imaginario que se cruzó de repente o una paloma o un bache, cualquier cosa.

Y así lo hice pero no calculé o calculé mal la potencia de mi frenada. No esperaba que ella o, más bien, la cabeza de ella acabara empotrándose contra el respaldo delantero saltando a su vez el iPhone por los aires. Vista la violencia del impacto solté el freno al instante y ella recuperó su posición inicial. Ahora tenía el labio inferior ensangrentado y los dientes frontales también. Se echó una mano a la boca, vio la sangre y soltó:

– ¿Qué ha pasado?

– ¡Mierda! Se cruzó un gato de repente. ¿Estás bien? – dije parando el taxi en el arcén.

– ¡Menudo golpe! ¿Estoy… sangrando?

– Me temo que sí. Déjame ver.

Acerqué mi brazo por entre el hueco de los asientos, tomé su barbilla con dos dedos (tersa; muy suave al tacto) y estiré de ella con cuidado para ver mejor la herida. Apenas era un pequeño corte limpio provocado, supuse, por el impacto del filo de sus dientes contra el mismo labio. Busqué un Kleenex y se lo tendí.

– Lo siento mucho – dije.

– Tranquilo. Ha sido culpa mía. Tendría que haber estado más atenta o, al menos, haberme puesto el cinturón. Por cierto, ¿dónde está mi móvil?

– Espera, que lo busco. Saltó por los aires – tanteé por debajo de los asientos delanteros y en seguida lo encontré y se lo tendí, rozando ahora sus dedos con los míos.

– Gracias. Parece que no se ha roto. Menos mal… – dijo.

– Espera un momento. Voy a entrar a ese bar a pedir hielo para tu labio.

– No, no. Tranquilo. No te preocupes. No parece que sea nada. Sólo un poco de sangre – dijo lamiéndose el labio con la punta de la lengua, cardiaco momento.

Apenas sucedió nada más. Continuamos el trayecto y al bajarse me negué a cobrarle la carrera, por las molestias. Luego se marchó con mi Kleenex en el labio y yo me sentí mal y bien. Culpable por aquel golpe suyo que no pretendía, pero bien porque la chica guapa se acordaría de mí mientras durara el escozor de aquel pequeño corte en su labio (que tocaría una y otra vez con su misma lengua), pero culpable también por sentirme bien por su herida (que tocaría una y otra vez con su misma lengua), pero bien y sin embargo culpable porque la chica guapa se acordaría de mí…

…en un insoportable bucle.

El taxista más profundo del mundo

El azar de las calles otra vez me llevó por extraños derroteros (allende Castilla y León). En la calle Prim tomó mi taxi un hombre con un bolso de mano y me preguntó cuánto le costaría viajar, ahora mismo, a un pueblo cercano a Benavente, en Zamora. Busqué la distancia en mi GPS (270 kms. aprox.) y calculé, según las tarifas vigentes y peajes, 330€. Redondeé por lo bajo:

– 300€, caballero.

– De acuerdo. ¿Le importaría llevarme? – me preguntó, apurado.

Eran las ocho de la tarde. Pensé en mi vida: No tengo que madrugar (nunca madrugo), ni  llevar a los niños al colegio (no tengo hijos), ni consultarlo con mi jefe (no tengo jefe), ni advertirle a mi mujer o a mi madre o a mi perro (vivo solo, nadie me espera).

Le dije que sí. Es más, desde mi último viaje improvisado, siempre llevo en el maletero una muda, bañador y cepillo de dientes, por si el azar lo demanda.

Ya en marcha el usuario me contó que su hermana se había puesto enferma y que le fue imposible encontrar un medio de transporte más rápido, a estas horas, que el taxi. Luego se durmió durante los 250 kms. restantes.

Poco antes de alcanzar Benavente (frío de cojones y lluvia), le di unos golpecitos en la pierna y el hombre despertó. Repuesto ya me indicó cómo llegar al pueblo en cuestión (a escasos 10 kms. de allí, muy oscuro todo, por una carreterita estrecha llena de parches y baches). Al llegar a la misma puerta de la casa de su hermana, me pagó lo acordado (más 20€ de propina) e incluso me dijo que podía pasar allí la noche, que su hermana tenía camas de sobra.

– Agradezco su oferta, pero me esperan – mentí. Apagué el taxímetro y me marché. 

Eran ya las once de la noche y aún no había escrito nada para el post de hoy, así que busqué en el siguiente pueblo (aquel estaba muerto) algún sitio donde alojarme. Antes de alcanzar las primeras casas me sorprendió ver junto a la carretera una explanada con una serie de puertas ancladas en montículos dispuestos al azar, sobre el suelo (foto). De esas puertas entraba y salía gente.

Aparqué el taxi, cogí el ordenador portátil y entré en una de ellas. Tras un buen tramo de empinadas escaleras descendentes accedí a una bóveda con una barra, mesas de madera, barricas de vino y gente comiendo y bebiendo. Era una bodega (o cueva) excavada bajo la tierra o, más bien, bajo el rocoso subsuelo. Las mismas paredes formaban parte de la roca, y olía mucho a humedad. Tomé asiento en la barra y pedí, como no podía ser de otra forma, vino de la casa y algo para picar. Saqué el ordenador portátil.

– ¿Tienen Wi-Fi? – le pregunté al camarero.

– No. Comida china no servimos. Tenemos chorizo, jamón, morcilla, entresijos, gallinejas…

– Vale…

Con las tres raciones que elegí y un chato de vino alrededor del portátil me dispuse a escribir lo que ahora estáis leyendo. Le pregunté al camarero a qué profundidad nos encontrábamos. Me dijo que a 25 metros bajo un manto de tierra y rocas.

Como aquí no hay Wi-Fi, ni cobertura móvil, en cuanto termine de escribir estas líneas, tendré que subir a la superficie para colgarlo en la web.

Nota: Este post ha sido escrito, fruto del más literario azar, no sólo a 290 kms. de mi casa, sino también a 25 metros bajo tierra. Para que luego algunos digan que lo que escribo no es profundo.

Memoria selectiva

Tomó asiento, cerró la puerta y el espejo retrovisor me dijo el resto. Los mismos ojos color hambre, los mismos pómulos, la misma boca, mi misma arritmia.

– Buenas tardes. ¿Me lleva a la calle…

– ¿Maldonado esquina Lagasca? – interrumpí.

– ¿Cómo lo sabe? – me preguntó asombrada.

– Es la segunda vez que coincidimos, a esta misma hora y en esta misma parada. Del trabajo a casa, supuse entonces. Dadas las circunstancias, ahora supongo lo mismo. En aquella ocasión usted llevaba un abrigo de tweed distinto a ese, más entallado, con dos filas de botones y un bolso marrón cuyo broche hacía juego con las hebillas de sus tacones, también marrones. Olía a tabaco. Ahora no. ¿Consiguió dejar de fumar?

– Sí, bueno… ¡caray! ¿Memoria fotográfica? 

– Memoria selectiva – arranqué y accioné el taxímetro.

– ¿Selectiva?

– Olvido los rostros, pero no las huellas.

– ¿Qué huellas?

–  Me llamó la atención su cicatriz.

– ¿Ésta? – señaló con el dedo una pequeña cicatriz bajo su labio inferior.

– Sí. Esa.

– Yo la encuentro de lo más común.

– No lo es. En realidad le da un toque peculiar y misterioso a su rostro. Y algo me dice que a usted le gusta su cicatriz. Recuerdo en aquel otro trayecto que usted tendía a morderse el labio inferior cada vez que se sentía observada por mí a través del espejo. Es más, tiende a morderse el extremo opuesto del labio, el lado izquierdo, resaltando la cicatriz del derecho. Tal vez lo tome como un gesto de lo más común, pero bien sabe que a nosotros, los hombres, nos gustan ese tipo de detalles. El suyo resulta divertido, desenfadado. Incluso sexy.

– ¿Insinúa que traté de seducirle? – me preguntó. 

– Tampoco he dicho eso. A todos nos gusta gustar. Sentirnos atractivos hacia el resto. Nos hace sentir bien. Usted está casada, lo sé.

– Mi alianza…

– Su alianza, sí. También me fijé en eso.

– ¿Entonces?, ¿qué pretende decirme?

– Que me fijé en usted. Que a mí también me sedujo su cicatriz. Que recuerdo aquel trayecto con asombrosa nitidez. Eso es todo.

Llegamos a su destino. La mujer me pagó la carrera y abrió su puerta. Me giré, nos miramos, y en esto volvió a morderse el labio inferior. Sonreí y se marchó.

Ya fuera reanudé la marcha y a través del espejo retrovisor vi cómo sacaba del bolso una libreta y apuntaba algo mirando al tiempo la estela de mi taxi. Tal vez anotara mi matrícula con la que poder localizarme y convertir aquel segundo encuentro casual en un tercer cruce premeditado. O puede que tomara nota para denunciarme a la policía por acoso. Quién sabe.

El sexto sentido

Sobrado me creí con tres de los cinco sentidos para desentrañar la tragedia de aquel hombre: La vista, el olfato y el tacto. Nada más subir al taxi me llegó un fuerte olor a ginebra barata (una mezcla de alcohol en bruto y enebro): Venía de un bar. Tras indicarme su destino (zona Carabanchel), me fijé en su aspecto: Cincuenta años, piel gruesa y amarillenta, ojeras, barba de tres días, pelo oscuro con muchas canas, camisa gris sin planchar: Vivía solo. No llevaba reloj. Desempleado.

Durante el trayecto mantuvo la mirada perdida hacia la calle, sin fijarla en nada que llamara su atención: Deprimido.

Llegamos a su destino, me tendió un billete de 5€ desgastado y en el tacto de sus dedos noté unas yemas duras como piedras, curtidas. 

La ecuación, según mis sentidos, parecía clara: Aquel hombre trabajó toda su vida en algún oficio manual y de súbito se vio en el paro. Tal vez por culpa de ello su mujer le dejó y se abandonó a la bebida en un claro giro autodestructivo.

Pero nada más bajar del taxi gritó:

– ¡Mariam!

En esto, una rubia (espectacular) cargada de bolsas se giró:

– ¡Samuel! ¡no te esperaba tan pronto! 

La rubia se acercó a él y le dio un beso en la boca. Mi usuario tomó las bolsas y ambos entraron en una vivienda unifamiliar. La curiosidad me llevó a tirar de freno de mano y acercarme a la plaquita dorada que presidía la puerta. Leí:

«Samuel T. G. – Arquitecto -»

……………………….

Nota: No di una.

Moraleja: De nada sirven los cinco sentidos si no te funciona el sexto.

Filtraciones de tu rostro en mi cabeza

Siempre que duermo, en mis sueños, tus besos son trending topic. Son tus labios que se abren al cerrar mis ojos. Cables desde tu cama hasta la mía. Filtraciones de tu rostro en mi cabeza.

Pero ayer el Hombre del Saco intentó piratearme el sueño, hackear tu boca. Por eso cogí mi taxi y me fui a un hotel: para soñar tus besos desde otra cama espejo.

Para mi sorpresa, al pagar la habitación, el recepcionista me rechazó la VISA. Tampoco aceptó mi Master Card. Estaban canceladas por orden del Hombre del Saco. Recordé entonces otras formas de pago (hace sólo unos días compré el Mein Kampf en eBay por PayPal).

– ¿Y PayPal?

– Lo siento, señor. El Hombre del Saco también le canceló esa cuenta.

Desesperado por volver a encontrarme tus besos pensé en mi cuenta en Suiza. Paraíso fiscal, ya sabes (me la recomendó un amigo, traficante de armas, también cliente). Podrían hacerme una transferencia desde allí. Llamé:

– Lo siento, señor. Su cuenta ha sido cancelada. 

Cabizbajo volví al taxi, me adentré en un bosque y ahí, fuera de toda cobertura (y pastillas antipánico mediante), conseguí dormir. Pero tuve una extraña pesadilla: Tus labios de ensueño comenzaron a besarme, hicimos el amor, se rompió el condón y me denunciaste por acoso.

Desperté en un calabozo, pendiente de juicio y sin fianza. No entiendo nada.

Comer de Tupperware

Siempre que veo a alguien comiendo de su Tupperware en un parque, o sentado en el maletero de su taxi, me da por pensar que hay alguien detrás, distinto al que come, que preparó la noche anterior para él o para ella esos filetes empanados, o esa ensalada de pasta fría. Un marido o una mujer o una madre o un padre o un hermano cocinando algo distinto cada día, para no repetirse: mañana tortilla porque ayer hubo pescado, metiendo esos Tupper ya elaborados en la nevera, junto a los yogoures que también cogerá y la bolsa isotérmica fuera, sobre la encimera. Tiendo a suponer que algunas parejas recortarán la fruta con formas varias (un corazón o una cara sonriente uniendo kiwis y fresas) o dejarán notas dentro de cada Tupper para sorprender al que lo abre: Un te quiero distinto cada día sobre los muslos de pollo, o un eres muy linda entre las hojas de lechuga de la ensalada sin aliñar.

Yo no tengo a nadie que me prepare los Tuppers, ni siquiera tengo Tuppers en la cocina pero quería saber qué se siente comiendo en ellos sentado al sol en un parque. Por eso he comprado esta mañana un juego de Tuppers en los chinos y, en una tienda de alimentación, un sandwich de pavo (nunca antes había comido pavo, pero pensé que pegaría con la escena), una ensalada mediterránea envasada al vacío, una manzana y una botella de agua (tampoco suelo beber agua, pero también pegaba). He metido el sandwich y la ensalada en sendos Tuppers, así como un par de notas escritas por mí (no os diré lo que decían por preservar mi intimidad) y luego he aparcado mi taxi en un parque de una zona empresarial y me he sentado en un banco distinto al del resto de los comensales allí esparcidos. Al abrir mi primer Tupper he sacado la nota, despacio, y al leerla he sonreído para que los demás supieran que a mí también me habían preparado la comida. 

Primero me he comido la ensalada, bien despacio, luego el sandwich (estaba asqueroso, pero por motivos obvios he fingido lo contrario), luego la manzana y, después de recogerlo todo y meterlo en la bolsa, he permanecido un rato al sol. Diez minutos después he mirado el reloj como si yo también tuviera hora de entrada al trabajo y me he marchado.

Aquella escena me ha hecho sentir bien de verdad. Puede que lo repita en un parque distinto, o en ese mismo a la misma hora, ¿por qué no?