En el paseo marítimo se acerca una pareja y me dice:
– ¿Eres el taxista ese del blog?
– ¿Qué es un blog? – contesto.
En realidad, esta frase es la primera que pronuncio en los dos últimos días. Tras semejante mutismo, mis cuerdas vocales parecen haberse convertido en sogas alrededor del cuello.
En los dos últimos días no he salido de la cabaña más que para hacer fotos y comer. Ni siquiera para esto último he necesitado pronunciar palabra alguna. Simplemente me sentaba en la misma mesa del mismo restaurante de siempre, esperaba al mismo camarero de siempre y al acercarse, le señalaba con el dedo el mismo plato combinado de la misma carta de siempre.
Ayer, mientras engullía con devoción mi segunda paella del día, escuché decirle al otro camarero:
– El de la mesa 3 solo puede ser guiri, sordomudo o gilipollas.
– O las tres cosas – le siguió el otro.
Cada vez que me daba la espalda le hacía una foto. Puede que le utilice como personaje para mi novela. Es calvo y con bigote. Podría pasar, pues, como usuario prototípico de mi taxi.
Después de comer siempre me encierro en mi cabaña a escribir. Ahora estoy escribiendo desde mi cabaña. Escribo. Estoy escribiendo. Escribo.
A intervalos, como digo, salgo a hacer fotos. Las Fallas ya se quemaron, así que fotografío a los lugareños, de espaldas, sin que se den cuenta. Luego, en mi cabaña, miro las fotos y fantaseo con sus vidas. Algunos también saldrán en mi novela. Toqueteo a las mujeres bonitas con el puntero del PhotoShop. Amplío sus ojos. Invierto sus labios. Coloreo sus labios. Le adjunto otra capa con los míos.
Y mi taxi bien, gracias. Permanece aparcado a mi vera, de vacaciones. Le tengo con los faros mirando al mar, por si aparece de repente una sirena nadando en medio de la noche.
Y las olas bien, gracias. No me acerco porque prefiero no tocar la saliva que desprenden al romperse en la línea de esta playa. Porque si probara la saliva dulce de esas olas ahora sé que no regresaría a Madrid en la puta vida.