Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Archivo de noviembre, 2014

La relatividad de lo importante

Pienso en ese abuelo que camina despacio, veintitrés minutos desde su casa a la megasuperficie comercial, atravesando un parque, bordeando un cementerio. En el supermercado de la megasuperficie comercial recorre unos pasillos sabidos de memoria, toma lo que vino a buscar comprobando bien el precio, y espera paciente en la cola hasta llegarle su turno, saluda a la cajera, le entrega el pack de cuatro yogures naturales (la oferta del día), paga a la cajera con monedas, lo lleva justo,  hasta los céntimos, y sale después caminando con sus yogures en la mano, y en el paso de cebra freno mi taxi al verle dispuesto a cruzar, pero en esto él mueve su brazo, como tratando de decirme que no, que pase yo mejor, que no me detenga y circule; él no tiene prisa y además le gusta ser cívico con los coches, ayudar en la medida de lo posible. Es un gesto tonto, apenas imperceptible ese de dejar pasar a un coche aunque él tenga preferencia, pero insisto en que no tiene prisa y prefiere no molestar y a la par serle útil a alguien, que alguien le acabe levantando el brazo en señal de agradecimiento: gracias, buen hombre, por dejarme pasar (le di a entender levantando yo también el brazo) . Y me atrevería a decir que se siente orgulloso de ello, que se siente bien consigo mismo, y al pasar mi taxi, si no vienen más coches a los que hacerles lo mismo (pasen, pasen) continuará caminando, cruzando despacio el parque, bordeando el cementerio, con apenas un pack de yogures naturales en la mano, satisfecho por algo que tal vez al resto le pase desapercibido. Y esta noche, después de una cena liviana, abrirá el yogur de la victoria y guardará la tapa con +2 puntos en el sobre de las tapas canjeables.

La extraña pareja

FOTO: William

FOTO: William

Braulio, nombre ficticio, quedaba con su amante en un hostal del centro cada jueves por la tarde, que era el día en el que Paula, su mujer, tenía pilates y café posterior con sus amigas. Sin embargo Braulio no alcanzaba a disfrutar plenamente de su amante: cada vez que se acostaban no podía evitar pensar en Paula, su mujer. Del mismo modo, y en una suerte de bucle imposible, cuando hacía el amor con Paula, no podía evitar pensar en su amante. Las dos mujeres, en fin, esposa y amante, le notaban ausente, pero Braulio no podía prescindir de ninguna, ya que en ambas encontraba un extraño equilibrio indivisible. Lo que Braulio no sabía era que Paula, su mujer, después de esas clases de pilates de los jueves, no quedaba en realidad con sus amigas, sino que alargaba las clases con el monitor de pilates en el apartamento de éste. Paula hacía el amor con aquel hombre cada jueves por la tarde, después de las clases, y sin embargo, ella también pensaba en Braulio. Pensaba en su marido aunque de un modo distinto: lo suyo era simple venganza. Paula sabía casi desde el principio que Braulio tenía una amante. Pero en lugar de reprochárselo, optó por investigar a la amante en cuestión. No tardó en comprobar que la amante de Braulio, a su vez, estaba casada con un monitor de pilates. El resto os lo podéis imaginar.

A pesar de todo, extrañamente, se quieren. Paula y Braulio se quieren. O al menos no tienen intención de separarse. Lo sé porque Paula se dejó olvidado el iPad en mi taxi, y no pude evitar ojear sus notas en forma de diario. Luego devolví el iPad en el local de pilates del que la vi salir justo antes de tomar mi taxi. Llamé a la puerta y entregué el iPad al monitor. Como a él también le dé por leer el diario, arderá Troya.

El cielo ahora mismo

FOTO: Wikipedia

FOTO: Wikipedia

El cielo ahora mismo es la habitación de un fumador soltero. Se deshace el gotelé y los coches no parecen disfrutar de los charcos: tocan el claxon, que es la forma fácil de gritar sin sentirte culpable. En esto se abre el semáforo, pero hay un autobús atravesado justo delante de mi taxi. Un chaval de pie en el interior del autobús me observa con ojos de preso en el vientre de Moby Dick. Se encoje de hombros, dibuja una estrella en el vaho del cristal. Sin duda llega tarde, aunque no parezca importarle demasiado. Giro el volante de mi taxi, intento cruzar aprovechando un hueco entre la barbilla del autobús y el coxis de una furgoneta de paquetería urgente. El conductor del autobús parece un muñeco de playmobil. La misma expresión simpática y sin embargo ausente. Acelero en cualquier caso. Sigue lloviendo. A ambos lados, paraguas. Hay un hombre en la boca del metro vendiendo paraguas. Curiosamente, es el único en la calle que no lleva paraguas. El que vende paraguas lleva un abrigo con capucha. Me fijo también en una pareja compartiendo un paraguas. Él sujeta el pomo. Ella se sujeta al brazo de él. Tal vez si ella le soltara, el chico saldría volando como Mary Poppins. Tal vez sea ella quien le mantiene a él con los pies en el suelo. También hay un hombre sentado en la acera con la mano erguida, pidiendo limosna. A su lado, un cartel en blanco, sin mensaje. Quizás el mensaje se encuentre escrito en el dorso y se confundiera al colocarlo. O quizás el mensaje sea ese: nada.

A todo esto, se me olvidaba. En el asiento trasero de mi taxi viaja una conocida parlamentaria del Congreso que nos representa a todos. No diré su nombre, no diré sus siglas. Sólo diré que en los veinte minutos que duró el trayecto, apenas levantó la vista de su teléfono móvil. Se mostró totalmente ajena a todo lo que os cuento. No observó el atasco, ni los paraguas, ni al vendedor de paraguas, ni a aquella pareja ingrávida, ni al mendigo. Por no fijarse, ni siquiera se fijó en la lluvia.

Terapia de grupo

Magda llevaba años acumulando gotas, rebasando el vaso, reforzando el borde del vaso para contener más gotas, ahuecando sus manos para las gotas sobrantes, fregando las gotas que caían al suelo. Hora y media para ir al trabajo, ocho horas y media de curro con un descanso para comerse un mísero tupper que cocinaba la noche anterior, otra hora y media de vuelta, bañar a los niños, ayudar al mayor con los deberes, darles la cena, limpiar la casa, cruzarse con Juanma, su marido, vigilante de seguridad en el turno de noche, pagar el alquiler, la luz, el agua, el gas, dos teléfonos, la guardería del pequeño y el comedor del mayor, las letras de la lavadora, las cinco últimas cuotas de un crédito al consumo que tuvieron que pedir para pagar a Hacienda y arreglar el coche… La pillé de vuelta a casa, saliendo del metro para tomar el autobús interurbano que perdió por segundos. El próximo salía en media hora, y no le daba tiempo a bañar a los niños (hoy Juanma doblaba turno), de modo que tomó mi taxi.

—Buenas noches. A Parla, por favor. ¿Cuánto me costará, más o menos?

Metí el destino en el navegador, calculé los kilómetros y dije:

—Unos 20 euros.

—¿Admites tarjeta?

—Sí.

Y allá que fuimos. En el trayecto me contó cada gota de su vaso, desbordándose ella y salpicándome a mí. Y tanto nos ahogamos que al tomar el desvío, dirección Parla, paré un momento en el arcén, detuve el taxímetro, bajé del taxi, abrí su puerta y dije:

—Sal.

—¿Cómo dices?

—Sal conmigo. Terapia de grupo.

Corrí unos metros por el descampado aledaño y comencé a gritar:

—¡¡AAAAHHHHH!!

Ella sonrió desde el taxi y corrió hacia mí.

—¡¡AAAAHHHHH!!

—Suéltate —dije.

—¡¡ESTOY HASTA EL MISMÍSIMO MOÑO DE MI JEFE, Y DE CHUPARME TRES HORAS DE VIAJE PARA IR A UN TRABAJO DE MIERDA, Y DE LA SUBIDA DEL RECIBO DE LA LUZ, MENUDA PANDA DE MANGANTES, Y DE NO PARAR NI UN MALDITO SEGUNDO DESDE QUE ME LEVANTO HASTA QUE ME ACUESTO!

—¡Sigue, sigue!

—¡¡Y QUE A VICTOR NO LE GUSTEN LAS LENTEJAS, Y QUE JUANMA SE ADUEÑE DEL MANDO CUANDO HAY FUTBOL, Y QUE EL RETRETE GOTEE Y EL CASERO PASE DE ARREGLARLO, Y QUE HACE CINCO AÑOS QUE NO TENEMOS VACACIONES!!

—¡Vas muy bien!

—¡¡Y NI ME ACUERDO LA ÚLTIMA VEZ QUE JUANMA ME HIZO UN CUNNILING

—VALE, vale. Esto…  Hace frío, ¿eh? Vámonos, anda.

Decadencia

FUENTE: fotolibre.org

FUENTE: fotolibre.org

Con bastante frecuencia y no siempre de noche, me veo obligado a brear con usuarios de mi taxi drogados de verdad, de esos que ya no son capaces de ocultarlo e incluso reconocen haber perdido el control anoche, o la noche anterior a la última noche, y ahí siguen dos días después, desbarrando, sin frenos, mientras el cuerpo y el bolsillo aguanten. Leo en sus ojos cierta lucha horrible contra sí mismos, dando tumbos en la cuerda floja y sin red de la cordura, lanzando su reloj por la ventana, matando a palos a sus ángeles y a sus demonios, sin saber quién es cual o tal vez sean demonios disfrazados de ángeles o viceversa. Saben que el bajón final se acerca y sin embargo, no dudan en mostrarse decididos a quemar hasta el último cartucho, como si no hubiera vida después de esa última raya lamiendo el papel, o del límite final de su tarjeta.

No conozco situación más decadente y tal vez muchos jóvenes, si vivieran semejante espectáculo en el hermético entorno de un taxi, si tuvieran que conducir un taxi mientras un hombre hastiado y perdido viaja justo detrás de su cuello, comprenderían el efecto real que producen las drogas.

Feliz cumpleaños, @mariam_otea

No me importa cumplir años, o descumplirlos, o quedarme perenne en los 37 hasta el fin de mis días. Los números mienten (y como muestra, compara los 37 años vividos por cualquier triatleta con mis bebidos 37; compara la experiencia acumulada de un sexador de pollos con la de un taxista), y además nadie se conforma con la edad que tiene (a los 16, te sumas años falseando el DNI para entrar en los garitos.Y con 40, usas cremas y cirugía para restarlos).

Las edades me confunden, de modo que no me hace especial ilusión cumplir años, ni mucho menos celebrarlo y recibir regalos sin mayor mérito que ser, en fin, más viejo que ayer pero menos que mañana. Sin embargo hoy cumple años la mujer más importante de mi vida, y en verdad os digo que me hace ilusión celebrarlo igual que celebro despertar cada día a su lado. Ella es un regalo en sí mismo, y por ella, ya lo ves, soy capaz de tartas con velas, y cumpleaños feliz desafinado, y regalos envueltos con mesura y notitas y flores y lo que haga falta. Porque insisto en creer que el amor es eso. Dar incluso aquello que no te haría ilusión recibir. Y celebrarlo todo, siempre y cuando lo celebre a su lado. Siempre a su lado. Siempre.

Nadie es culpable de nada

FOTO: RunioRedMane

FOTO: RunioRedMane

Yo no sé qué le fluye por dentro a ese hombre que viaja ahora mismo en mi taxi, en silencio, observando el tráfico a través del cristal. Es normal en apariencia, todos lo somos (también los asesinos en serie, también los maniaco depresivos, también los banqueros, a simple vista, son normales), pero ahí donde le ves, con su camisa normal, sus pantalones normales, su afeitado normal y sus gafas normales, ese hombre lleva consigo un pasado exacto e inigualable. Y ese pasado habrá forjado su modo de entender el mundo, que será distinto al mío aunque los dos, a fin de cuentas, habitemos ahora mismo el mismo espacio y viajemos juntos a un mismo destino. Y tal vez ese hombre que viaja ahora en mi taxi cambió aquel día que murió su padre, o cuando le tocó un buen pellizco en la lotería, o cuando se arregló los dientes y a partir de entonces busca cualquier excusa para sonreír (cosa que antes evitaba) o, tirando más atrás, cuando le expulsaron por vez primera del colegio, o con la primera y única hostia que le soltó su madre aquel fatídico 3 de marzo de 1983 a las doce y quince de la noche. Tal vez su camino se torció y se enderezó varias veces, o tal vez caiga y se levante con más facilidad que yo. Tal vez tienda a darle mil vueltas a las cosas, tal vez sea tremendamente indeciso, y todo por culpa de aquel penalti que lanzó en 3º de EGB y falló adrede porque la portera rival era la chica que le gustaba, y ni con esas consiguió salir con ella y entonces pensó que, de haberlo sabido, sin duda habría pegado un trallazo en plena escuadra y habría ganado el partido y el respeto de los suyos.

Son esos matices, a veces imperceptibles, los que nos marcan y acaban moldeando nuestra personalidad. Ciertamente no conozco ningún momento clave en la historia del usuario de mi taxi (no por falta de ganas) y sin embargo ahora viajamos juntos, y al mismo destino, lo cual nos llevará a tener un fragmento de pasado en común. De modo que yo habré influido en él y él, inevitablemente, habrá influido en mí (al igual que tantos otros que influyeron en la vida de ambos). Así que, en cierto modo, nadie tiene la culpa de nada.

Hombres salvados por mujeres

FOTO: Jacinta Lluch Valero

FOTO: Jacinta Lluch Valero

Todos cambiamos con el paso del tiempo (ley de vida, supongo), pero cierto es que algunos, más que cambiar por sí mismos, se dejan cambiar o se arrastran o amoldan a sus nuevas mitades. Acaban adoptando los rasgos más suaves de sus propias parejas, mutando de personalidad o tal vez limándola hasta encajar en sus preferencias, borrando a su vez cualquier rasgo propio o escondiéndolo o hibernándolo en la capa más profunda de su esencia innata.

Algo así intuí en aquel matrimonio de mi taxi: él tenía aspecto de tipo rudo aunque amansado, previsiblemente, por la fuerte influencia que sin duda le inyectaba ella. Me juego el cuello a que el tipo en cuestión, antes de conocerla, había sido un pieza de cuidado: el típico juerguista y mujeriego cuanto menos, dominante y difícil de domar, broncas y egoísta, pero ahora reconvertido en cordero dócil, tierno y sumiso con su mujer. Hablaba siempre un tono más bajo que ella, falseando su voz cazallera y colando en cada frase un cariño por aquí, un mi vida o un mi amor por allá, gracias a lo cual conseguía suavizar el trasfondo del mensaje. Si decía, por ejemplo: “Tu hermano es gilipollas, amor” (léase en tono melódico-meloso), no sonaba igual de incisivo que si le hubiera llamado «gilipollas» a secas con un tono más grueso. Había encontrado, pues, la salvación en ella: de bala perdida a balar cual oveja en su redil. Era ella quien le había suavizado, lo cual sin duda alguna (aunque en silencio) agradecía. Quién sabe cómo habría acabado de no haberse topado con la dosis ansiolítica precisa para acallar su poca y mala cabeza.

Algunas mujeres ejercen sin querer de madres salvadoras (raro es el caso opuesto), y es por eso que son y serán siempre intrínsecamente más fuertes que nosotros. No lo llames calzonazos, no. Llámalo supervivencia.

El violador de la página en blanco

Observa por un momento el blanco de detrás de estas palabras. Intenta abstraerte de lo que estás leyendo y fíjate sólo en el fondo blanco. Léeme como si no existiera, o como si cada una de estas palabras sólo fueran manchas incómodas que te impiden centrar la vista en el fondo blanco que hay detrás. Tal vez ahora estés pensando que estorbo, que de aquí en adelante debería dejar este espacio en blanco para que te fijes bien en el blanco del fondo tal y como te he pedido. Ahora soy yo el que se siente incómodo. Creo que sobro, fijaos: no puedo dejar de escribir y sin embargo os he pedido que no hagáis caso a estas palabras. Entonces,  ¿por qué quiero centrar vuestra atención en el fondo blanco? Muy sencillo. El blanco es súmmum de la perfección absoluta. No hay nada equiparable a un fondo blanco, y tal vez por eso me sienta a veces un jodido impostor tratando de llamar tu atención con mis palabras cuando en verdad desearía que tú, por ti mismo, consiguieras ver cosas a través de un folio en blanco, o de un muro en blanco, o de una pantalla en blanco. A veces pienso que escribir es un acto de cinismo absoluto. Manchamos la pureza, dotamos de ruido la perfección del silencio, sólo porque nos creemos mejores que una página en blanco, o capaces de superar el criterio de cualquier observador de una página en blanco. Por eso le tengo tanto respeto a la palabra escrita. Escribir es suicidarse y fingir estar vivo al mismo tiempo. Creerte por encima del lector aunque en verdad el lector te gane en ganas de aprender de ti. Así me siento a veces. Como un violador de la página en blanco. Ahora olvídate de lo leído y fíjate en el fondo blanco. Observa el blanco que se cuela alrededor de cada letra. Qué belleza, ¿no crees? Qué sucio me siento ahora.

Despecho

Su novia rompió con él de repente, y la primera reacción del recién despechado fue salir del bar y alzar la mano al ver mi taxi libre. Entró en el taxi con un portazo, lanzó un suspiro al aire y me dijo, titubeando, que tirara hacia el centro. En realidad no sabía dónde ir, pero aquella indicación tan genérica le daría el tiempo necesario para recuperarse del shock, o al menos para improvisar un destino más concreto. De momento necesitaba huir, recomponerse. Ella no quería estar con él, ya era un hecho, y ahora le tocaba asumir su derrota, o analizar los motivos, o bien tirar por el camino rápido: odiarla.

Yo, como taxista espectador, sabría de su reacción a partir del destino que acabara indicándome. A casa, significaría derrota. A otro bar, negación. Sin embargo al final me pidió que le llevara de nuevo al mismo bar del principio. Y cuando llegamos, encontramos a la chica en la puerta del bar, besándose con el portero. Y al verlo el chico sonrió. Ya tenía motivos para odiarla.

–A otra cosa –me dijo.

–Aparco el taxi y te invito a una copa –le dije yo.