Hace tiempo viajé a Israel para dar una charla sobre blogs y literatura on line invitado por el Instituto Cervantes de Tel Aviv. Huelga decir que en los tres días que duró mi estancia me trataron fantástico, y que tuve la ocasión de hablar honestamente con israelís y judíos de todas las partes del mundo (argentinos, franceses, incluso rusos), así como con un buen número de españoles destinados a la Embajada y al Instituto en cuestión.
Por una parte, llamó mi atención que algunos de los españoles becados en la Embajada eligieran Tel Aviv como destino, movidos principalmente por su condición sexual (según me contaron, aproximadamente el 25% de los habitantes de Tel Aviv eran abiertamente gays). De hecho, lo normal era cruzarte con tipos musculados y embutidos en camisetas de tirantes paseando por su inmensa playa (muy al estilo de Miami), o en las terrazas, en extraño contraste con algún que otro judío ultraortodoxo de sombrero, traje negro y sendos rizos a ambos lados de la cara.
Llamó mi atención la sensación de seguridad que se vivía en la ciudad. Podías caminar a altas horas de la noche sin temor a que pasara nada. Llamó mi atención el altísimo nivel de vida que podía intuirse por la cantidad de hotelazos de cinco estrellas, casoplones particulares, cochazos y hasta taxis (muchos eran Mercedes de alta gama). Llamó mi atención el miedo de quienes no eran judíos hacia los servicios secretos del Mosad (me contaron historias terroríficas de personas que desaparecían, o eran encerradas y aisladas durante años, sin pruebas ni derecho a un abogado). Pensé que exageraban, pero cuando ya me disponía a abandonar Tel Aviv, yo mismo fui retenido e interrogado en el aeropuerto por una agente del Mosad. Viajaba solo, con mi barba de tres días, lo cual, supongo, levantó sus sospechas. Me cachearon de muy malos modos, abrieron con destornilladores las tripas de mi ordenador, y me interrogaron en una sala durante más de dos horas, mirándome a los ojos y gritando. De nada les sirvió mi carta firmada y sellada por la Embajada de España que explicaba los motivos de mi estancia, o el intento de mediación por parte de la persona de la Embajada que me acompañó al aeropuerto. Después de aquello me enteré que, en mi mismo vuelo a Madrid, se quedaron retenidos dos turistas españoles por el simple hechos de llevar en sus maletas un pañuelo palestino.
Ante semejante cúmulo de vejaciones (y el miedo y la impotencia que llegué a sufrir), y sintiéndolo mucho por la buena gente que había conocido allí, me juré no volver nunca a más a Israel.
Pero al judío de Israel le tranquiliza esto. El judío de Israel vive instalado en una especie de psicosis permanente alimentada por el propio Estado de Israel. Por ejemplo todos los Israelís, sin excepción, hombres y mujeres, están obligados a formarse militarmente durante dos años durísimos. De hecho, después de su «servicio militar», suelen concederse un año sabático para viajar por el mundo y «desintoxicarse de la salvaje instrucción militar» (palabras textuales de quien me lo contó). Era habitual ver a chavales jóvenes con fusiles de asalto por las calles de vuelta del cuartel, o incluso pequeños autobuses de línea conducidos por militares con la intención de preservar la seguridad de sus ocupantes. También tienen prohibido cruzar y conocer la realidad de Gaza, a no ser que cuenten con pasaporte diplomático. Aunque es cierto también, yo lo viví, que son tremendamente críticos cuando les llegan noticias de la la muerte de niños palestinos. Critican y les apena mucho la contundencia desmesurada de su propio ejército. Así que, por lo que pude ver, son mucho más humanos y sensibles los judíos de Israel que el Estado de Israel, es decir, sus dirigentes respaldados por las grandes potencias (EE.UU. principalmente). No confundamos esto.