Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Archivo de enero, 2014

Reparto de tareas domésticas

FOTO: @simpulso

FOTO: @simpulso

Sonia olvidó una carta de su amante en el bolsillo trasero del pantalón que acabó en la lavadora junto con la ropa de su marido. El centrifugado desmenuzó la carta, pero quedaron cachitos disueltos en el tambor y pegados en la ropa. No fue ella sino su propio marido quien sacó después la ropa de la lavadora para tenderla y se encontró con los trocitos de esa carta: palabras sueltas y difuminadas por el lavado cuya caligrafía se asemejaba a la de Jaime Sanjurjo, director de recursos humanos del grupo hotelero donde él trabajaba. En un trozo de papel leyó «placer», en otro «dolor profundo», en otro «aquella noche», en otro «cena», en otro «aquel hotel» y en otro «más remedio que despedirte».

El marido de Sonia se echó las manos a la cabeza. Pensó que era una carta para él. Una carta de despido. Todo encajaba: hace un par de noches había acudido a una cena de empresa en uno de los hoteles del grupo y acabó discutiendo con el inútil del hijo del jefe. Pero no esperaba que aquello fuera a tener consecuencias tan drásticas y a través de una carta.

Atacado salió de casa en dirección a la oficina, paró mi taxi y por el camino le oí llamar al tal Jaime: «¿Jaime? Oye, acabo de leer tu carta, bueno, entera no. La saqué desmenuzada de la lavadora y sólo conseguí leer algunas partes. ¿Despedido dices?, ¿¡cómo que estoy despedido!? Mira, voy para allá y me lo cuentas». Y sin dejar a su interlocutor decir nada, colgó.

En realidad Jaime no había despedido a mi usuario, sino que simplemente se estaba tirando a su mujer. Lo deduje por esa breve conversación telefónica, pero también porque al bajarse del taxi me encontré, pegado en el asiento, otro de esos trozos de papel. Decía: «el sabor de tus pe-«.

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Nota: Supongo que, aprovechando la coyuntura y con tal de evitar el verdadero contenido de esa carta, Jaime le diría que sí, que está despedido. Ahora bien, ¿qué es peor: enterarte de unos cuernos o irte al paro?

La misma mancha

¿Sentimiento de culpa dices? ¿Acaso te obligó alguien a hacer lo que hiciste? ¿Te obligué yo? ¿Te sentiste obligada? ¿Entonces por qué tendrías que sentirte culpable? ¿por haber traicionado, en fin, tus principios? ¿Qué demonios son los principios, dónde están? ¿En aquel papel que firmaste en un registro hace cuatro o cinco años? Lo siento, pero no. Tal vez en ese preciso instante buscaras tranquilidad, ya sabes, huir de tus altibajos con algo estable y enfocar todos tus sentidos en un solo objetivo ideal. Pasar página de ti misma. Fuiste tú quien decidió atarse a otro hombre, fuiste tú quien prometió amarle eternamente y atarte a él para el resto de tus días. ¿Le quieres, Nadia? ¿Le sigues queriendo? ¿Sigues enamorada de él como el primer día? ¿No, verdad? ¿Y quién tiene la culpa de eso, él, tú, yo? Nadie, Nadia. No tiene la culpa nadie. Nadie es capaz en este mundo de controlar su futuro, o su cabeza, o el número de vueltas que le dará la vida. Y quien diga lo contrario, miente; o simplemente actúa como una puta máquina racional y programable. Precisamente ese fue tu error: creer que serías capaz de controlar tus impulsos dejándote llevar por la rutina. Creías que la inercia te vendría bien, pero ya has visto que no. De hecho, nunca fuiste así y lo sabes. Nunca debiste casarte, pero eso ya no tiene solución, ¿verdad? Seguirás casada, estoy seguro, y acabarás aprendiendo a convivir con tus contradicciones. A soportarte y asumirte. A manejar tu inevitable doble vida. Hay personas capaces de vivir muchos años con una bala dentro, e incluso consiguen a veces olvidarse de ella. Ya lo he visto antes. Pero no te sientas culpable por hacer lo que hiciste. Nadie te obligó a entrar en mi taxi: fue el azar. Nadie te obligó a recordar viejos tiempos: fuimos los dos. Supongo que podrías haber cambiado de tema, o negarte a seguir por ahí o decir no, Daniel, mi vida me llena, ahora soy otra instalada en otro mundo. Pero no me culpes, no te culpes. Fue bonito, quédate con eso. Lo pasé genial en ese hotel (y algo me dice que tú también necesitabas algo así). Y reconoce que fue un puntazo que consiguiéramos la misma habitación que aquella última vez hace cuántos, ¿séis años? La habitación estaba exactamente igual que entonces, y nos reímos. Nos reímos de las mismas cortinas, nos reímos de la misma mancha en el techo con la forma de Australia. La misma mancha.

PROHIBIDO QUEMAR CONTENEDORES

FOTO: Javier Sánches

FOTO: Javier Sánchez

Vive alerta, no parpadees. Piensa que al más mínimo descuido te la van a colar. Consulta a cada rato el saldo de tu cuenta bancaria. Tal vez (al mismo banco rescatado con tu dinero) en un descuido se le haya escapado cobrarte una nueva comisión por servicios. Tal vez si adviertes el error y les llamas y les lloras, te devuelvan ese nuevo cargo por mantenimiento de cuenta o de tarjetas, o por transferencia, o por los sellos de cartas que no solicitaste, o por consulta online. O tal vez no te devuelvan nada. Los contratos cambian aunque tú no te enteres. Repito: todo lo que hacen es legal mientras no se demuestre lo contrario.

Cuidado también con tu compañía de teléfonos. Puede que no leyeras los siete folios de letra pequeña (no inferior a 2mm, lo dice la Ley) en cuyo apéndice 37.1 figura en lenguaje jurídico que las condiciones de tu contrato estarán sometidas a cambios en función del artículo treinta y tres de sus santos cojones. Y si no estás de acuerdo, prueba a llamar al servicio de atención al cliente. Tal vez cinco horas y siete operadores después, encuentres la respuesta. Te dirán: el nuevo concepto que le hemos cobrado figura bien clarito en el apéndice 37.1 del nuevo contrato que actualizamos por teléfono en dos minutos, y usted dijo sí a todo, y no tenemos la culpa de que usted sea imbécil y se fíe de nosotros. Ah, y esas cinco horas de llamada te las cobrarán aparte. A euro y pico el minuto. Calcula.

Cuidado con el recibo del gas, de la luz, el del seguro de tu coche o de tu casa, cuidado con los servicios online que contrates con tu tarjeta. Podrán surgir imprevistos o errores (siempre a su favor). Y no se te ocurra devolver el recibo si no estás conforme. De hacerlo, antes que nada, te cortarán la luz, el gas, o el seguro, y después te incluirán en una de esas listas de morosos. Y no podrás pedir un crédito en el próximo lustro. Estarás marcado. Como los judíos en Auschwitz.

Tampoco denuncies. Gallardón te cobrará tasas y te saldrá más caro.

Ni rebases con tu taxi uno de esos semáforos en rojo que hacen foto. Aunque sea para dejar paso a una ambulancia. Recuerda esto: El civismo nunca fue rentable.

Pero tranquilo. Los mismos que permiten y amparan tu desamparo te dirán que, si conforme con «el sistema», podrás protestar siguiendo los cauces democráticos. Es decir, sin hacer ruido, sin molestar a nadie, o bien metiendo un papelito en una urna cada cuatro años, o denunciando a la rápida, eficaz, barata e independiente justicia de nuestro santo país. O eso o te acusarán de ser miembro itinerante de la izquierda antisistema radical proetarra. Y pagarás hasta que aprendas a estar calladito.

Besado en lechos reales

FOTO: Mario Leclere

FOTO: Mario Leclere

Besar o ser besado es confiar en otros labios, saber o ser sabido que serán bien recibidos, tratados como crees que se merecen: la otra boca no morderá tu boca, y si lo hace, será con intención y con mesura. Besar es luchar por las ganas del otro, desenredar sus dudas con la punta de tu lengua, o dejarte llevar como en un tango. Habrá un lenguaje no verbal, un pacto tácito surgido del contexto: el cuarto de baño de una biblioteca, un semáforo en ámbar o un fotomatón sugieren besos urgentes. Un beso en la cola del pan te dice eh, estoy aquí contigo, junto a ti, y quiero improvisar, que seamos uno en este preciso instante. O el beso casto y civil ante un juez: te regalo mis labios para el resto de tus días.

Pero también hay besos desesperados, besos eléctricos cuya factura acabarás pagando. Y besos que enmascaran mentiras, de labios tensos y ojos cerrados fuerte, como si cerrando los ojos acallaras las voces de dentro. Y besos de culpa. Y de perdón. Y de socorro. Y de no saber lo que haces con tus labios.

Y besos imaginarios. Son aquellos que te mueres por dar pero no puedes, o no debes. Labios encuadrados en el espejo retrovisor de tu taxi que no son ni serán nunca nada tuyo y se irán, y tú te quedarás con esa imagen grabada en la memoria del tacto de tu boca.

Aunque a veces es mejor imaginarlos.

Nadie es lo que parece

FOTO: Manuel Martín

FOTO: Manuel Martín

Línea circular del autobús, asientos enfrentados. Marta, de larga melena lisa, se fija en los rizos rubios de Raquel. Qué envidia de pelo, piensa. Raquel, por su parte, observa el suave pelo de Marta; está pensando en ir a la peluquería para alisárselo igual que ella y ya de paso dar una sorpresa a Carlos, que llegará mañana de Londres. También se ha fijado en el escote de Marta, mucho más generoso que el suyo. Raquel siempre tuvo complejo de poco pecho. Marta, sin embargo, hubiera preferido el pecho Laura, mucho más cómodo de cara a su afición al deporte.

Raquel baja del autobús antes que Marta, y acude directamente a la peluquería para teñirse y alisar sus rizos; luego compra uno de esos sostenes con relleno que realzan el pecho. Y de esta guisa acude al día siguiente a recibir a Carlos, el cual la ve tan cambiada que piensa que ya no es la Raquel de siempre. Y la deja.

Carlos se marcha solo en mi taxi. Nos cruzamos en un semáforo con Marta. Carlos clava su mirada en ella y piensa: me gusta esa chica.

Ana behibek

FOTO: Mohylek

FOTO: Mohylek

Es más importante escribir sobre el amor que enamorarse. Ahora me encuentro apartado del mundo, obsesionado con un relato sobre una divorciada premenopáusica que se cita a ciegas con un ex legionario, y os juro que estoy notando ciertos desajustes en mi periodo de ovulación. Llegué incluso a conducir mi taxi todo el día con un salvaslip en semejante parte, buscando mujeres que se parecieran a la del relato y rezando, en fin, para que alguna levantara el brazo, se ajustara en mi espejo retrovisor y yo pudiera tirarme el trayecto observándola al detalle y tomando notas.

Hay historias que te arrancan la vida, que se insertan en ti como un catéter y no te dejan dormir ni comer ni contestar llamadas porque crees que vive dentro y en tu mano está alimentarla o dejar que se muera y te mate. A veces reconforta ausentarse de este mundo por un rato y olvidarte del gobierno, o cuál ha sido la última chapuza del ministro de marras, o cómo avanza la pobreza, y llegar a casa y encontrarte la cena fría y a tu novia durmiendo en el sofá y preguntarte por qué sigue contigo si siempre has sido un puto desastre para las relaciones, un perfecto misántropo que sólo piensa en el otro con la única intención de describirle o de insertarlo en un relato; si cada vez que discutes con ella por tu mala cabeza no puedes evitar transformar su rabia en negro sobre blanco y dejarla con la palabra en la boca y bajarte al bar para escribir en servilletas esa precisa sensación, como un yonky desesperado, y luego llegues a casa borracho pero con un buen puñado de ideas en el bolsillo y ella siga ahí, e incluso esté dispuesta a hacer el amor, y mientras follamos yo me imagine que su cuerpo es el de esa divorciada premenopáusica de aquel relato y yo el ex legionario que perdió media pierna en Irak y ella después de hacerlo me abrace y me diga que me quiere y yo aún metido en la piel del ex legionario conteste «Ana behibek» sin saber por qué coño he dicho eso ni qué demonios significa, y luego lo busque en Google literal, «Ana behibek», y resulte que significa «Te quiero» en árabe.

El gran dilema

Foto: Fake love, de Chihyu Lin

Foto: Fake love, de Chihyu Lin

No era cuestión de preguntar, pero al subir en mi taxi advertí que esa chica tenía, digamos, cierta muestra de semen viscoso sobre su pelo rubio. De hecho, a través del espejo retrovisor pude ver que una densa gota estaba a punto de separarse del resto y caer desde un lateral de su flequillo, fuera de su campo de visión, pero ya digo que era tan densa que no acababa de caer del todo. El caso es que aquello dotaba a la chica de una extraña dualidad: su rostro se me antojaba angelical (no más de diecinueve años, rasgos infantiles y una diadema con una pequeña flor, dios mío, también salpicada). De no haber sido por la muestra de semen en su pelo, pudiera haber pasado por una de esas chicas formales y de escasa o incipiente o nula actividad sexual. En el trayecto llamó por teléfono a su madre para decirle que ya había salido del cine y que llegaría en cinco o diez minutos, a tiempo para cenar con ella y con papá; y todo esto lo dijo envuelta en cierto tono inocente de niña cándida que no ha roto un plato en su vida. También añadió que había estado con su amiga Sandra, lo cual no era cierto. Yo mismo la vi en la puerta del cine, justo antes de tomar mi taxi, despedirse de un chico de su misma edad, aspecto risueño y sonrisa de oreja a oreja (nos ha jodido).

Y aquí llegó mi dilema: sin duda la chica no era consciente de la «prueba» que invalidaba su cita con su amiguita Sandra ante sus padres. Tal vez, al entrar en casa, le daría un beso a mamá o a papá en la mejilla, justo en el perfil de la muestra en cuestión, y aquello se convertiría en el momento más incómodo en lo que va de siglo. Además, al llegar a su destino, pude ver que vivía en un chalet y por lo tanto no tendría oportunidad de mirarse, como hacemos todos, en el espejo del ascensor o del portal y advertir el «recuerdo» que aquel afortunado y vigoroso chico le había dejado en la cabeza.

Yo no soy más que un taxista, no tengo por qué inmiscuirme en la vida privada de nadie. En cualquier caso, no os diré (por ahora) si al final le advertí de aquello o no. ¿Tú qué habrías hecho en mi lugar? ¿Se lo habrías dicho? Y en caso afirmativo, ¿CÓMO se lo habrías dicho?

Uno de cada seis jugadores de dados cree en dios

FOTO: Juanedc

FOTO: Juanedc

Reconozcámoslo. Aquí hay algo que se nos escapa. Piensa en el páncreas, por ejemplo. Piensa en siete metros de intestinos perfectamente plegados en el bajo vientre. Piensa en la función que desempeña el corazón y en el cerebro, joder, el cerebro. Piensa en el ojo. El iris, la retina, la córnea, el cristalino. La pupila se dilata o se contrae según la intensidad de la luz. O de los porros. Y todo ello encajado en la cuenca del cráneo de tal forma que te permite mover la vista a tu antojo, y sin embargo impide que el globo ocular salga disparado si estornudas. O qué decir de las pestañas. Qué gran invento las pestañas. Por no hablar del pene, claro.

Comer, bostezar, conducir un taxi. Enamorarte de una chica que no entra dentro de tu canon de belleza. Es muy difícil, ciertamente, creer que todo esto surgió de la nada. Cuesta imaginar que detrás del diseño del ombligo, detrás de una medusa, detrás del Gran Cañón del Colorado o detrás del Big Bang sólo hubo azar, o lo que algunos científicos llaman «generación espontánea». Conociendo y asumiendo nuestros límites suena más lógico creer en un ser superior que se escapa a cualquier lógica palpable. Hasta ahí, estoy completamente de acuerdo. Puedo llegar a creer que existe un dios, o una fuerza suprema, o como quieras llamarlo. Pero toda esa parafernalia que a lo largo de los tiempos ha girado en torno al concepto en cuestión, todos esos rituales, mandamientos, obligaciones, negaciones, castigos, ofrendas, miedos, supersticiones, bulas, sotanas, o exenciones de IBI que llegan incluso a colarse en nuestro sistema educativo (y hasta en los úteros de las mujeres), ¿a qué se debe? ¿por qué pretenden acapararlo todo? ¿para qué? ¿hasta cuándo?

Si al tirar un dado yo le pido a dios que salga un uno, tú que salga un dos, otro que salga un tres, y así sucesivamente, está científicamente demostrado que dios tendrá una efectividad del 16,666%, o dicho de otro modo, que uno de cada seis tendrá motivos para seguir creyendo. Y ese agraciado besará los pies de un muñeco de madera. Y caminará de rodillas hasta la meta del templo del dios de los dados. Y le dará pasta libre de impuestos al gestor de ese dios.

Rentabilísimo negocio el de la cultura del miedo y las falsas promesas, por cierto. Qué curioso.

Amor a la carta

FOTO: Lali Masriera

FOTO: Lali Masriera

Verónica no era muy dada a los encuentros familiares, pero era Navidad, y además había anunciado que iría en compañía de Javier, su nuevo novio. Por primera vez en años ya no escucharía de sus padres, sus hermanos y sus tíos los típicos reproches que tanto odiaba: “Se te va a pasar el arroz”, solía decirle su tío Arturo. “A este paso te vas a quedar para vestir santos” sentenciaba su madre después de cada brindis. De ahí la expectación de esta noche, y que a Verónica le apeteciera más que nunca acudir a aquel encuentro. La familia al completo ansiaba conocer al nuevo yerno, o cuñado, o tío político Javier, y acogerle como a uno más, y brindar por la pareja.

De este modo Verónica tomó mi taxi y me pidió pasar primero a recoger a su novio Javier, para ir después los dos a esa cena en casa de los padres de ella. Pero justo antes de su primer destino recibió una llamada inesperada. Era Javier, precisamente. En pocas palabras le vino a decir que aquello le venía grande, que lo había pensado con calma y que mejor sería dejarlo y romper con ella para que el fin de año no acabara en daño nuevo.

Verónica colgó y, desconcertada, me pidió parar el taxi. Yo le pregunté qué había pasado y traté de consolar sus lágrimas tendiéndole un pañuelo y mi diván. Y ahí, entre sollozos, me contó todo lo que os cuento. Pensó en llamar a su madre y soltar cualquier excusa para no acudir a esa cena de navidad. Que se había puesto mala de repente, por ejemplo. Pero yo la vi tan triste en unas fechas tan tristes, que al final se me ocurrió sugerir hacerme pasar por él. “Yo seré Javier por esta noche”, le dije.

En un principio a ella le pareció una locura, pero después, algo más calmada y divertida, cambió de opinión y allá que fuimos. Aparqué el taxi, subimos a casa de sus padres y cené con ellos bajo el nombre de Javier, su novio y compañero de trabajo. Y metido en esa piel me sentí mejor aún que por mí mismo, y después brindamos todos, éramos once, y mi novia Verónica me besó delante de su familia y os juro que en aquel beso sentí el amor de alguien tan perdido como yo. Y sentirlo es lo que cuenta. Era amor, al fin y al cabo.

Las seis y trece

FOTO: @simpulso

FOTO: @simpulso

Compré un reloj de pared de esos baratos, en los chinos, para dotar a la cocina de una cuarta dimensión. Al llegar a casa le inserté la pila, ajusté la hora y lo colgué. Luego me puse a escribir el esbozo de un relato que llevaba un tiempo rumiando en la cabeza. Me costó arrancar, no hacía más que darle vueltas a la primera frase (siempre la más difícil, sin duda). Miré el reloj de los chinos: eran las seis y nueve minutos. Volví a sentarme, seguí dándole vueltas a la frase y de repente se me encendió la luz y comencé a teclear como poseído por el espíritu de Cortazar. Escribí del tirón cinco folios, aunque no llegué a saber durante cuánto tiempo: Cuando quise comprobar la hora asomándome de nuevo al reloj de la cocina, vi que se había clavado en las seis y trece. El segundero seguía sonando, tac, tac, tac, pero la aguja no avanzaba. Su mecanismo apenas había durado unas horas, así que pensé en bajar al chino y devolverlo, pero al instante me di cuenta que, tal vez, se tratara de una señal y el tiempo hubiera querido detenerse a mi favor justo en ese instante de inspiración para acabar de escribir ese relato y otros tantos que vinieran después. De hecho, mientras lo escribía, no fui consciente del tiempo transcurrido, ni del frío o del calor o de la angustia.

Quise trasladar aquello a otros ámbitos, así que descolgué el reloj, me fui al sillón y me tumbé pensando en cuáles serían esos otros  momentos en los que también me gustaría detener el tiempo. Y en esto, me quedé dormido y soñé en blanco, pero descansé como nunca. Al despertar seguían siendo las seis y trece.

Después te llamé y quedé contigo a las seis y trece. Acudí a la cita con el reloj bajo el brazo. No entendiste por qué hasta que nos besamos.

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NOTA: Benditos chinos cutres.