Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Archivo de octubre, 2013

Una vez en la vida

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Recuerda esto: Todos nacemos en blanco. No existe el gen de la experiencia. Todos, también tú, nacemos fruto de un azar inexplicable. Los católicos lo llaman Dios, los hinduistas  Brahman, los judíos Yhvh, los islámicos Allah… Krisná, Visnú, Shivá, Ahura Mazda. Sin embargo nadie nace mormón, o protestante, o amish: no existe el gen de la experiencia. Es la tradición, es tu entorno quien te arrastra a buscar atajos que expliquen de un plumazo ese azar inexplicable. No encontrarás Davidianos del Séptimo Día en Murcia, quiero decir. ¿Acaso unas creencias se acercan más a la verdad que otras? ¿Quién soy yo para saberlo? ¿Quién cojones eres tú para obligarme desde niño a aceptar tus teorías como ciertas?

La tradición, como concepto, es el dedo en el ojo de la ciencia. El palo en la rueda del progreso.

El inexplicable azar lo explica todo. El No-lo-sé-ni-podré-saberlo. Conocer nuestros límites: asumir nuestros límites. Ser honestos, mortales, finitos. Recuerda esto: no existe el gen de la experiencia. Por eso, aunque sólo sea por eso, todos merecemos amar y ser amados al menos una vez en la vida. Todos. Sin excepción. Los huérfanos también. Y los apátridas. Y los taxistas.

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Nota: Si el azar te arrastró hasta Madrid, hoy jueves a las 20:30 estaré en el café (cerveza) librería El Dinosaurio, charlando de escritura y de fiebre literaria. Estáis todos invitados (+info del evento aquí).

Respuesta al enigma de los calcetines perdidos

tapies web

Nuestras vidas, queridos drugos, seguirán incompletas mientras no resolvamos cada enigma, cada duda: ¿Dónde están los calcetines que perdemos y vagan huérfanos hasta el fin de los días? Por eso yo, como miembro activo de este mundo, decidí no descansar hasta encontrar la respuesta. Os cuento el proceso:

Primero, empecé de cero: me deshice de todos mis calcetines, los huérfanos también, y compré catorce pares nuevos. Luego bordé en la goma superior de cada par un código personalizado (‘D.D. 01’ en ambos calcetines del par número uno, ‘D.D. 02’ en el par siguiente, etc.). Después creé una hoja de Excel con la intención de llevar un seguimiento exhaustivo: En la columna del Debe, anotaría los pares de calcetines pendientes de lavar, en el Haber los calcetines limpios, y en el margen inferior, un recuadro para escribir posibles incidencias.

Cinco días después del Día Cero metí en la lavadora los cinco primeros pares (del ‘D.D. 01’ al ‘D.D. 05’), diez calcetines en total y, por si los duendes, no quité ojo a la ventanita de la lavadora en la hora y media que duró el programa. Sin embargo, al terminar el lavado y sacar los calcetines para tenderlos, conté nueve. Faltaba, para más señas, uno de los dos ‘D.D. 03’. El otro lo metí en la caja fuerte.

Después de aquello, saqué mi taxi y me puse a dar vueltas por Madrid, fascinado por el misterio del calcetín perdido. No llegué a dar con la respuesta hasta que un cliente de tantos subió en mi taxi a mi lado. El hombre en cuestión, buscando acomodarse en el asiento, estiró las perneras del pantalon y, al dejar a la vista sus calcetines, me di cuenta que llevaba el mismo que yo había perdido, justo el calcetín con mi ‘D.D 03’ bordado en el filo de la goma. Yo actué como si nada y seguí conduciendo en silencio.

Luego llegamos a su destino y el hombre se dispuso a pagarme la carrera. Sacó su cartera, la abrió para tenderme un billete y justo ahí vi algo, un detalle que descifró de un plumazo el enigma de los calcetines: junto a las dos fotos de sus hijos, llevaba una acreditación de la NSA, el Servicio Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos.

Matar dos pájaros de un trío

dos pajaros

Hace cuatro o cinco años me llamó una vieja amiga para contarme que Laura, mi exnovia Laura, se había suicidado. Según me dijo, saltó por la ventana de un séptimo piso y después, en fin, nadie pudo hacer nada por salvar su vida. Hacía mucho que no sabía de Laura, perdí su pista nada más romper con ella, pero aquella noticia cayó en mí como un jarro de agua fría. No pude evitar recordar, por ejemplo, todas esas noches que pasamos en su cuarto de aquel séptimo piso, la única estancia, por cierto, con ventana a la calle. Recordé también que tenía la cama pegada a la ventana y a veces, cuando alguno de los dos soltaba un chiste malo, amagaba el otro con saltar al vacío y jugábamos al drama, al heroico rescate en el último momento y después a las cosquillas, y a los besos, y otra vez al sexo dulce.

Tardé mucho en asimilar aquello. De hecho, llevaba un tiempo sin acordarme de Laura hasta que ayer, circulando con mi taxi libre por la calle Alcalá, me la encontré caminando. Imaginaos el shock. En un principio pensé que se trataba de una chica muy parecida a ella, pero luego frené en un semáforo, ella cruzó justo delante de mí, y de súbito reconocí su inequívoco tatuaje (un reguero de notas musicales que nacía detrás de su oreja izquierda y seguía por el hombro hasta morir en su escote).

Ahí toqué el claxon, anonadado, y Laura se giró. Me reconoció en seguida y se acercó a mi taxi sonriente. Yo estaba pálido.

-¡Dani!, ¡qué sorpresa!

-¿No estabas… muerta? -me salió decir.

-¿Muerta? ¡Vaya! Ya veo que sigues con tu adicción a las metáforas.

-No, no. Me refiero a que… Hace unos años me llamó Eva, ¿te acuerdas de Eva? Y me dijo que te habías suicidado.

-¿Eva? ¿La misma Eva a la que destrozaste el corazón? ¿La Eva que me odiaba a muerte?

-¿Perdón?

-La pobre Eva siempre estuvo enamorada de ti y lo sabes, Daniel. Supongo que con esa llamada sólo pretendía matar dos pájaros de un tiro.

Empezó a parpadear el muñequito del semáforo y dije rápido:

-En fin, que me alegro mucho de verte, ya sabes… viva. ¿Sigues conservando el mismo número? ¿Te llamo y hablamos?

-No, Daniel. Vale que Eva me matara de mentira, pero yo hace mucho tiempo te maté de verdad.

Y se marchó para siempre. Otra vez.

Tu cepillo de dientes eléctrico

Leonard Cohen

Llegué a casa y no estabas. No me hizo falta buscarte mucho: la casa es pequeña. Tampoco encontré la maleta grande, ni mi colección de cedés de Leonard Cohen, algunos ya descatalogados, imposibles de encontrar, ni tu cepillo de dientes eléctrico.

La pasta dentífrica, sin embargo, seguía ahí. Medio llena. O medio vacía. Pero te habías dejado olvidado el cargador del cepillo de dientes, tal vez a propósito, lo cual me alivió bastante. Quizás, después de varios cepillados, cuando se agote la batería de tu cepillo, vuelvas a casa. Quizás, un día de estos, estarás en casa de tu hermana o en un hostal, lavándote los dientes, y de repente tu cepillo dejará de funcionar, y entonces te acordarás de mí y volverás a casa.

O me llamarás: «Olvidé el cargador del cepillo y lo necesito urgente».

Y yo iré con la excusa de entregártelo. Y una vez nos encontremos cara a cara, desplegaré mi catálogo de encantos y al final sucumbirás y arreglaremos lo nuestro. Y volverás a casa. Y traerás contigo mi colección de cedés de Leonard Cohen. Los descatalogados también.

¿Cuánto dura la batería de un cepillo de dientes?

Mi patria

gafas españa

Llámame exquisito, pero no quiero corruptos en mi patria. Ni gente que se aproveche adrede de la buena fe de los demás. Ni ladrones que roban con el único afán de amasar: mejores coches, casas más grandes, joyas. Robar para dar de comer a tus hijos, eso sí que es mi patria porque lo entiendo (yo haría lo mismo). Urdangarines que podrían vivir bien con lo que tienen y sin embargo roban a sus mismos compatriotas, no. Nunca. En ningún caso. Tampoco ministros que indultan a banqueros, a kamikazes y a policías condenados por apalear a la gente. Ni gobiernos que venden lo público a empresas privadas. Lo público sí que es mi patria. Patrimonio de todos, para todos, sin distinciones. Vender la sanidad pública a una empresa con sede social en Puerto Rico es lo más antipatriota que he visto nunca. O amnistiar a quienes esconden su pasta en Suiza para no pagar impuestos. O implantar tasas para que la justicia no sea igual para todos. O medios de comunicación que mienten a propósito o dicen verdades a medias. Mentir por el bien de la patria no es mi patria. O que mis hijos tengan por cojones que aprobar religión (católica) para pasar de curso. Mi patria no obliga a nadie a creer en nada. Mi patria te da libertad para que creas en lo que te de la gana.

Mi patria es mi taxi, por supuesto. Y toda esa gente amable que entra en mi taxi con ganas de construir. Mi patria es un hombre de Estocolmo, una pareja de Sudáfrica, un transexual de Venezuela, o un escultor de Murcia. Y mi patria eres tú, por supuesto.

Lo curioso es que aquellos que más hablan de patria, los más visiblemente patriotas, están en las antípodas de lo que yo entiendo por patria. Esos que ondean orgullosos su bandera. ¿Orgullosos de un país corrupto y en proceso de venta al mejor postor? Disculpen, pero no lo entiendo.

 

La Curva de Monguerson

principito

Me asombra esa raza puramente ibérica, como el lince pero más bestia, que opina en función del grosor de sus cojones sin pasar por el filtro de la cordura. Suben en mi taxi y tienden de súbito a exaltarse movidos por un deseo de venganza irracional que les nubla el juicio; sentando cátedra en el tono de su voz, pero también buscando en ti un hombro cómplice que le ayude a aliviar el hinchazón de sus pelotas.

Cansado ya de morderme la lengua, ayer decidí experimentar con uno de ellos y emplear mi llamada Curva de Monguerson, que consiste en exagerar aún más sus argumentos con la intención de acabar desinflando los huevos del monguer en cuestión, en una suerte de efecto espejo convexo. Observen cómo el usuario de mi taxi comienza en exaltación ascendente y, una vez alcanzado su punto álgido, comienza a descender el volumen de su bolsa escrotal hasta caer atrapado en su propias palabras. Reproduzco literal aquel diálogo:

-Qué hijos de puta los jueces de Estrasburgo, ¿eh? -salta el usuario de mi taxi.

-¡Ya lo creo! -respondo exaltado.

-Excarcelar a etarras… ¿Serán malnacidos?

-¡Diga usted que sí!, ¡No hay derecho!

-Y mira la tiparraca esa. Mata a 24 personas y ale, a la calle de rositas.

-Eso, de rositas. Después de 26 años de cárcel de nada. ¡Qué vergüenza!

-A poco más de un año por muerto.

-¡Qué escándalo! ¡Cadena perpetua por lo menos!

-Claro que sí. Cadena perpetua para esa hijaputa.

-O mejor, ¡pena de muerte! -digo gritando aún más fuerte.

-Eso, eso.

-¡Un tiro en la nuca!

-Eso. Un tiro en la nuca.

-O mejor: torturarla hasta que muera.

-Sí, sí. Que sufra.

-¡Agujas debajo de las uñas y descargas eléctricas en los pezones! Y que lo emitan por la tele, en horario de máxima audiencia.

-¿Agujas?

-¡Y torturemos también a sus padres! ¡Y a sus hijos si los tiene! ¡Que se joda toda su estirpe!

-Hombre, a sus hijos…

-Sí señor, así evitaremos que acaben siendo etarras asesinos como ella.

-Tampoco exagere. Sus hijos no tienen por qué salir etarras si conseguimos educarles de otro modo.

-¡Qué coño educar! ¡Que se joda la educación! ¡Viva Wert! ¡Hay que matarlos como a ratas!

-No, hombre, no. Los niños tampoco tienen la culpa. El Estado debería encargarse de educarles para que no sigan los pasos de su madre.

-¿Ah, sí?

-Pues sí.

En esto saco de la guantera un ejemplar de la Constitución Española, abro por la señal y leo:

-Artículo 25, párrafo 2: «Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social». Tome. Léalo. Se lo regalo.

Y se hizo el silencio.

La puta que llevo dentro

lujo web

«Arranca. Le acabo de sacar otros tres mil a ese. Tira, tira» me dijo la mujer en referencia a un hombre de unos cincuenta años que recién se había montado en otro taxi. Yo aceleré y abandonamos la terminal del aeropuerto.

Su destino me lo dijo después, ya en marcha. También me dijo que venía de Zurich, de un servicio express que contrató aquel hombre la noche anterior. Simplemente la llamó, le dijo «Estoy en Zurich. Toma el primer avión y luego un taxi hasta el Hotel Tal, habitación 303. Te pagaré lo de siempre más gastos». Lo de siempre significaba que aquel hombre contrataba sus servicios con frecuencia. Solía llamar a la mujer a cualquier hora y desde cualquier punto del globo, ella tomaba el primer vuelo, se plantaba allí, echaban un par de polvos deluxe y después de cobrar siempre en metálico, tomaba otro vuelo de vuelta a casa. En esta ocasión él tuvo que volver con ella a Madrid por un asunto de negocios, pero anoche, en Zurich, no podía esperar, quería verla cuanto antes: un capricho urgente. Y tres mil por servicio más gastos de desplazamiento no era nada para uno de los hombres más ricos de la City, un auténtico tiburón de las finanzas.

Ella, por su parte, se sentía la mujer más envidiada de la tierra. Cito textual de su boca: «Todas, en el fondo, querrían llevar la vida que yo llevo. La moral, o la ética, o como quieras llamarlo, no es más que un invento cultural para tapar lo que en verdad mueve el mundo: la hipocresía».

Luego, cuando frené el taxi en su precioso chalet y me pagó la carrera, añadió antes de irse: «Gano de treinta a cuarenta mil al mes por abrirme de piernas. No te ofendas, pero los hombres, desde el principio de los tiempos, sois y seréis siempre tontos».

Y con estas se fue. Y yo me quedé pensativo, acariciando el billete de 50€ que me había tendido. Un billete que antes era suyo y antes que suyo fue de aquel tipo de Zurich, el tiburón de las finanzas.

La obsesión del pensamiento único

Businessman with bloody nose

Pasarte otra pantalla de la vida es saber qué hacer cuando un solo pensamiento te martillea el cráneo, insistente, como un grifo estropeado que gotea, otra gota y otra gota y otra gota, y tú mientras atado en la cama sabiendo que esas gotas seguirán percutiendo el metal del lavabo, y otra gota y otra gota y otra, hasta agotar, gota a gota, todos los mares. Esa chica que se fue y aparece asfixiándote el recuerdo, esa nítida imagen de aquel primer beso, de su lengua jugando con tu lengua como dos medusas, de tu mano en su cintura tanteando los límites de un sueño, de su cama que era un ring de boxeo y tú dejándote perder todas las noches. O el sonido fantasma del despertador de aquella mesilla suya que a veces te sigue despertando en mitad de la noche, y palpas la cama y no es ella, y no hay nadie, y otra vez gotea el grifo y el insomnio se enquista en tus ojos como posos de recuerdos que al caer, se acumulan y hacen bolsas.

Lavarte los dientes mientras piensas: «Ojalá este cepillo más allá del paladar para limpiarme su imagen, para arrancar su póster pegado al laberinto del cerebro, o su sabor que a veces siento cuando trago».

Luego sales de casa como un muerto sintiente, montas en mi taxi y tus ojeras te delatan, y tus dientes apretados te delatan, y tus puños como hígados cirróticos. Y me indicas tu destino con un hilo de voz que al tirar del hilo, al otro lado del hilo también está ella, amarrada al ovillo, envuelta en tu madeja, obstruyéndote de nuevo la tráquea. No me dices nada pero sé lo que te pasa, las típicas ojeras, esa quemadura de la plancha en tu camisa, pensaste en ella mientras planchabas, ese mentón dolorido de tanta rabia. Tú no sabes cómo borrar su imagen de tu cabeza, pero yo sí, tengo experiencia.

Por eso frené en seco y saliste disparado hasta darte un fuerte golpe en la cabeza. Y te sangró la nariz. Y sonreíste. Y esta noche dormirás como un alumno aventajado de Morfeo.

A hora o nunca

Reloj keaton

El pasado 31 de marzo olvidé cambiar la hora del reloj de mi taxi. Caí en la cuenta al día siguiente, cuando un hombre entró en el taxi con prisa pero nada más tomar asiento se mostró de repente mucho más relajado. Luego tuve un despiste al volante y otro coche nos pitó y me insultó mucho, pero el sonido de su claxon y esos insultos llegaron a mis oídos una hora más tarde, cuando ya estábamos a salvo en la otra punta de la ciudad.

Atento a esto decidí rebelarme contra el cambio horario y vivir, al menos dentro de la burbuja de mi taxi, con una hora de margen para todo, lo cual me hizo sentir como esa cita de Rusbrock:

«Tengo que regocijarme por encima del tiempo, aunque al mundo le horrorice mi júbilo; y su vulgaridad no acierte a comprender lo que quiero decir».

Y me ha ido bien, estoy realmente pletórico. Pero ahora tengo miedo de que llegue el 27 de octubre, y con el nuevo cambio horario, mi reloj se adecue al resto de los relojes.

Y yo me vuelva a enganchar, durante los próximos seis meses, a la puta realidad.

Los sueños sólo brillan en la TV

tv duerme

No suelo soñar cuando duermo, pero llevo un par de semanas soñando tramas donde aparecen los mismos personajes de la tele que veo para conciliar el sueño. Son algo así como continuaciones inconscientes de esos programas que, al colarse en el mundo de mis sueños, consigo manejaros a mi antojo. Un día, por ejemplo, me dormí viendo a Sandro Rey y acabé soñando con Sandro Rey. En mi sueño el futurólogo montaba en mi taxi y en pleno trayecto me decía: «Te auguro una larga vida» y yo, solo por joder su predicción, daba un volantazo y nos chocábamos frontalmente contra un camión de siete ejes para acabar muriendo tras una rápida aunque triunfal agonía, levantando a Sandro mi dedo índice justo antes de estirar la pata. Otro día soñé que Bisbal montaba en mi taxi y su camiseta de Batman desprendía tal olor que tuve que bajar la ventanilla, y con la fuerza del viento se le tensaron los rizos hasta el punto de reventar la luna trasera del taxi y yo frené, le di una hostia y entonces él, con la nariz ensangrentada, me dijo: «Qué grande eres, quillo. Te quiero en mi grupo».

Atento al potencial que suponía soñar cada noche con aquello que veía por la tele justo antes de dormirme, me acordé de aquel vídeo que grabamos tú y yo en Ibiza, en el verano del 2005. Y se me ocurrió ponerlo acompañado de un par de somníferos. En el vídeo aparecíamos felices; borrachos de amor. Aún no sabíamos que meses después acabarías rompiendo conmigo. Pero los somníferos hicieron su efecto: me dormí y tú entraste en mi sueño. Entraste en mi taxi y yo cerré los seguros de las puertas y te dije que no volvería a pasar, que aquel desliz que tuve fue sin duda el mayor error de mi vida.

Entonces te acercaste a mí y, cuando parecía que ibas a besarme, se interrumpió mi sueño para dar paso a un corte publicitario.