Ni libre ni ocupado Ni libre ni ocupado

Elegido Mejor Blog 2006.Ya lo dijo Descartes: ¡Taxi!, luego existo...

Archivo de junio, 2013

Mil millones de moscas

masa gente

El fútbol me importa un huevo, pero algo tendrá cuando causa auténtico furor entre millones de aficionados de todo el mundo. Mil millones de moscas no pueden estar equivocadas. Así que me dio por ver el España-Italia de ayer. Me lo tragué enterito, prórroga y penaltis incluidos. La verdad es que, de no haber sido por las cuatro o cinco cervezas que cayeron (y la camarera: tremendo escote), me habría aburrido como un puto mono (¡cero goles en ciento veinte minutos!, ¡fascinante!).

Entre cerveza y cerveza también me dio por pensar que, tal vez, mil millones de moscas sí que podrían estar equivocadas. Pensé, por ejemplo, en los once millones de españoles que votaron al partido de Bárcenas (sumados a los otros nueve que siguieron confiando en los otros inútiles). O a los muchos millones más que, a estas alturas de la ciencia, siguen venerando a un ser imaginario. O a los millones de discos que vende Justin Bieber. O a los millones de visionados en YouTube del Gangnam Style. O al share de Tele5.

No estoy acostumbrado a actuar en masa (soy taxista; voy de uno en uno), pero tal vez las masas sólo sirvan para huir de ellas, o al menos para desconfiar, como poco. Cuando algo o alguien atrae a demasiada gente se sobreentiende una poderosa maquinaria oculta. Y en tal caso no es difícil dejar de pensar por uno mismo arrastrado o abrumado por el conjunto. De hecho, la gente tiende a diluirse porque es lo fácil. Y buscamos, ante todo, comodidad. Lo mayoritario, en fin, es fácil y es cómodo. Sólo tienes que dejarte arrastrar por la marea.

Lo que pensamos pero nunca hacemos

Hubiera preferido marcarte yo el destino sin mediar palabra. Que al entrar en mi taxi me dijeras: «A la Puerta del Sol» pero yo entendiera o quisiera entender «A la puesta de sol» y apagara el taxímetro y te llevara lejos, a aquel terraplén con vistas donde hace siglos aparcaba mi Opel Corsa azul y soñaba cosas chulas (o buscaba con torpeza el broche de algún que otro sujetador). Y tú en el asiento de atrás en silencio, consciente del cambio de rumbo pero dejándote llevar, soltándote el pelo, bajando la ventanilla y lanzando al asfalto tus tacones de suela roja, tus prejuicios y tu iPhone 5. Y que al llegar al mismo borde del terraplén apague el motor y encienda la música (algo de los Smiths, Some girls are bigger than others, o Please, please, please let me get what I want), y saque un par de birras frías de la guantera, y brindemos mirándonos a los ojos (yo girado en mi asiento; tú recostada en el tuyo), y en ese click de las latas y en esa espuma emergiendo encontremos el sonido y el sabor y la densidad exacta de lo que siempre entendimos que es la vida. Sólo música, cerveza y la ciudad a lo lejos: los edificios pequeños, esos miles de puntos de luz que iluminan a nadie en particular.

Y quedarnos allí, perennes. Asombrados pero quietos. Sin hablar porque no hace falta decir nada, porque todo es perfecto tal cual: a veces se nos olvida esto. La intensidad de un instante sencillo. Los silencios cómplices aun entre perfectos desconocidos. Sentirnos bien sin preguntarnos porqué o cómo hemos llegado hasta aquí o qué haremos luego. Porque ahora no hay luego que valga. La plenitud es la ausencia de luegos.

A dos palmos del pueblo

Supongo que la sensación de poder te eleva y crea una cámara de aire entre tus pies y las manos alzadas de un pueblo al que sólo miras cara a cara en campaña electoral. Supongo que los gritos, cuando son muchos, se convierten en ruido atenuado por el blindaje de tu coche oficial mientras te abre el paso un séquito entrenado y sumiso de escoltas, consejeros, asesores de imagen y demás estómagos agradecidos. Supongo que nada se puede esperar de una estirpe que hace años olvidó qué significa un semáforo en rojo, o pedir mesa en el restaurante más lujoso de cualquier ciudad, o guardar cola en la ventanilla de marras. Y es más fácil, supongo, gobernar para los que viven en tu mundo, dentro de tu mismo búnker, que para quienes se ahogan de puertas del bunker hacia fuera.

Por eso no me extraña en absoluto y hasta entiendo que gobiernes sin tener en cuenta al pueblo. Somos otra especie de un planeta que no es tu planeta. Somos, incluso, maleables, influenciables por esa gran maquinaria propagandística que manejas. Prometes pan para todos desde un púlpito sobre fondo azul cielo impecable, bajo el logo de una gaviota que vuela libre, aunque en el fondo no tengas ni puta idea de cómo coño se fabrica el pan, cuáles son sus ingredientes o si sobrará dinero para tales menesteres después de repartir lo prometido a medios de comunicación, miles de cargos de confianza y esa hermana esquizo que es la banca.

Te entiendo, Mariano. Por eso, cuando tu policía corta la calle justo delante de mi taxi y pasa volando tu coche enorme y precioso y doce escoltas y quince motos, ya no me sale tocar el cláxon de rabia. Total, para qué.

La chica que limpia y plancha en mi casa

limpiar casa

En el primer cajón de mi mesilla de noche tengo una caja de 24 condones vacía en la que guardo una libreta donde anoto mis sueños más urgentes. Guardo la libreta en esa caja para preservar los sueños, pero también para que Carmen, la chica que viene a limpiar y planchar a casa, se piense que soy un tipo normal tirando a promiscuo. De hecho, suelo cambiar la caja cada poco (aunque en realidad uso los condones para hacer cubitos de hielo con forma de pezón erecto). También guardo otra libreta en el depósito del inodoro (donde anoto las ideas más mierder), otra en el botiquín (donde anoto las ideas más locas), otra en una caja de J&B 12 años (donde anoto las ideas más selectas), otra tras la rendija del aire acondicionado (donde anoto las ideas más frescas), otra en el buzón del portal (donde escribo historias de amor no correspondido) y otra en la guantera del taxi (donde anoto, como es obvio, anécdotas del taxi, descripciones de usuarios, etc.).

El caso es que anoche soñé que una mano de mujer me estrangulaba. Así que nada más despertar, saqué mi libreta de la caja de condones, y anoté los detalles: «Sueño 1.233: me estrangula una mano de mujer con alianza en el dedo anular y uñas largas pintadas color azul celeste».  Y así quedó todo. Luego salí a dar unas vueltas con el taxi, como siempre.

A media tarde me llamó Carmen, la chica que viene a limpiar y planchar. Necesitaba un adelanto de su sueldo para una urgencia. Como no andaba lejos, quedé en pasarme por casa para dárselo y, ya que estaba, acercarla en mi taxi a su casa. El caso es que al vernos, advertí en ella un detalle que me dejó de piedra: Se había pintado las uñas del mismo color que la mano de mi sueño. Además, su dedo anular lucía un anillo que no recordaba haber visto antes (de hecho, juraría que me dijo que era soltera). Ella, sin embargo, se comportó con la misma confianza de siempre, y yo traté de disimular mi desconcierto lo mejor que pude.

Pero tiene las llaves de mi casa. Y no sé por qué, pero tengo miedo.

Urgencia literaria

“Siempre habrá libros que leer. O mejor aún: siempre habrá libros que escribir”. Lo dijo un usuario de mi taxi en el trayecto comprendido entre su casa y la única biblioteca municipal cuya base de datos incluía el libro que quería leer. Estaba visiblemente nervioso porque temía que alguien se le pudiera adelantar y coger su libro, así que lo tomé como una urgencia y conduje tan rápido como pude (a punto estuve incluso de sacar un pañuelo por la ventanilla en señal de emergencia: la ocasión lo merecía).

El hombre se agarró fuerte a su puerta mientras seguía protestando por los recortes:

“No quieren que el pueblo lea. Quieren un pueblo adoctrinado y sumiso. ¿Por qué no han recortado un solo euro a la Iglesia y sin embargo suprimieron la partida destinada a adquirir nuevos libros? ¿prefieren imponer la ley de Cristo en lugar de predicar Su mensaje con humildad y coherencia?, ¿acaso sólo saben captar fieles a golpe de talonario?”.

Lo curioso del asunto, en fin, es que el hombre en cuestión lucía una cruz por colgante, camisa negra y alzacuellos. Ahí lo dejo.

Amor propio

Dos gemelos en el asiento trasero de mi taxi. No sólo eran exactos él y él, como dos gotas de agua oxigenada: también se complementaban hasta límites que jamás había visto. Parecía como si el uno respirara con los pulmones del otro y el otro verbalizara los pensamientos del uno. Por fuera, idéntico corte de pelo, y el pantalón de cada cual conjuntaba mejor con la camisa del otro que con la propia (y viceversa). Además, aunque viajaban en mi taxi, no había taxi para ellos, ni calles, ni la música que sonaba por la radio. Sólo estaban solos los dos. Por eso, cuando a través del espejo me dio por calcular su edad (treinta y pocos años cada uno) dudé si, en su caso, el tiempo correría el doble de rápido o tal vez fuera más exacto sumar ambas edades (sesenta y tantos años en total).

Eran gemelos, así que compartieron útero y cigoto, lo cual quiere decir que ya se conocían nueve meses antes de nacer. También, por su conversación, deduje que ahora vivía juntos y solos. Repasaron en mi taxi la lista de la compra que tenían previsto hacer nada más llegar a su destino, justo antes de subir a casa. Uno decía productos y el otro los numerabas levantando uno a uno los dedos de la mano.

Luego sucedió algo insólito; algo que muchos calificarían de atroz, de repugnante incluso. Al menos yo me quedé helado cuando lo vi. Después de acabar de repasar la lista de la compra, se tomaron de la mano y se dijeron:

-Te quiero, Víctor.

-Te quiero, Víctor.

Y dicho esto, se acercaron como ante un espejo, y se besaron en los labios.

Víctima de un Orden Superior

Hay un Orden Superior, no cabe duda. Ayer caí en la cuenta de que el timbrado del extintor de mi taxi había caducado hace un mes, y pasé una noche malísima. Apenas pude pegar ojo pensando que la poli podría haberme multado, y con razón. Y el año pasado me sucedió lo mismo con la fecha límite de la ITV.  Suerte que reparé en ello un par de semanas después, pero no te imaginas lo mal que lo pasé en el trayecto de mi casa a la ITV más cercana sabiendo que mi taxi no estaba en regla aunque funcionara perfectamente, conduciendo despacito para no sufrir ningún percance (ya sería mala suerte), sudando de miedo. Al pasarla favorablemente sentí el mismo alivio que sienten los católicos después de comulgar. Mi particular infierno es el Código Penal, quiero decir.

Curiosamente, durante las dos semanas que pasé con la ITV caducada sin yo darme cuenta, me sentí bien, normal. Y tampoco pasó nada. Fue justo en el instante de caer en la cuenta del despiste cuando noté el aliento de ese Orden Superior en mi nuca. Me sentí sucio y observado. Recuerdo que pasé delante de un control de alcoholemia y me invadió el pánico. No había bebido, pero seguro que mi cara resultaba sospechosa (imposible disimular la culpa). Suerte que a los taxis no nos suelen parar en ese tipo de controles, y al final salí airado pero con el corazón a mil. Ni a mi peor enemigo le desearía semejante tortura.

A decir verdad no sé de dónde me viene ese pánico al Orden Superior. En cierto modo envidio al que comete irregularidad tras irregularidad (estafar a fisco, por ejemplo) y sin embargo es capaz de dormir por las noches. No hay nada que me dé más pánico que un impago, o una multa (no por su cuantía, sino por tratarse de la prueba que confirma la existencia de ese Orden Superior, ese Dios inmisericorde que vigila mis pasos de cerca).

Antes eran mis padres. Ahora, el Estado y sus cámaras de vigilancia, sus radares fijos y móviles, sus «agentes del orden» (el término acojona, ¿verdad?), sus inspectores de Hacienda cotejando tus datos, el Ayuntamiento revolviendo en tu basura para ver si reciclas, los controladores de las zonas de estacionamiento regulado que vigilan si has sacado el ticket y tú mirando el reloj una y otra vez, angustiado por si te pasas de tiempo. Y aquí no hay padresnuestros que valgan.

Celoso macho dominante (o no)

Ayer por la tarde un hombre de complexión fuerte mandó parar mi taxi y me pidió que le ayudara a cargar unos bultos. Eran cuatro cosas: un enorme jarrón, un colchón de espuma y dos cojines, pero lo suficientemente voluminosos para ocupar el maletero y el asiento trasero al completo. Luego el hombre mandó salir a una mujer del portal, la cual no tuvo más remedio que sentarse en mi taxi a mi lado. La mujer, con acento y aspecto de Europa del Este (rubia, de unos treinta años, minifalda ajustada) me saludó cabizbaja y me indicó un destino a pocas manzanas de allí. Pensé que el hombre (español, por cierto) se quedaría en tierra, pero luego le vi ponerse un casco y montarse en una moto de gran cilindrada.

Al iniciar la marcha y parar poco después en el primer semáforo me llamó la atención que el hombre detuviera su moto justo a la altura de ella y agachara el casco para mirar no a la chica, sino a mí, como intentando advertirme que me tenía vigilado. La mujer, por su parte, evitaba mirarle o si lo hacía le lanzaba una sonrisa forzada, nada cómoda. Luego se abrió el semáforo y él se adelantó y giró a la izquierda, pero mi GPS me indicaba seguir recto, así que continué la marcha pensando que, tal vez, el hombre se dirigía a otro destino. Pero al instante (supongo que dio media vuelta al percatarse que no le seguía) le vi volver enfurecido por dirección prohibida hasta alcanzarnos y continuó la marcha a nuestro lado. El hombre debió de pensar que yo tenía intención de huir con la chica, porque la mirada que me lanzó en esta ocasión  me dejó de piedra. Sus ojos a través del visor del casco desprendían una furia indescriptible (hacia mí, nunca hacia ella).

Luego llegamos, la chica me pagó, bajó del taxi y se marchó. Él saltó al instante de la moto, y sacó los bultos esta vez sin mirarme. Tampoco me dijo nada ni se despidió de mí. Desconozco, en fin, si aquel hombre era un enfermo de los celos o, por el contrario, el proxeneta de una de esas redes de prostitución forzada. Por una parte me vigilaba a mí, no a ella. Intentaba meterme miedo sólo a mí. Los celosos compulsivos desconfían de todo hombre, quiero decir (y además me pagó ella, dato relevante. Los machistas posesivos tampoco dejan que ellas paguen). Pero por otra parte la mujer parecía más asustada que vinculada sentimentalmente a él. En fin, que me quedé dudando de con cuál opción quedarme (o tal vez haya una tercera), ¿tú qué opinas?

Así de absurdos somos

No olvides esto. Nacemos sin miedo a nada. El miedo se aprende. Pero también aprendemos a desaprender esos miedos que aprendimos. O al menos a maquillarlos para que nadie los note. Así de absurdos somos: media vida aprendiendo miedos y la otra media dedicada en cuerpo y alma a combatirlos.

En mi caso, mi taxi y la ciudad me han ayudado a cubrir mis miedos de alquitrán, polvo y mugre. Y esa precisa contaminación ya enquistada, como la costra seca de una herida, es más dura que la misma piel. También es cierto que el físico, en mi caso, ayuda. Soy alto, grande y fuerte, así que cada vez que intuyo peligro, me hincho adrede, ensancho las espaldas y pongo esa cara de malo que aprendí en las pelis de vaqueros. Y si el peligro es más pequeño que yo, acabará huyendo y habré ganado la batalla por fuera aunque por dentro me sigan temblando las costuras del alma. Así de absurdos somos: el malo huyendo por miedo al bueno que finge ser malo, y el bueno muerto de miedo por dentro.

Y así he conseguido sobrevivir treinta y cinco años: haciéndome el duro cuando vienen mal dadas, pero acumulando miedos. Miedo a que llegue el amor y, cuando el amor llega, un miedo aún más fuerte al desamor. Miedo al anterior gobierno y auténtico pánico a los que están ahora. Miedo al eco de mi taxi cuando está vacío. Miedo al usuario de mi taxi cuando ya no quede nada que decir.

Y no es cierto que el tiempo y la experiencia nos haga más fuertes. Simplemente aprendemos a disimular mejor. Así de absurdos somos.

Guapas por dentro

guapa dentro

A veces los temas de conversación en mi taxi saltan más rápido que los pasos del taxímetro. Ayer una usuaria y yo empezamos a hablar del tiempo y, no me preguntes cómo ni por qué, acabamos hablando de ropa interior femenina.

En el momento álgido de la conversación pregunté a la usuaria por qué las mujeres tienden a usar prendas sexys y conjuntadas aunque tengan la certeza de que nadie más que ellas caerán en la cuenta. El caso es que su respuesta me dejó fascinado:

-Nos gusta sentirnos guapas por dentro -me dijo sin dudarlo.

Guapas por dentro, pensé. Como si la ropa interior fuera una suerte de frontera entre dos mundos. Pero no se refería al interior psíquico o a lo que otros llaman alma, sino a ese intermedio oculto entre la ropa y la piel. Dos franjas envueltas en papel de regalo alrededor de las cuales gravita todo hombre. Un peaje en la sombra, un secreto que tapa otro secreto. Caminar por la calle sabiéndose, sólo ellas, guapas por dentro mientras sienten el roce íntimo de esas precisas prendas.

Repito: fascinado.