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Murió Saramago, un luchador de causas perdidas

Ayer tuve un día complicado: viaje, trabajo, curso y cena fuera de casa. Supongo que no oí ni leí noticias, ni siquiera en los taxis, en los que seguramente hablaban de fútbol. El caso es que hasta esta mañana no me he enterado de la muerte de Saramago.

Saramago era un luchador de causas perdidas, de esos que siguen haciendo falta; siempre. Un comunista en tiempos en los que el capitalismo salvaje ha arrasado con todo. Un pacifista que se oponía a todas las guerras injustas (y todas lo son). Un hombre que creía en la hermandad de España y Portugal, esa Balsa de piedra que hace un cuarto de siglo puso a navegar por el Atlántico; que eligió a Pilar del Río, una española, para iniciar en España, en Lanzarote, una segunda vida.

Fue un escritor tardío, o al menos la fama le llegó a una edad bastante avanzada, pero supo sacarle todo su jugo.

Mi primer contacto con él se produjo a mediados de los ochenta, cuando leí Memorial del convento y poco después esa Balsa que ya he citado.

Tardé unos diez años en volver a entrar en contacto con él; entonces, en unos meses, recuperé El año de la muerte de Ricardo Reis (el heterónimo de Pessoa) y leí los Cuadernos de Lanzarote, una especie de memorias, o más bien diarios, que me firmó en la Feria del Libro.

En los últimos años he vuelto a leerle: La caverna; Las pequeñas memorias, sus memorias de infancia en las que narra sus comienzos en la aldea de Azinhaga, con sus abuelos y los primeros años tras su llegada a Lisboa.

Hace sólo unos meses leí Todos los nombres, que se me había quedado traspapelado y me gustó, como me habían gustado otros. En este caso se trata de la vida de un oscuro empleado de una compañía de seguros; un retrato de la burocracia y sus absurdos.

Tras su anterior enfermedad, Saramago aceptaba la muerte con naturalidad. Ahora le ha llegado. Se pierde una gran vida y un gran escritor.