Entradas etiquetadas como ‘parto’

La revolución de las «madres normales»

Por Lorena Moncholí

Son días difíciles para las madres feministas. Mujeres que son ninguneadas, invisibilizadas y apartadas, incluso por su propio movimiento de “liberación”.

Hace días Pedro Sánchez pactaba con Pablo Iglesias un primer acuerdo para los Presupuestos Generales del Estado de 2019, que contempla, entre otras medidas, la equiparación progresiva de los permisos de paternidad y maternidad (que, por lo visto, serán intransferibles) y la universalización de la educación de cero a tres años.

Cada año se convierten en madres (o son madres de nuevo) casi 400.000 mujeres (391.930 en 2017).

Todas ellas vivirán un embarazo, que podrá ser más o menos fácil y llevadero, dependiendo de sus circunstancias personales o sociales, pero que en cualquier caso, cambiará y alterará su cuerpo para siempre. Todas darán a luz y de ellas un 26% aproximadamente (según los datos del INE) lo hará mediante cesárea. Todas experimentarán el proceso hormonal de subida de la leche cuando la placenta se desprenda de su cuerpo y cada una decidirá, en ese momento, si quiere amamantar o no a su bebé. Sólo un 30% de madres lo seguirá haciendo a los 4 meses de vida de su hijo, o su hija.

Todas pasarán por la necesidad de recuperarse de su parto. Para algunas será coser y cantar. Para otras (y más si han sufrido intervenciones necesarias, innecesarias o violencia obstétrica, según los casos) será un suplicio, que puede durar años.

Grabado que representa a las mujeres marchando sobre Versalles, el 5 de octubre de 1789. Autor o autora desconocida.

Todas, sean de la clase que sean y tengan la ideología que tengan, pasarán por la exterogestación (que también vivirá su bebé sí o sí) y el puerperio, aunque le pese al feminismo hegemónico de la igualdad que impera en este país. Algunas lo vivirán bien, otras “como se pueda” y otras caerán en una depresión postparto.

Y a pesar de todo ello, el padre o la otra madre -que no ha gestado y parido- va a tener los mismos permisos que ella. Algo falla en la comprensión de lo que es la igualdad formal y material.

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Mutilación genital femenina, aquí y ahora

Por Lorena Moncholí

Hoy, 6 de febrero, es el Día Internacional de Tolerancia Cero con la Mutilación Genital Femenina. Según datos de Naciones Unidas, en el mundo se calcula que hay al menos 200 millones de niñas y mujeres mutiladas, y en la actualidad, cada año, se le mutilan los genitales a tres millones de niñas.

Son muchísimos los esfuerzos que a nivel institucional e internacional se están realizando para acabar con esta barbarie y numerosos estados, entre ellos España, regulan estas prácticas como delito y las persiguen incluso si han sido cometidas fuera de sus fronteras.

Representación de arte callejero sobre el parto. Imagen de Katie Montgomery.

Sin embargo, la Mutilación Genital Femenina no es sólo la ablación del clítoris y no podemos seguir centrados en un discurso que obvia otras formas de violencia contra las mujeres y sus genitales, como, por ejemplo, la práctica de las episiotomías innecesarias y por rutina que se realizan en la atención al parto en la mayor parte del mundo. En la Declaración de ONU-Mujeres de 2010 se recomendó a los Estados miembros de las Naciones Unidas que definieran la mutilación genital femenina en sus leyes como ‘todo procedimiento, realizado dentro o fuera de una institución médica, que entrañe la ablación total o parcial de los genitales externos femeninos o cualquier otra intervención en los órganos genitales femeninos que no responda a motivos médicos’.

Así lo hace, de hecho, nuestro Código Penal que se refiere a la ‘mutilación genital‘ en ‘cualquiera de sus manifestaciones’. Hoy, las mujeres occidentales miramos a África preguntándonos cuando acabará su tragedia de mutilación… cuando estamos viviendo la nuestra propia sin inmutarnos. Nos enorgullecemos, con razón,  de que nuestros jueces traspasen nuestras fronteras para perseguir este delito, y no somos capaces de denunciar las miles de mutilaciones que se producen a diario en nuestros propios paritorios.

En 2015 el Ministerio de Sanidad reconoció que en los Hospitales públicos españoles el índice de episiotomías que se realizaban en la atención de partos normales (sin riesgo) llegaba a un increíble 41,9%, superando con creces el estándar de calidad fijado en menos del 15%. En su informe insiste en que la episiotomía sistemática y rutinaria carece de evidencia que la justifique y que implica complicaciones y efectos adversos a corto y largo plazo, que se están subestimando por los profesionales sanitarios, como disfunción del esfínter anal, incontinencia urinaria y dispareunia y mayor frecuencia de desgarros de tercer y cuarto grado.

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¿Partos a la fuerza?

Por Lorena Moncholí 

Hace unos días conocimos la noticia de que una mujer embarazada había sido obligada a inducir su parto por orden judicial en el Hospital de Sant Boi de Llobregat, en Barcelona, que ha sido denunciada públicamente por Dona Llum, la Asociación Catalana por un Parto Respetado. La orden judicial fue solicitada por la ginecóloga que atendió a la mujer aquel día, en una revisión rutinaria, alegando la existencia de un riesgo para el feto que, según dicha profesional, requería la inducción del parto inmediata.

 Jan van Eyck: El matrimonio Arnolfini (1434)

Jan van Eyck: El matrimonio Arnolfini (1434)

Tras leer el relato de los hechos en diferentes medios, queda claro que la urgencia que quiso ver la profesional sanitaria no era tal, ya que tras acudir al hospital escoltada por los Mossos d’Esquadra como si fuera una delincuente, la mujer tuvo que esperar más de 5 horas a que se practicara la inducción. De haber existido tal riesgo inminente, el bebé no hubiera sobrevivido tantas horas de sufrimiento fetal.

Los médicos no son dioses. Diagnostican en base a síntomas, pruebas y probabilidades. No tienen la verdad absoluta. Se equivocan. De hecho, en 2015, la Asociación El Defensor del Paciente recibió 14.430 denuncias por negligencias médicas en España  y , a modo de ejemplo, los errores médicos son ya la tercera causa de muerte en Estados Unidos.

Si bien eso es algo que tenemos que asumir (sin dejar de reclamarlo), lo que no es posible aceptar es que un profesional sanitario se sienta dueño del cuerpo de una mujer únicamente por llevar una bata blanca. Vulnerando los derechos humanos y constitucionales a la integridad física de la madre, la mujer fue sometida a una actuación médica no consentida, sin que ni si quiera fuera informada convenientemente de los propios riesgos que la misma inducción suponían para ella y su hijo. Me deja sin palabras.

Porque la inducción de un parto conlleva riesgos, muchos, incluso la muerte.

Lo sé porque tengo un caso encima de mi mesa. Porque tengo que reclamar justicia por el fallecimiento de un bebé que no pudo soportar el parto inducido de su madre y porque un perito ginecólogo me ha tenido que contar (y lo ha contado en mi demanda) qué ocurre cuando fracasa una inducción.

Lo sé, porque para demandar, he tenido que leer los riesgos de la inducción que nos indican sociedades científicas de primer orden, como la Sociedad Española de Ginecología y Obstetricia y he tenido que llorar al estudiar las sentencias que tengo archivadas, en las que se condena a los profesionales sanitarios por el fallecimiento de mujeres cuyos cuerpos no aguantaron la oxitocina suministrada para inducir su parto o por las secuelas causadas a bebés que padecieron sufrimiento fetal al no soportar estas inducciones. Bebés y madres sanos que fallecen o quedan gravemente afectados de por vida, porque esos riesgos de la inducción, de los que no fueron informados, aparecieron en su caso concreto. Tuvieron mala suerte.

Unos riesgos que todos, abogados, jueces, profesionales sanitarios y usuarias de los servicios sanitarios somos muy capaces de entender, si los leemos.

Que las mujeres de los futbolistas tengan la bendita suerte de no sufrir esas secuelas en sus partos programados contados en directo por Instagram no significa que todas las mujeres y bebés se libren.

Que una mujer haya sido sometida a la fuerza y contra su voluntad por orden de un juez a una actuación médica que puede implicar su fallecimiento o el de su bebé o la necesidad de realizar una intervención quirúrgica posterior, –  como es la cesárea – en caso de inducción fallida, demuestra el fracaso estrepitoso del sistema.

Demuestra que estamos en un punto de no retorno en el que el cuerpo de las mujeres se cosifica de tal forma, que dejamos de ser incluso sujetos de los derechos más elementales. Se nos priva de nuestro derecho a no sufrir riesgos e incluso de la facultad de elegir qué es lo mejor para nuestros hijos que están por nacer, convirtiéndonos en meros “recipientes” que pueden ser sometidos y pisoteados en aras a un “bien superior” dictado por un médico que decide por probabilidades.

No hay ética o norma legal capaz de justificar que, para salvar a un feto de un probable riesgo no probado, diagnosticado por un profesional que puede equivocarse, se pueda dejar la salud de una mujer abandonada a su suerte y ordenarle que ponga en riesgo su vida.

Eso solo puede decidirlo una madre. Y siempre decidimos el bienestar de nuestros hijos. Y solemos dar nuestra vida. Pero a partir de diagnósticos correctos, no cuando vemos claramente que estamos ante una profesional que no nos merece confianza.

Aquella mujer se fue del hospital, porque la ginecóloga no supo -o no quiso- explicarle los riesgos que tendría si aceptaba inducirse el parto. Una mujer informada a la que no se le dejó decidir qué riesgos asumía, y que, tras su “sublevación”, fue reducida por el poder obstétrico.

Focault, en su Historia de la Sexualidad, ya nos advirtió que estamos sometidos al “biopoder”, esa herramienta utilizada por los estados modernos para controlar a la población en todas sus facetas (hábitos de salud, reproducción, nacimiento, enfermedad, muerte, bienestar). No se equivocaba.

Nos contó que ya no nos controlan a través de los medios “hoscos” que utilizaban los viejos estados soberanos y que consistían en poder “hacer morir “o “dejar vivir”, sino a través de técnicas muy refinadas que persiguen justo lo contrario: “hacer vivir” y “dejar morir.” Tan sutiles que parece que sea algo que hemos decidido por consenso. Es lo correcto. Y haciendo “lo correcto”, todo nos parece que funciona. Son métodos imperceptibles a primera vista, pero que aplastan con todas sus fuerzas a todo aquel que intente salirse del sistema.

El biopoder, que siempre se esconde para que nos creamos libres, quedó al descubierto cuando aquella mujer quiso rebelarse, al no estar de acuerdo con un diagnóstico médico fallido. Y, con la ayuda de la “justicia”, la dejó con un bebé en los brazos obligado a nacer así de mal y sin nada más. Porque cuando vulneran tus derechos humanos, te lo quitan todo.

Lorena Moncholí es abogada, especialista en Derecho Sanitario, derechos del parto y del nacimiento, maternidad y familia.

El parto ‘lost in translation’

Por Raquel García Hermida Raquel García Hermida

Una noche de este verano, luchando contra el insomnio propio de las últimas semanas de embarazo, me puse a ver en el Canal Internacional de TVE un reportaje sobre la colonia alemana en Mallorca. Es de todos sabido que los teutones (y estoy generalizando) instalados en las Pitiusas se han distinguido históricamente por su completo desapego hacia todo lo español, desde el idioma hasta la comida.

Desengáñense: el fenómeno no es fruto de la arrogancia de los europeos del norte que ven sus costumbres como innegociables aunque lleven veinte años disfrutando del sol mediterráneo (y de la calidad y práctica gratuidad de los servicios médicos españoles, de paso). Los españoles, muy dados mirar la paja en el ojo ajeno pero a ignorar las vigas de cemento armado en el propio, somos iguales o peores, con la desventaja de que solemos tener menor poder adquisitivo y los países que nos acogen tienden a plegarse menos a nuestras exigencias. En tres años de estancia en Washington, DC no dejé de sorprenderme ante la capacidad de la colonia patria para mantener hasta los hábitos propios más estrafalarios: jamás olvidaré las caras de los transeúntes de la concurrida plaza de Dupont Circle ante el espectáculo de unas docenas de españoles, servidora incluida, metidos en la fuente celebrando una victoria futbolística.

'Patada al diccionario'. Ilustración original de Anasara Lafuente.

‘Patada al diccionario’. Ilustración original de Anasara Lafuente.

 

Personalmente, este tipo de separatismos me parece una aberración (también lo de meterse en la fuente: pecadillos de juventud y cosas de la euforia). Dificultan enormemente la integración en la sociedad de acogida (una cuestión, al fin y al cabo, más o menos voluntaria), pero es que además puede complicarle mucho a una cuestiones fundamentales, como por ejemplo la maternidad.

Y no me estoy refiriendo a los trámites burocráticos relacionados, sobre lo que ya hablé en una entrada anterior, sino al acto físico y sempiterno de llevar a término un embarazo y dar a luz. Porque ‘push, push, push‘ lo hemos podido escuchar en las películas o las series, ¿pero qué me dicen de ‘wacht maar tot je een weën krijgt en dan begin met persen’? O ‘de baby komt niet door, mag ik je knipen?‘ (aquí tienen la buena costumbre de pedirte permiso antes de hacerte una episiotomía). No entender con precisión algunas de esas instrucciones puede poner en riesgo tu vida y la de tu bebé, y no todas las mujeres migrantes pueden recurrir a un idioma común como el inglés, aunque lo hablen más bien que mal. En algunos lugares, como en España, ni siquiera pueden tener la seguridad que todo el personal sanitario vaya a poderse comunicar de forma inteligible en otra lengua que no sea el castellano, algo que por suerte no ocurre en los Países Bajos.

El camino que termina con la matrona exclamando ‘Gefeliciteerd, jullie hebben een meisje!‘ es largo y a veces tortuoso. ¿Por qué nos empeñamos en complicarlo aún más? Los mágicos poderes de Google Translate son inútiles entre contracción y contracción, palabra de madre.
Raquel García ha dedicado su carrera profesional a la comunicación política y social en organizaciones de España y Estados Unidos. Su última parada es Gorredijk, una pequeña comunidad rural en los Países Bajos, desde donde escribe sobre los retos de la emigración, la maternidad y cómo conciliar las aspiraciones personales y laborales.