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Me niego a que no cuenten nuestra historia

Por Marta Vives

Me proponen escribir este artículo sobre la violencia machista y lo primero que se instala en mi cabeza es un cartel rojo con luces de neón en el que pone WARNING.

Esta señal no se dibuja en mi mente por lo grave qué es al acto violento en cualquiera de sus modalidades. Este neón centella porque aún hoy, cuando una mujer pone su voz para denunciar esto, sigue ocasionando tensión y movimientos sísmicos entre los lectores. Y me pregunto: ¿yo soy apta para escribir sobre este tema? Rápidamente me viene una pregunta: ¿de dónde sacamos las niñas la idea de lo que conlleva ser niñas. Hablemos de nosotras.

Fotograma de la película de dibujos animados «La Cenicienta», de Disney. Foto: Disney

Yo cuando era pequeña, me pasé largas horas rebobinando y reviviendo la historia de “La Cenicienta”, “La Bella Durmiente” y “La Sirenita» con otras niñas de mi edad. Hoy en día, lo que recuerdo de estas películas es su doblaje en latino y sus guiones sexistas. La primera, Cenicienta, no tenía ni talentos ni aficiones y en una casa donde el odio entre mujeres era el motor, un hombre llegó para salvarla. La segunda, se vio obligada a echarse una buena cabezadita hasta el día que un hombre la besó y la revivió. Y luego llegó la Sirenita, que empieza atrevida con sus ganas de independizarse de su padre hasta que poco después entrega, literalmente, su voz a cambio de que le den un par de piernas y pueda ir a buscar a un hombre.

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Imagina una mujer. Imagina que es 2007. Imagina que vive en Gaza.

Por Beatriz PozoBea Pozo

Imagina una mujer. Una mujer normal, casada, con varios hijos, una casa…Pongamos que se llama Salma. Su familia vive, como muchos de sus vecinos, del cultivo de fresas que luego exportan a Gran Bretaña. Cada día se levanta y prepara el desayuno, y, más adelante, lleva a sus hijos al colegio. Espera que en unos años se vayan fuera a estudiar a la universidad y tengan un buen futuro. A Salma le gusta pasear y le gusta leer por las noches antes de acostarse.

Ahora bien, ella no lo sabe, pero tiene un problema. Algo que va a transformar por completo su vida. Salma vive en Gaza y es 2007, el año en que comenzó el bloqueo.

Una mujer de Gaza, en 2009. Imagen: Oxfam Intermón.

Una mujer de Gaza, en 2009. Imagen: Oxfam Intermón.

Ahora vayamos al presente, o más en concreto, a los meses antes de la operación “Margen Protector”. Han pasado 7 años desde que se inició el bloqueo. ¿Qué ha ocurrido con Salma? Ella sigue viviendo en su casa, con su marido y sus hijos. También continúa haciendo la comida, pero esta ha cambiado. No solo porque la cantidad es menor; ni porque sea muy complicado encontrar algo de pescado en el plato, después de que la zona  de pesca autorizada a los residentes en Gaza se haya visto reducida de 12 millas de distancia de la costa, a, en este momento, sólo tres; sino porque esa comida ya no procede del dinero que obtienen por el cultivo de fresas.  Son alimentos proporcionados por ONGs que trabajan en la ciudad.

La economía de Gaza antes del bloqueo dependía de las exportaciones, pero en la primera mitad de 2014 la venta de productos al exterior se había reducido al 3% de lo que era en 2007. Por eso, Salma ya no puede seguir pagando su comida y la de su familia y tiene que depender de ayuda humanitaria.

De todas formas, ella se siente afortunada, porque, al contrario que muchos de sus vecinos- el 35% de la tierra de labranza de Gaza no se puede cultivar por el bloqueo o solo puede ser cultivada con restricciones- su familia sigue teniendo su terreno y puede seguir produciendo una pequeña cosecha que luego venden en la ciudad. Eso les proporciona unos ingresos con los que no cuentan mucha de los habitantes de Gaza, donde el 40% de la gente está desempleada.  Buena parte del dinero lo usan en comprar agua embotellada, porque la del grifo ya no es potable.

Salma ya sabe que probablemente sus hijos no podrán irse fuera  a estudiar en la Universidad, ya que, en los últimos 14 años sólo se ha permitido estudiar en Cisjordania a 3 residentes en Gaza. También ha abandonado el hábito de leer por las noches, a causa de los habituales cortes eléctricos, que llegan a durar hasta 16 horas.

Su vida ha cambiado mucho en estos 7 años de bloqueo. Quizá lo peor de todo, como decía Lara Contreras en un post anterior, es la ausencia de futuro para ella y para sus hijos, la incertidumbre de no saber qué pasará en unos años, pero que, si sigue este camino, no será nada bueno.

Esta Salma que nos imaginamos en, concreto, no existe, pero en Gaza hay muchas Salmas. El 80% de los habitantes de la Franja viven hoy gracias a la ayuda humanitaria. El bloqueo transformó sus vidas. Sólo si este acaba, podrán empezar a recuperarse. Sólo si este acaba podrán ver un futuro más esperanzador. 

Beatriz Pozo es estudiante de periodismo y comunicación audiovisual. Colabora como voluntaria con el equipo de comunicación de Oxfam Intermón.

5 lecciones de las mujeres de Sudán del Sur

Por Júlia Serramitjana Julia Serramitjana

Hace unos días volví de Sudán del Sur, un país castigado por un conflicto desde hace casi medio año y que, tras el acuerdo de alto el fuego firmado este fin de semana, debería abrir una brecha de esperanza para millones de personas que lo están sufriendo.

Durante la anterior guerra civil, las mujeres se unieron a través de las fronteras para abogar por la paz y tuvieron un rol esencial en tanto que agentes del cambio.

Las mujeres que conocí allí contaban historias durísimas. Historias difíciles de escuchar.  Mi compañera Laura Hurtado ya contaba hace un tiempo las enormes dificultades a las que tienen que enfrentarse en este país. Y eso que todavía no había empezado la guerra.

Una de las mujeres que conocí en Sudán del Sur: Diing Ajak tiene 44 años, desplazada en Mingkaman, tiene 10 hijos e hijas a su cargo.

Una de las mujeres que conocí en Sudán del Sur: Diing Ajak tiene 44 años, desplazada en Mingkaman, tiene 10 hijos e hijas a su cargo. Imagen: Pablo Tosco / Oxfam Intermón

Admiro a esas mujeres que, en situaciones de conflicto y vulnerabilidad, logran transformar el dolor y el sufrimiento en coraje y valentía para poder seguir adelante. Con la resiliencia como bandera, me sorprende la admirable capacidad que tienen para sobreponerse a largos períodos de dolor emocional y situaciones adversas.

Lo que vi allí me hizo tomar conciencia de esas dificultades, que son aún más apremiantes. Muchas han llegado a los campos de desplazados sin nada. Sus maridos están muertos  o luchando en el frente.

Con varios hijos e hijas a su cargo, se ven ahora obligadas a rehacer sus vidas en un campo de desplazados. Durante los días que estuve en uno de los campos de desplazados del país, Mingkaman, pude darme cuenta de cómo se convierten ahora en el principal motor de la supervivencia de sus familias.  Ellas son las que van a buscar la comida, la leña para el fuego, el agua, de racionar el sorgo y las lentejas. Las que se preocupan por encontrar un techo donde poder resguardar a  sus hijos e hijas de las lluvias.  Observándolas, intentaba imaginarme la situación a la que hacen frente, físicamente agotadora y psicológicamente extenuante.

El 84% de las mujeres de Sudán del Sur son analfabetas y la mayoría carece de conocimientos suficientes para incorporarse al mercado laboral, casi inexistente, lo que las hace depender de sus maridos, siendo todavía más dramática la situación de las miles de viudas que deja la guerra.  De ellas aprendí muchísimo.

Admiré la necesidad de ser autosuficiente que manifestava Mary Bol, quizás la excepción a esa estadística, que me transmitía su frustración: “Antes podía mantenerme yo misma, pero aquí no puedo hacer nada. Solía limpiar oficinas en Bor. Además tenía un terreno donde podía cultivar a la orilla del río y era una fuente de ingresos para mi familia”, contaba con resignación.

Siempre recordaré el atisbo de esperanza que transmitía Mary Abrey, una mujer que dio a luz a su tercer hijo bajo un techo de plástico  y que, a pesar de todo, confiaba en que un día podría llegar a ofrecerle un futuro.

Quedé impresionada por el ímpetu y la valentía de Matha, que había perdido a su marido y ahora debía ocuparse de sus 6 hijos y tenía graves problemas para poder alimentarles y se esforzaba día a día para poder tener una vida lo más normal posible.

Y la serenidad de de Diing, que con 44 años y madre de 10 hijos, con un marido en el frente que, sola en Mingkaman, explicaba cómo, a pesar de todo, estaba segura que podría sobreponerse a todas las dificultades.

Mujeres como Mary Bol, Mary Abrey, Matha o Diing son una parte vital del desarrollo del país.  Y lo que aprendí de todas ellas es que siempre hay que seguir luchando por un futuro mejor.   Son el ejemplo de cómo seguir adelante cuando todo es adverso.

Júlia Serramitjana es periodista y trabaja en Oxfam Intermón

Trabajo de mujer: picar piedra

Por Imma de Miguel @ImmAfrica

Estos días he tenido la suerte de recorrer algunos pueblos del norte de Benín, el país de África Occidental en el que vivo desde hace 9 años. Hacía mucho tiempo que no venía a esta zona, y he podido ver cómo en este tiempo las mujeres han desarrollado una actividad económica sorprendente: el triturado de rocas de granito para la construcción. En todas las casas se puede ver a las mujeres picando la piedra.

Una mujer tritura piedra de granito en una aldea de Benin (África Occidental). Imagen de Imma de Miguel

Una mujer tritura piedra de granito en una aldea de Benin (África Occidental). Imagen de Imma de Miguel

Después de hacer los trabajos domésticos (ir a buscar el agua y la leña, cocinar, limpiar, cuidar de los niños y los ancianos) y de trabajar en el campo (tanto en el terreno de su marido como en el suyo), las mujeres aprovechan sus horas “libres”, se sientan en un banquito con una barra de hierro en la mano y empiezan su enésima tarea.
Es una actividad remunerada. Pueden ganar 2000 francos locales (unos 3€) cada 2 o 3 días, lo que representa una parte muy importante de la economía familiar y permite a las mujeres ganar poder en casa gracias a este aporte económico. Pero al verlas, me pregunto por el impacto de esta actividad en su salud y en la de los niños que revolotean a su alrededor. Ya existen estudios sobre el impacto en los más pequeños (más al sur de Benín, son ellos los que realizan la actividad junto con sus madres).

Es francamente difícil saber cómo debemos intervenir en estos casos las personas que trabajamos como agentes de cambio para el desarrollo. ¿Será mejor no hacer nada? ¿Habría que informar sobre los problemas de salud asociados a esta actividad y divulgar medidas paliativas? O, yendo aún más lejos, ¿se tendría que sensibilizar a las mujeres para que se organicen, formen una cooperativa y pidan un crédito para comprar una máquina que haga este arduo trabajo? Todas las opciones están llenas de riesgos.
Si no hacemos nada, ignoramos el impacto a medio y largo plazo que tiene picar piedra para la salud de las mujeres, cosa que puede tener consecuencias desastrosas para ellas y sus familias, pero además no podremos evitar que llegue un actor económico más poderoso que ellas que, atraído por las perspectivas económicas de esta actividad, compre una máquina trituradora, y lo que las mujeres hacen en un mes, lo haga en un día, de manera que podrá vender más barato y concentrará en una sola familia la riqueza que hasta ahora se reparte equitativamente entre todas.

Si nos limitamos a informar de los riesgos para la salud que se derivan de esta tarea conseguiremos que sean conscientes de ello, pero no les ofreceremos alternativas para que puedan dejar de realizarla. Ellas necesitan el dinero, y en el oficio de sobrevivir día a día, no hay lugar para previsiones futuras.

Finalmente, si creemos que es mejor acompañarlas para que se organicen y se compren una máquina trituradora, ¿quién les dará crédito? En Benín, las mujeres no tienen derecho a la tenencia de tierras y sus pertenencias son escasas, insuficientes para constituir un aval, y si se apoyan en los hombres para obtenerlo, la actividad acabaría en sus manos y las mujeres quedarían excluidas del poder de decisión sobre la actividad y sobre los beneficios que genera.

La elección no es fácil. Lo único que está claro es que deben ser ellas las que elijan, aunque lo más probable es que su decisión esté marcada por una visión a corto plazo, por la necesidad de sobrevivir cada día y la falta de perspectiva, algo más que normal cuando en las 24 horas del día no te queda ni un minuto para ocuparte de ti misma.

 

 

Imma de Miguel trabaja para Intermón Oxfam desde hace 17 años en África del Oeste. Convencida de que el mundo es UNO, de que las diferencias son riqueza y de que la injusticia es insoportable, sueña y trabaja para construir un mundo mejor para tod@s.