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Una historia desde Perú

Por Laura Martínez Valero

Cuando estás en Lima, es difícil mirar hacia los cerros que rodean la ciudad sin que se te encoja un poco el corazón. Secos y polvorientos, hasta donde alcanza la vista están cubiertos por pequeñas casitas de colores. Es un paisaje hermoso, pero también tiene algo de terrible, como si todo aquello no debiera estar ahí. No así.

Conocí a Sara Torres en uno de esos cerros, entre esas coloridas construcciones que vistas de cerca dan cuenta real de su precariedad. En las zonas más altas son apenas cuatro palos y una lona. En las más bajas, se pueden ver paredes de ladrillo con más frecuencia. Mi compañero Pablo y yo habíamos llegado allí para conocer el día a día de la gente que vive en las colinas, con las que nuestra organización, Oxfam, trabaja en la preparación ante un posible terremoto.

Enérgica y optimista, Sara te arrastra, literalmente, ladera arriba, ladera abajo. Muy querida por su comunidad, ha sido dirigente durante 6 años en El Trébol, uno de los miles de asentamientos humanos que pueblan las montañas. Decir que ha sido dirigente significa que se ha encargado de movilizar a todos los vecinos y vecinas para mejorar sus condiciones y construir carreteras, negociar el suministro de agua y electricidad u organizar formaciones sobre género y reducción del riesgo ante terremotos. Porque aquí si quieres algo te lo tienes que hacer tú misma. El estado se encarga de muy poco.

Sara Torres en el muro de la desigualdad, que separa los asentamientos pobres de la zona rica de La Molina. (c) Pablo Tosco

Sara Torres contempla desde lo alto el asentamiento donde vive. (c) Pablo Tosco

A medida que pasaban los días y convivíamos con Sara nos fuimos dando cuenta de que detrás de ese carácter fuerte, se escondía una Sara diferente, que se abrió a nosotros cuando menos lo esperábamos. Y comenzó a hablar: “Yo no quería tener esposo. Nunca quise tener esposo. No sé si será trauma o no sé, algo que había nacido en mí, que yo no quería tener esposo, pero si quería tener hijos”. Aún así convivió más de 20 años con un hombre con el que acabó teniendo dos hijos en común. Sin quererle, sin amarle. Rezó y rezó para que en ella se despertara un sentimiento hacia él. Pero no lo logró.

A los tres años de convivir juntos, él empezó a agredirla. Y ella también se defendía a golpes. Sara comenzó a alternar los periodos en los que justificaba esa violencia con otros en los que se le abrían los ojos. “¿Para qué hacernos daño tanto él como yo si no hay nada que nos ate a nosotros?”, se preguntaba. Pero siguió aguantando.

Aguantando porque creía que eso es lo que una líder hacía. Aguantando porque tenía una imagen y no podía perderla. “Yo no podía decir nada porque yo era dirigente. Era presidenta del comedor. Yo era una mujer ejemplo para las demás. ‘Sara, vecina Sara, está pasando esto con la vecina’. Y yo corría. ‘Vecina Sara están asaltando allá’. Y yo corría”, nos explicó.

Pero llegó un momento en el que Sara dejó de correr y se separó. Ya hace tres años de ello. Ahora recuerda aquella época con otra mirada. Se da cuenta de la gran paradoja que vivió: “Yo era la que traía gente profesional para que les dé charlas a las mujeres, para decirles: “¿Saben qué, señoras? Ustedes tienen estos derechos. Como ustedes mujeres tienen que hacer respetar sus derechos. No deben hacerse agredir con los hombres. Ustedes tienen que denunciar. Eso yo debería haber hecho hace mucho tiempo”, nos confesó en un susurro.

Querida Sara, siempre has sido una líder. Pero ahora lo eres más que nunca.

Laura Martínez Valero trabaja en el equipo de comunicación de Oxfam Intermón y participa en el proyecto Avanzadoras,

El regalo de Chela

Por Belén de la Banda @bdelabanda

Hay personas tan grandes que sobresalen de cualquier paisaje. Chela Carpio es una de nuestras primeras compañeras de trabajo en Lima, cuando llegamos como cooperantes en los 90. Su primer regalo es la acogida, la paciencia para enseñarnos a sobrevivir entre los usos y costumbres de una organización, y una ciudad y un país desconocidos. Y así Chela se convierte en la amiga imprescidible, la persona con quien siempre se puede contar, a la que nunca se puede defraudar.

 

Chela Carpio, en Irlanda en 2013. Imagen: Belén de la Banda.

Chela Carpio, en Irlanda en 2013. Imagen: Belén de la Banda.

La sonrisa. La sonrisa franca de Chela es una de las primeras que reconoce nuestro primer bebé, y después nuestra pequeña peruana. Los niños, en cualquier lugar del mundo, adoran a Chela: ella juega con cada uno como algo delicioso, algo precioso, porque ha experimentado el dolor de perder un niño, su añorado Pepito. Para ella, cada ser humano es un tesoro, desde el primer momento. Por eso les da confianza.

El esfuerzo. Cada día, al salir de la oficina, Chela vuela hacia su casa, donde se inicia su segunda jornada: una pequeña dulcería familiar que abre sus puertas cada día a las seis de la tarde. Cuando la clientela se retira, en la casita rodeada de flores es el momento de amasar, preparar y hornear para el día siguiente. Y también el fin de semana. Así, como muchas familias peruanas, Chela y Pepe labran con enrollados, empanaditas, cheescakes, tartas de tres leches y chicha morada las carreras universitarias de sus hijas. Con su esfuerzo, el esfuerzo aprendido día a día en casa, Carolina y Mariela llegan muy lejos, como profesionales y como personas.

Un punto de encuentro. No es sólo que la dulcería se convierta en un centro de actividad; es que Chela en sí misma es como el ‘meeting point’ del aeropuerto Jorge Chávez de Lima. Quien tiene un problema, quien está sufriendo, quien no sabe qué hacer, quien tiene una alegría para compartir, cuenta con su paciencia, con su hombro para llorar, con unos solsitos para ayudar. Sabe dónde está el bien, y empuja en esa dirección. Si pierdes el trabajo, si te roban, si estás enferma, si no encuentras a tu niño perdido, reza para que Chela esté cerca.

Una mujer en el mundo. Cuando se jubila, la tienda la ocupa a jornada completa. Pero se arregla para ahorrar y visitar a sus amigos, a su familia, por lejos que estén. Los amigos cooperantes o misioneros españoles que han ido pasando por su base en Lima, la familia en Estados Unidos, su precioso nieto en Irlanda. Todos queremos que Chela nos visite; cuando Chela está en casa hay paz y alegría. La vida se disfruta con ella entre risas y verdades compartidas. Lo saben desde nuestros más queridos amigos hasta el jardinero del Ayuntamiento de Madrid, desde José Luis Perales hasta los tenderos de Dublín. Con su sonrisa Chela crea un espacio de empatía donde todo lo bueno es posible.

El domingo perdimos a Chela. Es duro estar lejos, no haber podido acompañarla en su enfermedad, no poder abrazar a su familia, que ya es nuestra, no poder compartir mejor su dolor, este enorme agujero que nos queda.

Pero sí podemos agradecerles el regalo de esta mujer compartida, repartida, querida, que ha sido y es tan grande. Todas estas palabras son tristes y pocas comparadas con una vida radiante. Con Chela hemos aprendido que una persona nunca se arrepiente de ser generosa. Que siempre podemos ser mejores, y que no hay nadie perfecto: conviene la paciencia para los demás y para nosotros.

Gracias, Chela, tú sabes los porqués.

Belén de la Banda es periodista y trabaja en el equipo de comunicación de Oxfam Intermón.