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Un cátalogo del maltrato en el trabajo

Por Margarita Saldaña  MargaritaSaldaña

Los relatos que las empleadas domésticas hacen de sus propias experiencias laborales son con frecuencia espeluznantes y darían de sí para escribir un “catálogo del maltrato”. Racismo, clasismo, infravaloración, acusaciones infundadas, abuso de confianza,  retribución injusta y hasta negación de comida son sólo algunos tipos de violencia que, a diario y en silencio, soportan muchas mujeres en España. Capítulo aparte merece la violencia sexual, por el sufrimiento de las víctimas y la complicidad que suele acompañar los hechos.

Instalación de Axel Friedrich. Foto @bdelabanda

Instalación artística de Axel Friedrich en Jávea. Foto @bdelabanda

Estudiaba lingüística, pero tuve que dejar mi carrera a medias porque la situación económica familiar no me permitía seguir estudiando‘. Así comienza a contar Verónica su propio itinerario como mujer migrante, que la llevó a salir de Bolivia pensando que en España todo sería diferente pero ha tenido que sufrir episodios degradantes que nunca había imaginado.

‘Cuando la señora se enteró de que mi pareja es senegalés, se lo contó a su marido y escuché que le decía: “sólo la quiere para la cama”.  Son racistas, me hablan como si yo fuera tonta y hacen comentarios despectivos delante de mí, como “en esos países de Latinoamérica hay muchas enfermedades” o “que se vayan a su país o que no hubieran venido”‘. Igual que el trato racista, a Verónica le duele la desconfianza y le resulta denigrante que le nieguen algo tan básico como la comida: ‘no puedo comer entre horas aunque lleve mi propia comida, porque creen que estoy comiendo lo de ellos. A veces me dan el pan duro, o la comida pasada, o me preparan aparte el segundo plato para no darme mucha carne’.

La vivencia cotidiana de situaciones como éstas provoca daños profundos en la autoestima de las mujeres y conduce a experimentar el trabajo como una carga pesadísima: ‘no me gusta mi trabajo porque me siento infravalorada. Te pagan menos porque para ellos no vales’. Tanto Verónica como sus empleadores saben que la condición de las mujeres indocumentadas supone una privación de derechos y obliga a soportar situaciones de otra forma inadmisibles: «me dijo la señora que las españolas exigen mucho y en cambio las extranjeras no, y es verdad, porque nosotras nos tenemos que aguantar lo que nos digan».

Podríamos sospechar que Verónica exagera, si no fuese porque los testimonios de muchas otras mujeres apuntan en la misma dirección.  ‘Un día me dijeron: “hay que reducir el sueldo porque no le podemos quitar la comida a los perros”’. Esto se lo dijo a Cirelda su empleadora, y cumplió su palabra. ‘La señora tiene demencia senil y le decía a su hijo que yo le robaba. Entonces el hijo entró un día furioso en mi habitación y registró todas mis cosas. Me sentí muy humillada, pero no podía hacer nada más que aguantar’. Esto se lo hicieron a Cristina, sin el menor temor a que ningún juez vaya a sancionar lo que bien podría ser visto como una variante del allanamiento de morada.

La suma de dichos y hechos lleva a concluir que, lamentablemente, los malos tratos en el empleo doméstico no constituyen una rara excepción, aunque la invisibilidad encubra a los agresores y deje desprotegidas a las mujeres que a diario los sufren.

 

Margarita Saldaña trabaja en el Centro Pueblos Unidos, de Madrid.

Yo, emigrante

Por  Raquel García Hermida Raquel García Hermida

Me vais a permitir abrir mi primera contribución en este espacio citando al gran Juanito Valderrama cantando aquello de “adiós mi España querida, dentro de mi alma te llevo metía…” Por eso de ponerle un poco de ambiente al asunto y dar cierta ligereza a algo que a menudo se ve y se vive como una experiencia traumática y desoladora, cuando no tiene por qué serlo: la emigración.

No es mi intención hablar de la emigración como todo totémico, pues soy sólo una de tantas, tantísimas personas que dan el salto de su España, su Surinam o sus Filipinas queridas a otro lugar, a otra “tierra extraña”, siguiendo los versos del maestro coplero. En este espacio compartiré mi particular versión de la experiencia migratoria, la de (y ahora toca autodefinirme cual concursante de la tele) Raquel, natural de Madrid, 30 años y un día (suena a cadena perpetua, eso de la transición a la fatídica treintena, pero de eso de la edad ya hablaré más adelante…), trabajadora, estudiante, según las cuentas madre en exactamente tres meses y, por segunda vez en mi vida, emigrante, una categoría que altera e imprime un carácter especial a todo lo anterior.

Imagen de Raquel García Hermida

Migrar es tender y cruzar puentes. Raquel en Surinam, antigua colonia holandesa, pocos meses antes de trasladarse a los Países Bajos

Como en todo fenómeno social, en éste también se mezcla lo individual con lo colectivo, lo estrictamente personal con lo que es común a todos los que estamos en la misma situación. Son pocas las personas que emigran por el puro placer de hacerlo; siempre hay un componente de necesidad: económica, laboral, afectiva, de seguridad. Pero la decisión de hacerlo siempre viene acompañada de las mismas incertidumbres: ¿Qué me espera? ¿Saldrá todo bien? ¿Echarán por la tele los partidos de Liga?

Como mujer, y en general como persona, pertenezco a una categoría privilegiada: occidental, blanca, bien alimentada, con un techo seguro sobre mi cabeza, por limitar el rango a las cuestiones más básicas de la existencia. Como mujer emigrante, también parto con muchas ventajas. Mi experiencia migratoria, así de primeras, tiene poco que ver con la de una subsahariana embarazada que se juega la vida para atravesar el Estrecho en una balsa inflable. Y sin embargo, me resisto a admitir que no tengamos nada en común, aparte de nuestra común humanidad e inminente maternidad.

Porque, una vez que entras en esa categoría administrativa llamada CERA (Censo Electoral de Residentes Ausentes), todo cambia, y ya nada es igual, seas quien seas y vengas de donde vengas. Aunque al cabo de un tiempo regreses y te reintegren legítimamente en el parco CER (el Censo de toda la vida, vaya). Tú no eres la misma, tus ojos ya no ven como antes, y no solo por los desperfectos de la edad. La emigración es cirugía vital y, como la que se practica en camilla, puede hacer maravillas o causar destrozos.

¿Me acompañáis en el viaje?

 

Raquel García ha dedicado su carrera profesional a la comunicación política y en distintas ONG, en España y Estados Unidos. Su última parada es Gorredijk, una pequeña comunidad rural en los Países Bajos, desde donde escribe sobre los retos de la emigración, la maternidad y cómo conciliar las aspiraciones personales y laborales.