Por Dori Fernández
La desigualdad social entre mujeres y hombres arranca principalmente de la desigual valoración que se hace del distinto trabajo que unas y otros desarrollan; unos roles de género que se graban con fuerza desde el momento en que ambos se convierten en padres y madres: varón productor – mujer reproductora cuidadora. Este hecho lo conocemos como división sexual del trabajo (DST), algo que, por desgracia, las mismas políticas públicas fomentan en muchas ocasiones (p. ej. las 16 semanas de permiso de maternidad para las madres, frente a las 2 de paternidad para los padres). La corresponsabilidad en los cuidados se convierte, por consiguiente, en pieza clave de las vindicaciones feministas.
Desde los años 80, las mujeres nos hemos incorporado mayoritariamente al empleo formal, pero la crisis y los sempiternos sesgos de género amenazan con devolvernos al ámbito privado del hogar con una misión que no cambia con el paso del tiempo: trabajar gratis para el sostenimiento del sistema.
El relato siguiente es una herramienta que he utilizado a modo de cuentacuentos para introducir el tema en una charla con las mujeres de Pruna el pasado 8 de marzo. Cuenta en primera persona la historia de una mujer que asume el rol de género que nuestra sociedad asigna a todas las mujeres antes que ningún otro, e independientemente de la época histórica de que se trate: ser madre, tener una familia y cuidarla.