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Germinar del otro lado del río

Por Susana Arroyo   Susana Arroyo

Hace 19 años Analiva salió de su casa para nunca más volver. Con una muda encima y una prole de 8 a cuestas, ella y su marido caminaron  una noche y un día hasta llegar a las orillas del Río San Miguel, en la frontera  con Ecuador. Atrás quedaban el ejército, los paramilitares, la guerrilla y su natal Policarpa, en Nariño, Colombia. Delante esperaba un país ajeno. Nada menos. Nada más.

María Analiva Narváez está casada con Plinio Hurtado y hoy vive como refugiada en una pequeña comunidad del lado ecuatoriano del río,  en la provincia de Sucumbíos. “Teníamos que irnos. Mataron a dos de nuestros hijos, uno tenía nueve años y el otro no llegaba a los 20”. Me contó su historia en los bajos de su casa, después de recoger yucas y meter la ropa. Era mediodía y la humedad caliente y pegajosa anunciaba al aguacero. “A veces hay que dejarlo todo para que no se dejen tu vida. ¿Qué cómo estamos ahora? Pobres, pero tranquilos”.  Su mirada era, es, la definición de la melancolía.

XDfasñdlfasjdfalsdjf (c) Autor de la foto

Analiva y su marido (c) Susana Arroyo / Oxfam

La suya es la historia de otras miles de familias desplazadas, una historia de siempre volver a empezar. “Y de repente un día estaba yo parada en una tierra que no era mía, mirando el pedacito donde teníamos que levantar una casa o algo que se le pareciera”. Analiva y su familia empezaron con un rancho y hoy tienen una casa de madera, sobre pilotes, que ya no se inunda cuando sube el caudal. Ambas fueron hechas con alimentos. Sí, con ese poder que tiene la comida -y la gente- para transformarlo todo.

Sembraron arroz, plátano y yuca. Cosecharon tres comidas al día, materiales de construcción, medicamentos, combustible y hasta dinero para pagar -en caso de vida o muerte- los 100 euros que cuesta un viaje en bote express hasta Lago Agrio, la capital de provincia. Hoy su pueblo tiene escuela, agua potable y una asociación comunitaria que conoce sus derechos y sabe cómo reclamarlos.

Llegará el día de la tierra propia, los seguros agrícolas y el acceso justo a salud y servicios públicos. Quizá venga con el cotizado cacao que hoy estamos cultivando juntos. La meta es venderlo dentro y fuera del país, generar ingresos, cuidar la selva, demostrar que se puede y se debe producir de forma más justa.

Antes de verse obligada a dejar su tierra, Analiva era una apreciada jornalera agrícola que soñaba lo mismo que usted o que yo – salud, trabajo, casa propia, felicidad para los nuestros. Y lo perdió todo, menos la buena mano. Por todo y a pesar de todo ella sigue sembrando y cosechando acaso el más grande de los sueños: sobrevivir… no importa el lado del río.

 

Susana Arroyo es responsable de comunicación de Oxfam en América Latina. Tica de nacimiento, vive en Lima. Desea que cambiar el mundo nos valga la alegría, no la pena.

Algo más que un juego

Por Belén de la Banda @bdelabanda

Las encontramos por casualidad, callejeando junto a la mezquita. Llamaban la atención. Eran muy pequeñas, demasiado para lo que estaban haciendo. Cocinaban con fuego vivo, real, en unas diminutas y perfectas cacerolitas metálicas, réplicas a escala de las que sin duda usaban cada día sus madres y sus abuelas. 

Tres niñas juegan a cocinar  en una calle de Bobo Dioulasso en 1995.

Tres niñas juegan a cocinar en una calle de Bobo Dioulasso (Burkina Faso, África Occidental)

Era imposible no pararse a mirarlas. Como si tuvieran poderes magnéticos, iban atrayendo a distintas personas. Otros niños se acercaban, con envidia probablemente, quizá con la esperanza de ser admitidos en el juego. Pero ellas seguían, tranquilas y concentradas, a lo suyo. Trasteando con las cucharas, las calabacitas, avivando el fuego bajo las piedras. Llamaban la atención, probablemente por la perfección de sus movimientos, también réplica a escala del trajín de cocineras experimentadas que preparan recetas mil veces repetidas. Pero llamaban la atención, sobre todo, por la alegría nuclear de su juego. O de su verdad. Sabían que estaban haciendo algo importante.

Varias personas se acercan a contemplar el juego.

Varias personas se acercan a contemplar el juego.

Era el verano de 1995, y han pasado muchos años, pero Burkina Faso sigue entre los países más pobres del mundo: el cuarto por la cola. Y allí la comida, los alimentos, son el centro de todo. Tener alimentos supone poder hacer mucho más. Quizá por eso ayer recordé a las pequeñas cocineras leyendo el magnífico especial de 20 minutos sobre el poder de los alimentos, y viendo con admiración  el video de las productoras de arroz de Burkina Faso. Y busqué aquellas fotos que fueron diapositivas. Quizá sólo son un pálido reflejo de aquel momento, pero merece la pena recuperarlo. Entonces y ahora, vuelven esta alegría y esta verdad: el poder de los alimentos, la alegría de tenerlos y transformarlos en algo mejor. No muy lejos del lugar donde jugaban aquellas niñas, Mariam Nana y sus vecinas convierten el arroz en oportunidades de futuro.

Una pequeña cocinera mirando a su público. Imagen: @bdelabanda

Una pequeña cocinera mirando a su público. Imágenes de @bdelabanda

Los alimentos tienen poder.  El mango que lucha por las mujeres, el arroz que enseña a leer, la patata que mejora la vivienda, el maíz que permite no desarraigarse, el azúcar que da trabajo digno…  Y como entonces, merece la pena asomarse a verlo. E incluso participar en el juego con un pequeño gesto. Porque el mero hecho de comer, de acabar con el hambre, hace posible que todo alrededor cambie.

 

Belén de la Banda es periodista y trabaja en Oxfam Intermón