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Comer un día, comer un mes, comer un año

@bdelabanda

Por Belén de la Banda

Cada día, Actha Fadoul, de 28 años, busca la forma de conseguir suficientes semillas de sorgo para dar de comer a sus seis hijos. En los buenos momentos, el grano está en los pequeños almacenes de su patio. En los malos, que cada vez duran más meses, hay que pedir prestado el sorgo o el mijo, y después de la cosecha devolver dos veces y media lo recibido.

Achta Fadoul prepara la bola de sorgo a mediodía. Imagen: Pablo Tosco/Oxfam Intermón.

Achta Fadoul prepara la bola de sorgo a mediodía. Imagen: Pablo Tosco/Oxfam Intermón.

A veces, a quienes, mejor o peor, comemos todos los días, nos cuesta entender la realidad del hambre. Pero últimamente siento que, en todo el mundo, el hambre está asociada directamente a la desesperación. En los últimos años se acerca a nuestra realidad europea a través de realidades locales, de niñas y niños que se han quedado sin beca de comedor, de familias que no cuentan con ningún ingreso, de organizaciones que intentan paliar todas estas situaciones a través de comedores, recogidas y repartos de alimentos, ayudas. Empezamos a pensar en el poder que tienen sobre nuestras vidas los alimentos. Entendemos sin gran dificultad lo que significa en una vida no tenerlos.

Hace unos meses tuve la ocasión de ver cómo hay personas, a sólo unas horas de nosotros, cuya principal preocupación cada día es qué van a comer. Hoy, mañana, esta semana… En el centro de Chad, en Mangalmé, las familias dependen de una estación corta de lluvias para que sus campos den de sí la comida de todo el año. Y desde la epidemia de cólera de 2010, y tras pasar por la crisis alimentaria provocada por la sequía en los años siguientes, la realidad es que no hay suficiente comida.

La vida de las mujeres, apegada al campo, a la búsqueda del agua y a la preparación de las comidas, es en muchos casos desesperante. Durante la estación de lluvias, trabajan intensamente el campo, principalmente quitando las malas hierbas en torno a las plantas de sorgo y mijo que cultivan en pequeñas parcelas. Es un trabajo duro, que se hace con azadas muy sencillas y requiere mucho esfuerzo físico.Y es la época en que las aguas embalsadas por todas partes atraen a los mosquitos que contagian enfermedades. Se trabaja con ansia, con fiebre, sin descanso. Si los adultos de la familia enferman, saben que el año será una tragedia.

Con suerte, se pueden hacer tres comidas en un día. Una papilla ligera de sorgo por la mañana. Una bola de sorgo con salsa de hojas de algún vegetal a mediodía. Y lo mismo por la noche. Achta sabe que esta dieta no es suficiente, ni suficientemente variada, para sus niños. Ni para Abakar, que tiene 11 años, ni para la pequeña Zourra, de un año, que empieza a comer otras cosas aparte de la lactancia materna.

Después de la cosecha, el sueño de abundancia muchas veces se disipa. Hay que devolver lo recibido durante los meses difíciles sin reservas. Hay que pagar en cereales las matrículas escolares de los niños, y una mensualidad también. Con suerte, cuando la comida no es suficiente, hay la posibilidad de trabajar para otros, de conseguir unos francos, de migrar a otro lugar donde las tierras den algo más. Muchas veces, ni con suerte se resuelve.

Entiendo la desesperación de Achta, a quien sólo le queda luchar: ‘Me caeré y me levantaré; me caeré y me levantaré, hasta que tenga criados a mis hijos’. Así, cada día, es como ella lucha contra el hambre.

Belén de la Banda es periodista y trabaja en el equipo de comunicación de  Oxfam Intermón

¿Por qué el ébola mata más a las mujeres en África?

Julia SerramitjanaPor Júlia Serramitjana  

Esta semana llegó la buena noticia de que Teresa ha vencido el virus del ébola , algo que no debería desviar la atención puesta en los miles de personas que siguen luchando contra esta enfermedad.

Como llevamos advirtiendo desde organizaciones como Oxfam Intermón, el foco de esta tragedia sigue estando en África Occidental, dónde la epidemia se ha cobrado más de 4.500 vidas. Y sigue aumentando exponencialmente, ya que el número de casos se duplica aproximadamente cada 20 días.

Leyendo sobre Teresa esta semana, me pregunté cuantas mujeres como ella debe de haber ahora mismo en países como Guinea, Sierra Leona o Liberia. Cuántas de ellas se están debatiendo entre la vida y la muerte.

El efecto la epidemia está teniendo sobre ellas es devastador. En Sierra Leona más de la mitad de la población es femenina y más del 60% de las muertes han sido mujeres. En Liberia esta cifra alcanza el 75% del total, según datos de Naciones Unidas.

Organizaciones como Oxfam Intermón emiten mensajes sobre cómo evitar el contagio a través de la radio.

Pero, ¿por qué el virus se está cebando en ellas? Por una razón muy sencilla, que nada tiene que ver con la biología, sino con los roles sociales. En la sociedad patriarcal de Sierra Leona, las mujeres son las cuidadoras tanto en el hogar como en la comunidad. Se encargan de cuidar a los enfermos de la familia y ejercen de enfermeras de forma desinteresada para los familiares infectados por esta enfermedad. Sin darse cuenta, han puesto su salud en riesgo.

Cuando sus familiares mueren, son ellas las que llevan a cabo los rituales funerarios, que implican tocar el cadáver altamente infeccioso. En Guinea, las prácticas funerarias están vinculadas al 60% de los casos de ébola. La cifra es similar en Sierra Leona,

Como llevan advirtiendo las organizaciones estos días, los rumores y falta de información acerca del virus y de cómo se transmite han contribuido enormemente a propagarlos.

La falta de contención del virus en Liberia y Sierra Leona – principalmente debido a la falta de unidades de aislamiento y centros de tratamiento, hace que muchas de las personas infectadas sean enviadas a casa, dónde las personas que les cuidarán serán, en su mayoría, mujeres.

Por eso es tan necesaria la labor de concienciación, información y sensibilización que se está llevando a cabo para que las mujeres no pongan en riesgo su salud y su vida. Actuar ahora es vital.

Júlia Serramitjana es periodista y trabaja en Oxfam Intermón

Algo más que un juego

Por Belén de la Banda @bdelabanda

Las encontramos por casualidad, callejeando junto a la mezquita. Llamaban la atención. Eran muy pequeñas, demasiado para lo que estaban haciendo. Cocinaban con fuego vivo, real, en unas diminutas y perfectas cacerolitas metálicas, réplicas a escala de las que sin duda usaban cada día sus madres y sus abuelas. 

Tres niñas juegan a cocinar  en una calle de Bobo Dioulasso en 1995.

Tres niñas juegan a cocinar en una calle de Bobo Dioulasso (Burkina Faso, África Occidental)

Era imposible no pararse a mirarlas. Como si tuvieran poderes magnéticos, iban atrayendo a distintas personas. Otros niños se acercaban, con envidia probablemente, quizá con la esperanza de ser admitidos en el juego. Pero ellas seguían, tranquilas y concentradas, a lo suyo. Trasteando con las cucharas, las calabacitas, avivando el fuego bajo las piedras. Llamaban la atención, probablemente por la perfección de sus movimientos, también réplica a escala del trajín de cocineras experimentadas que preparan recetas mil veces repetidas. Pero llamaban la atención, sobre todo, por la alegría nuclear de su juego. O de su verdad. Sabían que estaban haciendo algo importante.

Varias personas se acercan a contemplar el juego.

Varias personas se acercan a contemplar el juego.

Era el verano de 1995, y han pasado muchos años, pero Burkina Faso sigue entre los países más pobres del mundo: el cuarto por la cola. Y allí la comida, los alimentos, son el centro de todo. Tener alimentos supone poder hacer mucho más. Quizá por eso ayer recordé a las pequeñas cocineras leyendo el magnífico especial de 20 minutos sobre el poder de los alimentos, y viendo con admiración  el video de las productoras de arroz de Burkina Faso. Y busqué aquellas fotos que fueron diapositivas. Quizá sólo son un pálido reflejo de aquel momento, pero merece la pena recuperarlo. Entonces y ahora, vuelven esta alegría y esta verdad: el poder de los alimentos, la alegría de tenerlos y transformarlos en algo mejor. No muy lejos del lugar donde jugaban aquellas niñas, Mariam Nana y sus vecinas convierten el arroz en oportunidades de futuro.

Una pequeña cocinera mirando a su público. Imagen: @bdelabanda

Una pequeña cocinera mirando a su público. Imágenes de @bdelabanda

Los alimentos tienen poder.  El mango que lucha por las mujeres, el arroz que enseña a leer, la patata que mejora la vivienda, el maíz que permite no desarraigarse, el azúcar que da trabajo digno…  Y como entonces, merece la pena asomarse a verlo. E incluso participar en el juego con un pequeño gesto. Porque el mero hecho de comer, de acabar con el hambre, hace posible que todo alrededor cambie.

 

Belén de la Banda es periodista y trabaja en Oxfam Intermón