Archivo de noviembre, 2015

Una complicación obstétrica

Por Josefina Salomon Josefina Salomon

El doctor Lemus* tiene miedo de ir al trabajo. Cada vez que se enfrenta a una paciente que ha sufrido una complicación obstétrica, sus jefes esperan que levante el teléfono y llame a la policía. Esperan que, ante la mínima sospecha, denuncie a sus pacientes por haberse inducido abortos, lo que está prohibido en el país, en cualquier circunstancia. Si no lo hace, él mismo puede terminar tras las rejas. Aquí cuenta cómo es ser médico en El Salvador, donde la línea entre ser doctor y policía es cada vez más fina.

Cecilia Vázquez, en la prisión de San Salvador. Imagen: Amnistía Internacional.

Cecilia Vázquez, en la prisión de San Salvador. Imagen: Amnistía Internacional.

Amnistía Internacional lanza hoy el informe Familias separadas, abrazos rotos, que explora el impacto de la absurda ley anti-aborto de El Salvador en las familias de las mujeres que están actualmente en prisión, acusadas de haber tenido abortos ilegales.

Lee el resto de la entrada »

La economista que sentía vergüenza por lavarse el pelo

Por Marta Val

Tengo una caldera que tarda en calentar el agua. Hay que dejar abierto el grifo hasta que sale el agua de la ducha a la temperatura deseada. Tengo prisa y esos minutos de espera se me hacen eternos. Esta mañana se me ocurrió cronometrarlos: cada mañana mi ducha está sacando agua a presión durante 4 minutos. O lo que es lo mismo, por el grifo de mi ducha salen unos 75 litros de agua durante este tiempo. Esa es la cantidad de agua que, según los indicadores Sphera que utilizamos en situaciones de emergencia, necesita una familia de 5 miembros durante todo un día. Y yo todavía no he empezado a ducharme, sólo estoy esperando que el agua se caliente.

Una mujer transporta agua en un barrio de Bria (República Centroafricana). Imagen de Pablo Tosco / Oxfam Intermón.

Una mujer transporta agua en un barrio de Bria (República Centroafricana). Imagen de Pablo Tosco / Oxfam Intermón.

Es increíble cómo somos capaces de aprovechar el agua cuando no nos sobra. En la cuidad siria de Salamiyah, donde Oxfam está trabajando en un proyecto de mejora de acceso agua potable, Razam, una economista de 30 años cuenta cómo, desde que comenzó el conflicto, tener agua se ha convertido en su obsesión; siempre ha disfrutado de agua corriente en su hogar, pero desde que la guerra afectó a su ciudad, los cortes de agua han sido continuos. A veces se  quedan hasta un mes sin servicio.  Ella explicaba lo culpable que se siente cada vez que se lava el pelo (lo ha reducido a dos veces semanales) y siempre utiliza dos baldes, de manera que no se desperdicie ni una gota. El agua después se reutiliza para el inodoro. De la misma forma, han conectado la manguera de salida de la lavadora a un depósito, donde almacenan el agua con la que lavan después los suelos de toda la casa.

En Bangui, capital de República Centroafricana, en situación de conflicto desde 2013, las mujeres todavía lo tienen peor. Antes del conflicto, sólo una ínfima parte de la población tenía conexión de agua en sus casas. Algunas familias compraban agua en pequeños kioscos esparcidos por la ciudad,  propiedad de la empresa municipal de agua, donde las mujeres llenaban sus recipientes y pagaban en función de la cantidad suministrada, 207 francos o lo que es lo mismo 0,32 euros por metro cúbico. Pero la mayor parte de las familias en Bangui no pueden permitirse este servicio y las mujeres se abastecen  de pozos tradicionales, no protegidos. Algunas de ellas, las menos, utilizaban lejía para desinfectar el agua antes de beberla. En general un acceso a agua potable bastante limitado, sobre todo en términos de calidad.

A partir de 2013 y como consecuencia del conflicto, este endeble sistema de servicio de agua potable se vio seriamente afectado; los kioscos quedaron inservibles, algunos fueron directamente atacados  y la mayoría quedaron fuera del perímetro de seguridad de la población. Lo mismo pasó con los pozos tradicionales, los pocos que quedan accesibles por seguridad están todavía más contaminados, y tratar el agua ya no es para nadie una prioridad. A eso se suma un aumento de la tensión ya existente alrededor de los escasos puntos de agua accesibles. En conclusión, antes del conflicto el acceso a agua potable era muy limitado; después del conflicto  es inexistente; prácticamente ya nadie tiene agua potable en Bangui.

Y aquí, como en tantos otros países, la mujer tiene el rol y la responsabilidad heredada de buscar y traer agua a la familia. Y cuando las fuentes de agua ya no son accesibles y  encontrar agua es una necesidad, ellas son capaces de todo con tal de conseguirla. He visto una mujer con un bebé a la espalda llenar una garrafa con un cacito de metal, cogiendo cuidadosamente, con mucha calma, el agua de un charco de lluvia en la cuneta de una carretera.

Como Razam, que se siente culpable por lavarse el pelo, siento que estos testimonios me llevan a un profundo sentimiento de vergüenza y de rabia. Voy a reciclar los 75 litros que se me van por el desagüe cada mañana antes de la ducha. Y también dar a conocer todo lo que puede hacerse para resolver esta situación, a través de proyectos de agua potable en situaciones de emergencia. Sé que es muy poco, casi ridículo ante realidades tan aplastantes. Pero debe ser mi forma de contribuir a entender mejor el privilegio que tenemos cada día cuando disfrutamos del agua.

Marta Val es experta en proyectos de cooperación internacional de abastecimiento de agua, saneamiento y promoción de higiene.

Ruda: lecciones contra la violencia de las avanzadoras indígenas

Por June Fernández June Fernández

‘No podemos ayudarlas si no denuncian. No podemos ayudarlas, no podemos apostar, y no digo el Gobierno, digo toda la sociedad, si esas mujeres no denuncian’. Esta es probablemente la declaración política sobre violencia de género más indignante que he escuchado. La pronunció Ana Mato cuando era ministra de Sanidad, Asuntos Sociales e Igualdad, y no pasó desapercibida para las feministas. El colectivo madrileño ‘Las Tejedoras’ presentó en 2014 un cortometraje sobre la revictimización de las mujeres que deciden denunciar situaciones de violencia, titulado ‘La última gota’, e incluyeron las irresponsables palabras de la ministra. Las entrevisté en Pikara y me dijeron lo siguiente: ‘Estamos tomando conciencia de que la respuesta institucional no es suficiente, de que tenemos que hacer algo, pero no tenemos herramientas. Hemos de empezar a pensar estrategias colectivas y trabajar en autodefensa feminista para promover el empoderamiento de las víctimas y enfrentar a los agresores’.

Reunión de lideresas en la grabación del documental Ruda, de Oxfam Intermón / Avanzadoras. Imagen de June Fernández.

Reunión de lideresas en la grabación del documental Ruda, de Oxfam Intermón / Avanzadoras. Imagen de June Fernández.

Cuando desde Oxfam Intermón me propusieron participar en un documental sobre las mujeres indígenas organizadas contra la violencia en Guatemala, en seguida tuve claro que quería centrarlo en aprender de sus estrategias comunitarias. Marcela Lagarde define feminicidio como los asesinatos sistemáticos de mujeres, por el hecho de ser mujeres, cuando ocurren en un contexto de complicidad o inacción por parte de los Estados. En Guatemala se registran 45 muertes violentas de mujeres al mes. Desnaturalizar la violencia es especialmente complejo en un país que ha pasado 36 años en guerra, en el que sigue sin reconocerse que hubo un genocidio maya y en el que la violencia es el pan de cada día. A la vez que reclaman al Estado que garantice el derecho a la vida, las organizaciones de mujeres indígenas que conocí en Guatemala apuestan por promover el empoderamiento de las mujeres para que pasen del estatus de víctima de violencia machista al de lideresa que defiende los derechos de las mujeres de su comunidad, empezando por dar apoyo y acompañamiento ante situaciones de maltrato o de discriminación.

Reunión de mujeres indígenas de Guatemala en el patio de una casa. Imagen del documental Ruda, de June Fernández para Oxfam Intermón.

Reunión de mujeres indígenas de Guatemala en el patio de una casa. Imagen del documental Ruda, de June Fernández para Oxfam Intermón.

Me emocionó conocer a señoras como Doña Sebastiana y Doña Candelaria, abuelas que han vivido toda una vida de maltrato y que, ya pasados los 60 años de edad, entienden que son valiosas, que pueden utilizar sus experiencias y sus saberes para ayudar a otras mujeres violentadas. Aprendí con ellas y con Natalia, curandera quiché, la importancia de integrar la sanación en la intervención en violencia de género, con gestos tan sencillos como preparar a la mujer violentada un té con plantas medicinales (como la ruda, de ahí el título del documental) o hacerle un masaje. Frente a la pretensión de que la víctima de malos tratos corra a la comisaría a denunciar y tenga que enfrentarse a un juicio rápido -en el que muchas veces pareciera que es a ella a quien se está juzgando-, con estas lideresas entendemos que lo prioritario es el bienestar emocional de la mujer violentada.

Consejeras y avanzadoras. Imagen del documental Ruda, de June Fernández para Oxfam Intermón.

Consejeras y avanzadoras. Imagen del documental Ruda, de June Fernández para Oxfam Intermón.

Frente a la tendencia de parcelar luchas (la feminista, la ecologista o la antirracista por separado), las lideresas hablan al mismo tiempo de empoderamiento de las mujeres y de reconocimiento de los pueblos originarios. Entienden que la explotación de recursos naturales también es un tema prioritario para las organizaciones de mujeres: porque explotar a la madre tierra también es violencia patriarcal, porque el agua es vida, porque cuando el ejército defiende una mina o una hidroeléctrica y reprime a la población que se opone al macroproyecto en cuestión, la represión también incluye violencia hacia las mujeres.

Cuando presentamos el documental en el País Vasco, alguien del público dijo que sentía un poco de envidia, porque en nuestra sociedad, el desarrollo del feminismo institucional ha hecho que descuidemos las respuestas comunitarias. La entendí, pero repliqué que el peso que llevan en sus espaldas estas lideresas que llegan a donde el Estado no llega es desmesurado. Recordé la entrevista con Johana (lideresa en Cuilapa, ciudad cercana a la frontera con El Salvador, en la que es habitual ver a hombres luciendo pistolas en sus tejanos), se encontraba muy afligida porque en su barrio se la estaba señalando como colaboradora de la policía contra el crimen organizado, contra esas bandas que, entre otras cosas, estaban extorsionando y violando a las maestras de un colegio. Johana se debate entre la satisfacción de salvar vidas y la angustia de poner la suya en riesgo.

 

Johana, Sebastiana y una joven lideresa quiché, Olga, pudieron disfrutar de unos días para presentar el documental en Euskadi. Nosotras nos preocupábamos por que su agenda no fuera muy extenuante y ellas insistían en que estaban felices. Sentían que cruzar el charco era un reconocimiento a su trabajo y también un descanso para cargar pilas. Están orgullosas de ser lideresas, pero no es fácil estar disponible las 24 horas del día, recibir en plena noche a mujeres que acaban de recibir una paliza o que han sido amenazadas de muerte. No es fácil hacer este trabajo de forma no remunerada siendo una campesina humilde que vive de vender artesanías en los encuentros de mujeres. Una se siente inspirada por su valentía y su compromiso, pero también se queda preocupada. ¿Quién vela por la seguridad y el bienestar de las lideresas que dedican su vida a acompañar y a sanar a las mujeres?

June Fernández es periodista. Coordina la revista feminista Pikara Magazine y escribe en medios como eldiario.es, Diagonal o Argia.

Los niños, las niñas y la violencia al otro lado de la puerta

Por Itziar Fernández CortéItziar Fernandez Cortés

Noviembre es un mes lleno de fechas señaladas para reivindicar derechos en las calles y en las casas. De la infancia por un lado y contra las violencias machistas por otro. El 20 de noviembre se han cumplido 25 años desde que se celebró la Convención de los Derechos del Niñoel primer instrumento jurídicamente vinculante que reconoce a los niños y niñas (aunque su título no las nombre) como agentes sociales y sujetos activos de sus propios derechos.

Ilustración del cuento 'La casa del mar en calma', de Itziar Fernández Cortés.

Ilustración del cuento ‘La casa del mar en calma’, obra de la artista Lola Blazzze.

Queda mucho por andar en este sentido, aunque cada vez más a menudo lleguen a nuestros oídos diferentes iniciativas de participación infantil. Considerar a la infancia como sujetos de protección si, pero no de pleno derecho. Darles voz si, pero no hacer que su opinión sea determinante ni mucho menos vinculante.

Por otro lado, el miércoles 25 de noviembre, se celebra el Día Internacional Contra la Violencia de Género, donde el movimiento feminista mantiene viva la lucha contra todo tipo de violencias machistas como base de la desigualdad estructural que culmina en los feminicidios que tanto nos alarman pero que son solo la punta del iceberg de una problemática mucho mayor. Por ello la indignación popular llenó las calles de Madrid en la Marcha Estatal contra las Violencias Machistas el 7 de noviembre. Y todavía nos tiemblan las piernas al recordarlo.

A caballo entre ambos días, están los niños y las niñas víctimas de la violencia de género, con doble motivo para reclamar al mundo adulto su visibilización, y por ende, su compromiso.

Cuando su hogar, un espacio que supuestamente está asociado a la seguridad y la tranquilidad, se convierte en un entorno lleno de miedo y angustia, no solo la mujer es víctima. Sus hijos e hijas también sufren el impacto de la violencia y siguen su propio proceso. No son espectadores o víctimas indirectas, como ha venido definiéndose, sino protagonistas y víctimas directas de la violencia de género.

Son víctimas directas porque en ocasiones sufren agresiones en forma de golpes o insultos. Porque presencian directamente la violencia física y psicológica de su padre hacia su madre  (ya sea viéndolo, o lo que es peor, escuchándolo detrás de las puertas e imaginándolo). Porque viven directamente en un entorno de relaciones violentas y abuso de poder, donde las amenazas y las actitudes degradantes son habituales, lo que hace que normalicen un modelo negativo de relación “maltratante” que daña su desarrollo infantil.

En algunos casos, los niños y las niñas llegan a normalizar la violencia como pauta educativa y a culpabilizarse, sintiéndose merecedores de esa violencia. Necesitan salvaguardar una imagen positiva de sus padres, entonces, ¿Quién es el malo en todo esto? Identificarse como culpables les permite obtener una falsa sensación de control, ya que podría estar en su mano que la violencia no volviese a repetirse. Es el mismo mecanismo psicológico que se activa en sus madres, y que, entre otras muchas causas, hace que se mantengan en la relación violenta. Sobra decir que la víctima nunca es la culpable.

Por eso reclamamos noviembre y los once meses del año restantes para reivindicar los derechos de los niños y niñas. Y para apoyar especialmente a aquellos que sienten el miedo cuando la violencia de género tiñe de negro sus casas.

Itzíar Fernández Cortés es psicóloga clínica y psicoterapeuta infantil. Especialista en intervención con mujeres, niñas y niños víctimas de violencia de género. Autora del cuento ‘La casa del mar en calma‘.

Invisibilidad, violencia y calle

Por Charo MárCharo Mármolmol

María está enferma,  tiene 45 años, dos hijos a los que hace tiempo que no ve.  Dice que nunca tuvo suerte con los hombres. Ha sufrido varias historias de violencia  por parte de sus parejas.  Su vida está plagada  de acontecimientos dramáticos. María es una mujer sin Hogar, vive en la calle y desde hace unas semanas  viene al Centro de día.

Una mujer en la calle. Imagen: Charo Mármol

Una mujer en la calle. Imagen: Charo Mármol

Ángeles ha pasado unos días en la Casa de Acogida, y ahora está en un piso de acogida en San Rafael. Ángeles no tiene hijos, ni pareja, ni familia… es una mujer sola. Tiene 52 años y tuvo que dejar su puesto de vigilante jurado en Málaga para cuidar durante siete años a su madre enferma de alzheimer. En esos años terminó con lo que había podido ahorrar. Se vino a Madrid y trabajó de interna en una casa donde le dieron mal de comer y le malpagaron. Hasta que murió la mujer que cuidaba. Se quedó en la calle y buscó una habitación en la que gastó los ahorros que había hecho. No encontró trabajo y pronto tuvo que dormir en la calle. Fue al parque de la Arganzuela. A las pocas noches unos jóvenes la descubrieron y le dieron una paliza que la dejó semiinconsciente, sangrando… Como pudo llegó a la parroquia que había cerca y allí avisaron al Samur Social que la trajo a la Fundación. Aquí ha sanado sus heridas físicas pero las del alma tardaran mucho en desaparecer.

Las razones para llegar a la calle son muchas, pero  la desigualdad en el acceso a derechos es fundamental, y hoy las mujeres estamos en desventaja. España ha descendido del puesto 12 al 26 en el índice sobre igualdad de género. A esta  realidad hay que sumar  el  recorte en derechos fundamentales de los últimos años, que está provocando un incremento  de mujeres que pasan de la vulnerabilidad a la exclusión La cifra de mujeres atendidas por Cáritas en los últimos 5 años se ha incrementado en un 28% mientras el número de hombres lo ha hecho en 15%.  

Escuchar  la historia  de María, de Ángeles y la de otras muchas mujeres  a lo largo de los más de 90  años de la Obra social de las Apostólicas  y  la Fundación Luz Casanova, nos lleva a  comprender que  esta realidad creciente es además la cara más extrema  de la exclusión residencial, porque además

María y Ángeles se sienten desvalorizadas como mujeres: vivir en la calle  siendo mujer significa romper con el  rol asignado  a la mujer durante siglos. Socialmente  se penaliza a las mujeres  que llegan a esta situación, generándose  importantes sentimientos de culpa,  que dificultan la recuperación de  la confianza en sí mismas.

María forma parte del  76% de las mujeres sin hogar que  son víctimas de la violencia de pareja. Según Isabel Herrero Fernández, Este dato es significativamente superior al del resto de la población (33%).  Pero es importante destacar que un  63%  ha vivido la violencia antes de llegar a situación de calle y el resto lo ha hecho ya estando en calle.

María está  enferma   La incidencia de las enfermedades es mucho mayor entre las mujeres que entre los hombres sin techo. Como ejemplo  señalar que entre las personas sin hogar en Barcelona  con una estancia en calle entre 3 y 5 años el  92%  de las mujeres presenta algún  trastorno crónico, frente al 66%  de los hombres.

Los datos aunque insuficientes, nos aproximan a una realidad de exclusión terrible, y creciente en los últimos años. Una realidad que podemos cambiar,  facilitando el acceso a los derechos (vivienda, salud..) acompañando procesos, y dando herramientas a las mujeres como María y Ángeles para que puedan  reconstruir sus vidas. Y esto  es parte del trabajo que realizamos en la Fundación Luz Casanova.

Charo Mármol es comunicadora, feminista, militante de causas perdidas y autora del blog La mecedora violeta.

 

Cómo ser mujer me salvó la vida

Por María José Agejas 

Muriel explica, sin dejar de reír, cómo ser mujer le salvó la vida: ‘si había hombres los sacaban y los asesinaban. Yo tuve miedo, porque tengo el pelo corto. Pensaron que era un hombre, pero me pidieron que me quitara la ropa y vieron mis pechos‘ dice, señalando sus generosas mamas, ‘y me dejaron irme’. 

Muriel en el campo de refugiados de Castor, Bangui. Imagen de Pablo Tosco / Oxfam Intermón

Muriel en el campo de refugiados de Castor, Bangui. Imagen de Pablo Tosco / Oxfam Intermón

Aunque aún sea capaz de reír, Muriel es una de las víctimas de la guerra en la República Centroafricana. En 2013 tuvo que huir de su barrio, arrasado por las milicias. Ahora vive en un campo de desplazados de Bangui. Se trata de una guerra tan olvidada que ni siquiera conocemos cuántos muertos ha dejado. Una guerra que se reaviva como los rescoldos mal apagados y en la que todo vale.

A Muriel aquel día le salvó ser mujer, pero a otras les ha costado caro. Los equipos de Oxfam Intermón en Paoua han escuchado historias de mujeres y niñas atacadas durante sus desplazamientos hasta los pozos o manantiales. Normalmente son ellas las encargadas de este viaje, que en muchos casos se ha alargado, debido al conflicto.

Y es que en esta guerra, que comenzó en 2012, el agua ha sido utilizada como arma. La destrucción de las ya escasas infraestructuras y la contaminación o inutilización de los pozos, de los que se surte buena parte de la población, sobre todo en las zonas rurales, alejan las fuentes de agua de los hogares y fuerzan a madres e hijas a caminar distancias mucho más largas. Es en esos trayectos donde las mujeres nos han contado que han sufrido ataques.

¿Qué hacer cuando esto sucede? Lamentablemente en la República Centroafricana la justicia no funciona, ni para las mujeres ni para los hombres. Fuera de Bangui el Estado brilla por su ausencia, incluyendo el sistema judicial, sustituido cada vez con más frecuencia por la “justicia popular”. Las mujeres no pueden denunciar, ni pueden esperar que la policía o el ejército, cuerpos totalmente desmantelados, les ofrezcan la protección debida.

Ante matrimonios forzosos y tempranos, violaciones, maltratos y asesinatos, de poco les sirve a las centroafricanas tener una presidenta mujer… y feminista. En efecto, Catherine Samba-Panza es la presidenta del  gobierno de transición y tiene un buen currículum como luchadora por los derechos de la mujer. Militó, por ejemplo, en la Asociación de Mujeres Juristas de Centroáfrica, especializada en luchar contra la mutilación genital femenina, de la que es víctima una de cada cuatro niñas en ese país, y trabajó también para Amnistía Internacional en temas de derechos humanos.  Ahora apenas puede aguantarse en la silla mientras ve cómo barrios enteros se vacían de un día para otro al ritmo de los ataques de uno y otro bando.

María José Agejas es periodista. Forma parte del equipo de Oxfam Intermón en República Centroafricana.

La tierra es de las mujeres

Por Laura Martínez Valero Laura Martínez Valero

“La tierra es de las mujeres”, me dijo Wane Depha. “No entiendo, ¿a qué te refieres?”, le pregunté yo. Pero esa Wane con la que yo hablaba no era la misma que había pasado por las oficinas de Madrid unos días antes…

Cuando llegó al aeropuerto estaba un poco preocupada. Venía callada y mostrando cierta incertidumbre y tensión. Era la primera vez que salía de su país y Madrid ni siquiera era su destino final. Le faltaban aún muchas horas de vuelo hasta Guatemala, donde se reuniría con más de 80 mujeres de todo el mundo. Fue a su regreso cuando yo la conocí y me encontré con una mujer abierta, sonriente y con muchas ganas de hablar. ¿Qué había pasado en Guatemala para que Wane volviera tan animada?, me pregunté a mi misma…

Y lo que había pasado es algo que yo ya he tenido la oportunidad de ver en otros encuentros que hacemos en Oxfam Intermón con Avanzadoras de todo el mundo. Algo capaz de transformar el ánimo de quien lo presencia y sobre todo de ellas, las participantes. Ella me lo resumió así: “En Guatemala he descubierto otro mundo, pero un mundo que comparte los mismos problemas que yo”. Ese sentimiento de identificación, de red, fue el que obró el cambio.

Wane Depha durante su paso por Madrid. (c) Laura Martínez Valero / Oxfam Intermón

«La tierra es de las mujeres». Wane Depha durante su paso por Madrid. (c) Laura Martínez Valero / Oxfam Intermón

Y aquí es donde vuelvo a la pregunta inicial: “¿por qué la tierra es de las mujeres, Wane?”. “La tierra es nuestra porque vivimos de ella, la trabajamos y ganamos en ella el pan para nuestras familias. Las mujeres rurales no tienen estudios ni otro oficio y aún así se les niega el acceso a la propiedad de la tierra”, me explicó. Se trata de un problema que afecta a millones de mujeres en todo el mundo y al que se enfrentan de diferentes formas. En el caso de Wane desde la Red de  Organizaciones por la Seguridad Alimentaria (ROSA), reclama la propiedad individual o colectiva para las mujeres para que puedan decidir qué plantar y ampliar la extensión de sus tierras.

Además, la organización de Wane también se enfrenta a un reto añadido. En un país con muy poca tierra cultivable como Mauritania, empresas extranjeras compran al gobierno  grandes extensiones de tierra (lo que se conoce como acaparamiento de tierra) provocando la ruina de pueblos enteros y su desplazamiento. Por ello también es importante que las mujeres posean las tierras y estén concienciadas para evitar su venta a estas empresas.

El acaparamiento de tierras también es un problema frecuente en Guatemala, según me contó Wane. Sin embargo, aunque los problemas sean los mismos, las formas de solucionarlo a veces cambian. “En Guatemala he conocido mujeres que quieren preservar su cultura y sus valores. Son muy creativas y en Mauritania creo que hemos perdido algo de eso. Creo que es importante poseer  la tierra y a la vez preservar nuestra cultura”, me contaba.

Quizá la próxima vez sean las guatemaltecas o las paraguayas o las burkinesas las que vayan a Mauritania y entonces será Wane la que provoque un cambio emocionante en ellas.

Laura Martínez Valero trabaja en el equipo de comunicación de Oxfam Intermón y participa en el proyecto Avanzadoras. Cree firmemente en el Periodismo Comprometido.

Un lugar seguro: la historia de dos matrimonios forzosos

Por Flor de Torres 11745440_501780593319126_8306042186364881214_n

 Hace días que recuerdo el testimonio de Salma Altaf Hussein, una mujer pakistaní que contaba su historia personal de matrimonio forzoso:

 ‘Me casé muy joven. Era solo una niña y no sabía nada acerca del matrimonio.  Yo quería jugar e ir a la escuela pero no tuve la oportunidad. Ahora nosotras hemos aprendido sobre los peligros del matrimonio infantil. Quiero que mis hijos vayan a la escuela y puedan ser alguien antes de casarse.’

Mujeres y niñas de Pakistán comprometidas en la defensa de sus derechos. Imagen de Irina Werning / Oxfam

Mujeres y niñas de Pakistán comprometidas en la defensa de sus derechos. Imagen de Irina Werning / Oxfam

Hoy Salma dirige un espacio Protective Learning and Community Emergency Services (PLACES) donde se brinda a los niños protección, educación y la posibilidades de jugar, bajo el auspicio de Unicef. Un lugar donde pueden ser niños, en un país donde  una de cada 4 niñas contraen matrimonio antes de los 18 años.

Salma es del mismo país de donde nos llegó Aisha: Pakistán. El de Aisha es un nombre figurado que nos permite contar aquí la historia real, ya juzgada y y con sentencia en el Tribunal Supremo, de una joven de origen pakistaní que vivía en una ciudad española. En el año 2005 la familia de Aisha se concertó con la familia de su primo para que ambos contrajeran matrimonio en Pakistán, y desde el año 2007 residen juntos en España.  En la  sentencia se recoge el escalofriante relato que muestra cómo se transita del matrimonio forzoso a la violencia de género y a la detención ilegal. La sentencia presenta entre los hechos probados algunos que muestran la dureza de las acciones del marido de Aisha:

‘Desde su inicio reprochaba a su esposa su forma de vestir, que trabajara fuera de casa, sin que nada de lo que hiciera le pareciera bien, criticándola constantemente.  Ella le pidió el divorcio negándose tanto éste como sus padres y hermanos a que se separaran, manifestándole su marido que tenía que estar a su lado, que no le iba a dar el divorcio y que si se iba de su lado la iba a matar, recibiendo insultos de tipo zorra puta, tanto de su marido como de sus padres hermanos, y cuñada  al enterarse de la decisión de  divorciarse…

Durante el tiempo en el que estaba controlada y vigilada toda la familia cerró las ventanas, y bajó las persianas, controlando en todo momento a Aisha que era acompañada al baño por alguna de las mujeres, y siempre era vigilada por al menos dos miembros de la familia, no dejándola salir de casa, y a todo (sic)  mundo que le llamaba por teléfono le decían que estaba en Pakistán.

Finalmente el día 16 de diciembre de 2010, aprovechando un descuido de su familia, Aisha escribió tres notas de ayuda, lanzándolas por la ventana cayendo una en el balcón de su vecina y las otras dos a la calle. En la nota que cayó en el balcón de la vecina decía «por favor llame a la policía, mi padre me ha pegado y los de mi casa me tienen encerrada por favor ayudarme me van a matar porfa llamar a la policía, ayudarme, ayudarme, llame a la policía rápido, Gracias«.

La policía local de la ciudad española donde vivía liberó a Aisha gracias a esa nota. Hoy sus captores, su propia familia, han sido condenados y cumplen condena. En su historia confluía la imposibilidad de divorciarse con la dura vigilancia, control, maltrato e insultos por parte de su marido y su entorno.  Se  le atribuyó la carga moral de no  avergonzar a la familia. Obligada a dejar su trabajo, fue sometida  por sus padres, hermanos, marido, cuñada y tía por turnos  a vigilancia férrea  e impedida de  salir de casa. Permaneció  vigilada por turnos de dos miembros de su familia, sin dejarle acceder al teléfono fijo ni al ordenador.  Era amenazada de muerte reiteradamente por su padre y su marido que le decían ‘que si salía de casa la mataban, y que de casa no iba a salir viva’.

Ante esta situación, desesperada, Aisha intentó acabar con su propia vida: bebió lejía y  se lesionó con los cristales del espejo del baño en dos breves descuidos de sus familiares. Ambos intentos fueron frustrados por la vigilancia férrea a la que fue sometida. En represalia recibió golpes y no asistencia médica.

El Tribunal Supremo, al resolver y condenar a los autores de estos hechos, nos habla también de Aisha y de los derechos que le fueron mutilados, arrebatados, secuestrados, cercenados por el hecho de ser mujer:

‘Las convicciones culturales y sociológicas de otros pueblos no pueden ser tuteladas por nuestro sistema cuando para su vigencia resulte indispensable un sacrificio de otros valores axiológicamente superiores. El papel secundario y subordinado que algunas sociedades otorgan a la mujer nunca podrá aspirar a convertirse en un valor susceptible de protección. Ni siquiera podrá ser tenido como un principio ponderable ante una hipotética convergencia de intereses enfrentados.

 La libertad de Aisha fue radicalmente cercenada por su familia. Lo fue cuando le impuso un matrimonio que no quería y cuando la encerró en el domicilio paterno para evitar su integración social y neutralizar cualquier intento de desarrollo de su proyecto existencial como mujer’.

La sentencia expresa claramente que el matrimonio forzoso no solo es delito, sino que es un atentado a los derechos de la mujer. Es imprescindible evitar que se produzca y ahorrar a las niñas y mujeres sus terribles consecuencias. Aisha  ya  es libre y mujeres como su compatriota Salma Altaf Hussein luchan porque historias como las de Aisha o la suya propia no vuelvan a ocurrir.

Flor de Torres Porras es Fiscal Delegada de la Comunidad Autónoma de Andalucía de Violencia a la mujer y contra la Discriminación sexual. Fiscal Decana de Málaga.