El triple exilio

Por Margarita Saldaña MargaritaSaldaña

Cirelda, cubana, amaba su país, pero las circunstancias que vivía su hija en España la impulsaron a partir y a quedarse: la vida no es siempre lo que uno planifica; ahora me siento exiliada‘.

Muchas mujeres migrantes experimentan el exilio en múltiples registros. Primero se sienten arrancadas de su tierra de origen, de sus costumbres, de sus vínculos y de su cultura. Después, al tratar de arraigarse de nuevo en el país de llegada, las condiciones laborales que encuentran en el empleo doméstico como internas van construyendo una prisión simbólica de la que resulta muy difícil salir.

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Imagen de la película ‘Las chicas de la sexta planta’, sobre empleadas de hogar españolas en Francia en los años 60.

En este nuevo exilio, las mujeres no disponen de un lugar propio que garantice su privacidad. María llegó a España en el 2009, procedente de Argentina, donde trabajaba como administrativa. Al igual que tantas otras, pretendía hacer realidad el sueño de su madre, aunque para ello tuviera que renunciar al suyo propio: ‘vine porque mi madre soñaba que un hijo suyo estuviera en Europa, y además no quería que ella trabajara más‘. Para María, la ausencia de un lugar en el mundo se resume en algo tan concreto como las prácticas de sus empleadores: ‘a veces te faltan al respeto. Te vas de vacaciones con ellos, y si llega algún amigo te quitan la habitación‘.  Entonces tiene que conformarse con un rincón en la sala de estar, donde se la vea lo menos posible.

A pesar de compartir el techo con la familia empleadora, los roles están perfectamente definidos y no queda espacio para la confianza. Ser tratadas ‘como objetos, como esclavas‘, y sufrir la humillación de obedecer las veinticuatro horas del día representan experiencias habituales: ‘un día, cuando me iba a sentar a la mesa con ellos, la madre me dijo que cada uno tenía su lugar para comer‘.

Un lugar para comer y un lugar para dormir, aunque ciertamente la jornada de quienes trabajan como internas deja escaso margen para la vida personal. La ley marca jornadas de diez horas, pero los datos muestran una realidad muy distinta que vulnera gravemente el derecho al descanso. La mayoría de las internas trabajan al menos doce horas diarias; se levantan antes que los demás para atender a cada uno, y no se pueden retirar hasta que todos han cenado y la cocina queda arreglada. Es frecuente, además, que por las noches tengan que asistir a los niños si lloran y que les exijan estar a disposición de cualquier necesidad e incluso capricho. Así lo relata Carmen, nicaragüense de 52 años, ingeniera agrónoma, que llegó a España para saldar la deuda de un negocio que quebró: ‘trabajaba para una mujer impredecible. A veces salía de viaje temprano y yo me tenía que levantar a las seis de la mañana para atenderla. La mayoría de las veces no me acostaba hasta la una de la madrugada, hasta que la señora regresara, cenara y yo recogiera todo. No tenía cuarto propio, ni privacidad. Nunca me hizo el contrato ni me dio de alta en la seguridad social, así que me fui‘.

Carmen se marchó de aquella casa, pero el exilio continuará mientras las condiciones de trabajo no garanticen la posibilidad de construir una vida digna.

 

Margarita Saldaña trabaja en el Centro Pueblos Unidos, de Madrid.

3 comentarios

  1. Vivimos tiempos de paradojas: nunca ha habido tanta riqueza y dinero circulando, pero “hay que apretarse el cinturón” para salir de la crisis. Hay más de seis millones de personas sin empleo, el paro es percibido como el mayor problema del país y pareciera que, por ahora, la respuesta de los sindicatos de concertación pasa sobre todo por la renovación del pacto social. Y la de los alternativos por la movilización y llamados a la huelga general… ¿No queda otra, “con la que está cayendo”, que pedir empleo a los empresarios? Abrimos el debate.

    El trabajo no es un problema, y es, además, necesario, porque la transformación de la naturaleza por la actividad humana es imprescindible para la supervivencia de la especie y de los individuos. A este respecto, lo único que ha cambiado es que la enorme productividad desatada por el capitalismo ha llegado a entrar en contradicción con los límites ecológicos y ha configurado un gigantesco mercado de bienes de consumo innecesarios. Quizá ya no hace falta tanto trabajo para reproducir la vida humana. Quizá hay un exceso de actividades antisociales alimentadas por el proceso de acumulación sin fin en que el capitalismo consiste. Pero esa no es la cuestión principal.

    El problema esencial –el que genera el mismo proceso de acumulación– de nuestro tiempo no es el trabajo, sino el trabajo asalariado. La relación asimétrica que impone que una persona, sin acceso a los medios de producción, deba vender su fuerza de trabajo a otra, propietaria de los mismos, a cambio de una retribución que ha de permitir –trabajo doméstico no pagado mediante– reproducir esa misma fuerza, para que la rueda pueda seguir girando al día siguiente. La diferencia entre el valor de lo que permite reproducir la fuerza de trabajo y el valor de lo producido se llama plusvalía. Y es un producto específicamente humano que se apropia en exclusividad una de las partes de la relación.

    Asalariado

    Sustentada esa dinámica esencial –el trabajo asalariado–, el problema se configura como una cuestión relativa a una relación de fuerzas en un momento concreto. Es el escenario de un conflicto: la lucha de clases. Las victorias parciales de una u otra parte le permiten aumentar o disminuir el grado de explotación, modificar los mecanismos por los que se expresa la misma confrontación, desestructurar al adversario. Eso es lo que ha pasado con el mundo laboral en las últimas décadas: la emergencia de un profundo proceso de desestructuración, segmentación y debilitamiento de la clase trabajadora por parte de un empresariado cada vez más triunfante y organizado.

    Subcontratas, ETT, contratos tem­­porales, deslocalizaciones, facilitación del despido, flexibilidad absoluta en torno a las condiciones esenciales de trabajo… constituyen mecanismos, conscientemente desarrollados, para enfrentar a los trabajadores entre sí.

    La llamada descentralización productiva –lo que otros llaman el postfordismo– no es más que una brutal mutación que transforma un mundo laboral de obreros, con contrato para toda la vida, con un cierto contrapoder sindical y con el salario suficiente para poder hacer frente a los gastos de una familia patriarcal –modelo fordista–, en un magma ultraflexible de posiciones diferenciadas, nadando desde los restos de lo anterior, cada vez más acosados –el llamado core business–, hasta las mil y una formas de la precariedad post­moderna: temporales, subcontratados, en misión, falsos autónomos, con jornada parcial, en formación, etc.

    Estructura esencial

    Lo que ha explosionado es la idea misma del derecho del trabajo como elemento de racionalización de la relación salarial, como normativa que legitimaba y, al tiempo, limitaba, la explotación inherente a la forma capitalista de trabajar. Ahora estamos ante una mixtura ultraflexible entre la dictadura del Capital en el centro de trabajo y mecanismos de domesticación de la fuerza laboral, como el desempleo de masas y la conformación de “zo­nas grises” entre el derecho social y otros ordenamientos legales –falsos autónomos, prácticas formativas, trabajo migrante, etc.–

    ¿Deberíamos trabajar tanto? Pro­bablemente no. ¿Deberíamos garantizar un ingreso básico a quienes no pueden acceder a un empleo? Sin duda, sí. Pero no olvidemos que ni la renta básica ni el reparto del empleo serán posibles sin operar seriamente sobre la relación salarial. Sin intentar, organizadamente, influir sobre ella y, si se puede, abolirla. Cómo hacerlo es una pregunta compleja que daría para otro artículo. Lo que está claro es que el de la relación salarial es un espacio decisivo para discutir la estructura esencial de la sociedad.

    JOSÉ L. CARRETERO MIRAMAR.
    Profesor de Derecho del Trabajo e integrante del Instituto de Ciencias Económicas y de la Autogestión (ICEA)
    06/06/13

    16 septiembre 2013 | 10:08

  2. Dice ser ¿Ambrosía o Ambrosia?

    Ahora que nuestros hijos, nuestros hermanos, se están yendo a trabajar fuera de España, el miedo es éste mismo: que los traten mal por ser extranjeros, que no encuentren un trabajo o una vida dignos allí; o incluso aunque les vaya bien profesionalmente, que se desarraiguen para siempre, que pierdan sus raíces y sean infelices para siempre. Pensemos en cómo podemos hacer que las migraciones sean más razonables.

    16 septiembre 2013 | 13:33

  3. Dice ser Al Sur de Gomaranto

    Ya lo cantaban en mis tiempos,
    eso es lo que acontecía,
    el Tango de la Menegilda,
    de aquella Zarzuelas famosa
    que era una Lírico-cómica – revista
    de, Don Federico Chueca
    Titulada, La Gran Vía.
    que en su comienzos… decía:

    ”Pobre chica, la que tiene que servir!
    Más valiera que se llegase a morir;
    porque si es que no sabe por las mañanas brujulear,
    aunque mil años viva,
    su paradero es el hospital”

    Y la cosa no ha cambiado
    desde aquellos tiempos… acá
    y la verdad según vemos,
    en este siglo actual
    aún tenemos que decir.
    Pobre chica, la que tiene que servir…
    que ha dejado a los suyos
    su familia, sus costumbres,
    su tierra y sus raíces
    y se vino aquí a servir.

    16 septiembre 2013 | 13:34

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