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"La libertad produce monstruos, pero la falta de libertad produce infinitamente más monstruos"

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No hay soberbia buena y soberbia mala

«¡Es bárbara la guerra!». Lo leí en unos versos de Machado (don Antonio).

¿Son bárbaras todas las guerras?

Mi padre luchó contra Franco y mi suegro luchó contra Hitler. Ambos solían decir que sus guerras eran justas, que defendían ideales de libertad y de justicia. Y les creo.

También tengo amigos cuyos padres y suegros lo hicieron al revés: lucharon por los «ideales» (aún me cuesta aplicar aquí esta palabra, por eso la pongo entre comillas) de Franco y de Hitler.

¿Acaso hay guerras buenas y guerras malas?

¿Cómo se mide el grado de maldad de una guerra?

Glosando el conflicto árabe-israelí, Rafael Sánchez Ferlosio (a quien admiro desde que leí su Alfanhuí) me acaba de dar esta mañana una clave más para responder a esta pregunta imposible.

En su articulo «Glosa sobre Israel» (cuya lectura lenta recomiendo) escribe hoy en El País (pág. 13):

«El conflicto es, como siempre, fundamentalmente, entre soberbias: lo terrible de esta forma de parangón está en que la magnitud comparativa de dos soberbias enfrentadas nunca guarda proporción con lo que los clásicos llamaban «la correlación de fuerzas en presencia»; la soberbia del débil es muy a menudo de igual magnitud o hasta mayor que la del fuerte. (…) La soberbia del débil, dicho sea de paso, no es menos siniestra que la del fuerte (…)»

También añade Sánchez Ferlosio otra clave cuando cita una respuesta del general guatemalteco Mejía Víctores, acusado de genocidio, terrorismo, asesinato, torturas, etc:

«Quien negocia, pierde»

Y la relaciona con la consigna del «victimato español»:

«Dialogar es claudicar»

Precisamente hoy los dos grandes titulares de ambas portadas se refieren a diálogo, mediación, y negociación para un proceso de paz en España o para un alto el fuego en Oriente Medio.

En El Mundo:

El PSOE intentó que la Santa Sede mediara entre el Gobierno y ETA

En El País:

EE UU y Francia presentan a la ONU un plan para el alto el fuego en Líbano

Decía anoche en un breve comentario que me voy un rato fuera de la civilización ADSL y, al regresar, me encuentro con un montón de comentarios provocadores e interesantes en el blog sobre la guerra tan desigual en Oriente Medio que tanto me perturba.

Me gustaría participar más en este debate, pero cada día la realidad supera cualquier ficción. Cada día las noticias son peores que las de ayer y, desgraciadamente, mejores que las de mañana.

A ver si cambia esta mala racha…

—-

Para quienes no tengan a mano El País, copio y pego el largo artículo de Sánchez Ferlosio:

Glosa sobre Israel

RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO EL PAÍS – Opinión – 06-08-2006

Don Mario Vargas Llosa, en la séptima y última entrega de su reportaje «Israel / Palestina: paz o guerra santa», titulada ‘Los justos’ (EL PAÍS, 8 de octubre de 2005), tras contarnos su entrevista con un historiador israelí, Illan Pappe, escribe lo siguiente: «Fue una de las últimas entrevistas que tuve en Israel, en esas dos semanas enloquecidas, en las que, constantemente, tenía que luchar contra la tremenda impresión que me había causado la situación del país. Un país que ha crecido, se ha enriquecido y se ha vuelto tan poderoso que -ojalá me equivoque- podría seguir viviendo así muchos años, sin la menor urgencia de resolver su problema con los palestinos. Porque lo cierto es que, por dolorosos y terribles que sean, en lo individual y familiar, los atentados terroristas sólo son unos pequeños rasguños en la piel de ese elefante que es ahora Israel, algo que no amenaza su existencia, ni sus altos niveles de vida, ni, ay, su conciencia. Todavía peor: en cierto sentido, a diferencia de lo que ocurre con los palestinos -donde el conflicto se plantea en términos de supervivencia, de vida o de muerte- para los israelíes el conflicto ha pasado a ser más bien marginal, una rutina en la que el poderoso Ejército se entrena, actualiza y refuerza. Como escribió alguna vez Shlomo Ben Ami, Israel se ha vuelto un país que no sabe vivir en paz, sólo en la guerra».

Desde luego que, en líneas generales, mal podría yo dejar de estar de acuerdo con Vargas Llosa sobre la cuestión: los palestinos jamás podrán destruir Israel; y cada día que pasa están más lejos de ello; no sólo por su propia delirante insensatez, sino porque Israel, con el incondicional apoyo de los americanos, está dispuesto a que se destruya el mundo antes que perecer. El conflicto es, como siempre, fundamentalmente, entre soberbias: lo terrible de esta forma de parangón está en que la magnitud comparativa de dos soberbias enfrentadas nunca guarda proporción con lo que los clásicos llamaban «la correlación de fuerzas en presencia»; la soberbia del débil es muy a menudo de igual magnitud o hasta mayor que la del fuerte. Los fuertes, naturalmente, cuentan con esa soberbia y juegan con ella a su capricho. Últimamente es un capítulo esencial del arte diplomático; un ardid ilustrativo es, por ejemplo, el de saber aquilatar las condiciones de un ultimátum en la medida justa para que desborde el límite de soportación de la soberbia del contrario. (La soberbia del débil, dicho sea de paso, no es menos siniestra que la del fuerte: si los americanos se niegan a pagar rescate por los secuestrados, alegando que eso sería «darles una victoria a los terroristas», los jefes de Hamás siguen negándose a entregar su rehén cuando pasan ya de 150 los palestinos matados en Gaza por los israelíes, mientras que Hezbolá rechaza como «humillante» un alto el fuego que comporte la entrega de sus dos rehenes israelíes «sin contrapartidas»).

La diplomacia de los israelíes parece seguir las pautas de la de los americanos, ya sea a causa de su acrisolada amistad y complicidad, ya sea por tener ambos países, cada uno en su terreno, un potencial militar inmensamente superior al de sus eventuales enemigos. Ya dos grandes periodistas norteamericanos, Walter Lippmann y James Reston, señalaron -en distintos tiempos- los especiales condicionamientos de la diplomacia americana, relacionados con el vector cardinal sobre el que gira, más que en ningún otro país del mundo, la vida y el afán de los americanos: el de ganar o perder. La diplomacia no produce un ganador y un perdedor; el que puede ganar con las armas se hace de menos si se pone a pactar con la palabra, porque las armas son el medio natural, directo, noble, bello, honroso, viril, valiente, patriótico y, finalmente, «histórico». Tan grande es hoy la decadencia y, sobre todo, el desprestigio de la diplomacia, que no ha faltado quien equipare un pacto con la aceptación de una derrota: el general guatemalteco don Óscar Humberto Mejía Víctores -recientemente demandado por un juez español por los delitos de genocidio, terrorismo, asesinato, torturas y detenciones ilegales-, entrevistado por los periodistas cuando fue elegido presidente del país, a la pregunta de si pensaba negociar con la guerrilla, contestó que no y añadió acto seguido: «Quien negocia, pierde»; me lo ha recordado estos días de atrás la consigna, de palabras muy afines, esgrimida en una manifestación del victimato español: «Dialogar es claudicar». Pero donde la degradación de la diplomacia ha tocado extremos de abyección ha sido en la reciente farsa de Roma, en la que todos han fingido no saber que el juego estaba ya hecho y concertado a tenor de la consigna fijada ya el 18 de julio por la ministra de Exteriores de Israel, Tzipi Livni, con la autorizada legitimación incondicional, emitida tal vez menos de 24 horas después, de su «homóloga» Condoleezza Rice: el proceso diplomático -decía Livni- «no deberá acortar el plazo para la campaña del ejército».

Aceptando ahora la opinión de Vargas Llosa de que Israel es «un elefante» frente a los palestinos, diré que la valoración de «pequeños rasguños» para las heridas que éstos le infligen me parece demasiado leve al menos con respecto a la época de los grandes atentados suicidas y teniendo en cuenta que la población de Israel rebasa apenas la de la Comunidad de Madrid. Pero ese diagnóstico de «pequeños rasguños» sí que me parecería, en verdad, un hallazgo cumplidamente aprovechable para un diagnóstico proporcionado de las heridas infligidas por el terrorismo islamista a ese otro elefante, muchísimo ma-yor, que solemos comprender como «Occidente». La obra del terrorismo en los países del Occidente cristiano, incluido el derribo de los dos rascacielos iguales, no pasa, en efecto, de ser un epifenómeno que hace completamente ridículo el altísimo diapasón de los clamores que los intereses políticos interiores y exteriores han levantado y, sobre todo, siguen levantando.

En otro artículo, titulado «Israel y los matices» (EL PAÍS, 16-7-2006), se queja Don Mario de que el título de una reseña aparecida en el Ha’aretz, al «cambiar el matiz» de lo que él dijo en una reunión, haya desatado una andanada de 199 cartas dirigidas al mismo periódico, con improperios tan malévolos como disparatados, que él atribuye a que la actual elementalidad de los antagonismos no sabe o no quiere ya pararse a matizar; pero, siendo esto muy cierto, yo le añadiría otro factor: la creciente pasión, totalmente desatada, de encontrar cualquier pretexto para darse por ofendido: todo el mundo anda con un par de orejas como las de una liebre levantadas al viento atentas a captar cualquier mínimo soplo que de algún modo podría interpretarse como una grave ofensa a su persona, y ya se sabe que los israelíes son especialistas en semejantes susceptibilidades.

Vargas Llosa trata de reivindicarse como «un leal amigo de Israel», y, a mi juicio, concibe muy cabalmente el sentido de la lealtad: un amigo leal no puede nunca ser incondicional, porque la incondicionalidad connota una solidaridad ciega, una adhesión totalmente indiferente a las cualidades del amigo y a sus cambios de conducta. La lealtad, la no-incondicionalidad, es lo que hace de la amistad un vínculo virtuoso, frente a los vínculos del parentesco o la consanguinidad, que no comportan ningún valor moral. Pero citemos al autor: «… el periodista Gideon Levy, crítico severo del Gobierno de su país, dijo que él militaba contra la ocupación de Cisjordania porque no quería sentirse avergonzado de ser israelí. Yo, por mi parte, al clausurar el evento, parafraseando a Levy, dije que mis críticas a la política con los palestinos de los dos últimos gobiernos de ese país se debían a que tampoco quería sentirme avergonzado de ser amigo de Israel». Lo curioso del caso es que el propio Gideon Levy fuese el autor de la reseña del Ha’aretz, cuyo título decía: «Vargas Llosa tiene vergüenza de ser amigo de Israel».

No obstante, para mantenerse «amigo leal de Israel», tiene que interponer Don Mario tan gran número de «matices», reservas y condicionamientos que no es del todo extraño que los siempre dispuestos a darse por ofendidos lleguen a tacharlo hasta de «comunista». En efecto, sus críticas y recriminaciones tocan extremos de lealtad dignos de la mayor aprobación, pero a la vez sumamente difíciles de aceptar y agradecer para los que están -no digo solamente por sus propios errores y pasiones, sino también por los de sus enemigos y aun de sus amigos- cada vez más trágica e ineluctablemente inmersos en las servidumbres de la violencia y la soberbia. Tomemos unas muestras literales. De las condiciones de vida en los territorios ocupados dice: «Son inaceptables, indignas de un país civilizado y democrático. Lo afirmo porque lo he visto con mis ojos. Los amigos de Israel tenemos la obligación de decirlo en alta voz y censurar a sus gobernantes por practicar en esos territorios una política de intimidación, de acoso y de asfixia que ofende las más elementales nociones de humanidad y de moral». También recrimina la reacción militar de Israel por la captura de un soldado israelí, «que ha causado ya decenas de muertos civiles en Gaza». En Los justos manifiesta sus mayores simpatías por el historiador judío Illan Pappe, que tiene en su tierra merecida fama de feroz antisionista; de él nos cuenta que se doctoró en Oxford con una tesis sobre la guerra de 1948, que asentó la independencia de Israel. «Es un tema -cito ahora literalmente a Vargas Llosa- sobre el que ha publicado varios estudios, defendiendo la idea de que, contrariamente a lo sostenido por la versión canónica del sionismo, aquella guerra constituyó una auténtica limpieza étnica en la que la inmensa mayoría de la población palestina fue expulsada y sus aldeas destruidas a fin de ganar territorios para el Estado de Israel».

Compartiendo esas ideas de Illan Pappe, Vargas Llosa pone en grave entredicho nada menos que «la legitimidad de origen» del Estado de Israel, e incriminando de «inhumano e inmoral» el comportamiento de varios gobiernos (no excluyo que le parezcan más plausibles los de Barak o el asesinado Rabin) con los palestinos, menoscaba acerbamente su «legitimidad de ejercicio». Sin embargo, a despecho de tamañas amonestaciones, no ceja Don Mario en sus empeños amistosos y lanza dos párrafos tan abstractos y hasta ambiguos como convencionales, que no acreditan más que su buena voluntad conciliatoria: «Muchas veces he escrito que visitar ese país hace treinta y pico de años fue una de las experiencias más emocionantes que he tenido y que sigo creyendo que construir un país moderno, en medio del desierto, de lineamientos democráticos, con gentes provenientes de culturas, lenguas, costumbres tan distintas y rodeado de enemigos, fue una gesta extraordinaria, de enorme idealismo y sacrificio». Y, unas líneas más abajo: «Para mí, el derecho a existir de Israel no se sustenta en la Biblia, ni en una historia que se interrumpió hace miles de años, sino en la gestación del Israel moderno por pioneros y refugiados que, luchando por la supervivencia, demostraron que no son las leyes de la historia las que hacen a los hombres, sino éstos, con su voluntad, su trabajo y sus sueños, los que le marcan a aquélla unas pautas y una dirección. Ningún país existía allí, en esa miserable provincia del imperio Otomano, cuando nació Israel».

¿Y cómo se compadece semejante sarta de gratuidades flotantes -a la que, como a toda apología ideológica, no le falta tampoco su grano de miseria- con el detrimento de los importantísimos «matices» que la profesada lealtad hacia Israel le ha exigido a Vargas Llosa reconocer con toda honestidad? Apenas veo que se salve una cosa desde luego tan fundamental como la libertad de expresión, que hace a Illan Pappe jurídicamente intocable, a despecho de que socialmente llegue incluso a ser tenido por traidor a la patria.

Pero en su afectado acto de conciliación recurre Vargas Llosa a la consabida estética de «lo histórico»: admira -o dice admirar- la «gesta» de unos hombres que, «luchando por la supervivencia» (struggle for life), fundaron un Estado. En verdad, choca un poco que un «antiestatista» declarado como Don Mario se entusiasme con el que es el trance más duro, más coactivo y más violento de un Estado: su instauración, y más si, como aquí, va acompañada por una guerra feroz para el pleno dominio del territorio. Pero, además, Israel no fue, como sugiere la pintura de Vargas Llosa, obra de gentes dispersas y heterogéneas: fue un Estado europeo fundado a ciencia y conciencia por europeos; por numerosas que fueran las comparsas adheridas, el núcleo protagonista fueron los sucesores de las comunidades judías que habían constituido la flor y nata cultural, profesional e intelectual de las elites de la media y alta burguesía europea. Lo que se fundó en Palestina respondió casi exactamente a lo que, en 1895, había prospectado Theodor Herzl en su obra Der Judenstaat, concebida a raíz del caso Dreyfus: «Para Europa constituiríamos allí un lienzo de muralla contra Asia; seríamos el centinela avanzado de la civilización contra la barbarie» (aunque no habían sido, ciertamente, «asiáticos», sino europeos, los que persiguieron a Dreyfus, como europeos serían los autores del espantoso genocidio que Herzl tuvo la suerte de no conocer).

Y eso es lo que parece volver a ser hoy en la mente de muchos occidentales, españoles incluidos, que aseguran que la defensa de Israel es la de Occidente.

Rafael Sánchez Ferlosio es escritor, premio Cervantes 2004.

¡Qué aproveche!

Feliz domingo.