Se nos ve el plumero Se nos ve el plumero

"La libertad produce monstruos, pero la falta de libertad produce infinitamente más monstruos"

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No lo toquéis más, que así es el himno

La polémica sobre el uso o abuso del himno nacional o de la bandera de España en saraos partidistas me trae el recuerdo de aquel poema («¡Que lástima!») de León Felipe, el poeta que nos advierte siempre de los riesgos que tiene desenterrar el hacha fratricida, siempre el hacha.

¡Que lástima! Que lástima que yo no tenga una casa solariega con el retrato de un abuelo que ganara una batalla… Y añado: ni un himno ni una bandera…

También a mi me dan envidia esos otros países que ya superaron la guerra de himnos y banderas o que aún no han entrado en ellas.

Alguna vez he contado (por lo menos a mis hijos) una anécdota que me ocurrió durante la transición política de la dictadura a la democracia.

Iba yo camino de Castellana 3, donde trabajaba a las órdenes del entonces vicepresidente del Gobierno, Fernando Abril Martorell, y crucé, no sin cierto temor, por una manifestación que transcurría ruidosamente por la plaza de Cristo Rey de Madrid.

No me asustaron las personas que gritaban sus consignas sino las banderas que tremolaban con el aguila franquista y los colores rojo y gualda.

Proseguí, triste, mi camino. Cuando entré en el despacho de Abril Martorell -que antes fue de Carrero Blanco y de Manuel Azaña-, le comenté mi desazón por aquel espectáculo de corte fascista, aderezado con los colores de la que debería ser la bandera de España o sea, la mía y la de mis hijos. Le dije que había sentido miedo al verme rodeado por esas banderas rojo y gualda y que eso no debía ser bueno para la democracia que tratábamos de construir entre todos y para todos.

A los pocos días, el vicepresidente me pidió que leyera un decreto recién publicado en el BOE. Por primera vez, se regulaba el uso no partidista de la bandera de España. Sentí, en aquel momento, la emoción y el orgullo de haber contribuido, al menos en una parte mínima, a la concordia entre los españoles.

¡Que lástima que no tengamos hoy políticos activos de la talla de Fernando Abril que trabajen por la concordia!. Momentos extraordinarios, como el que vivimos, exigen el concurso de personajes también extraordinarios.

¡Anímense!

Metodología

ENRIQUE GIL CALVO en El País

05/02/2007

«Éste es un país de locos», declaró el lehendakari al tener que acudir a declarar como imputado de desobediencia a la Ley de Partidos ante el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco. Y al margen de las consideraciones que también pueden hacerse sobre su misma locura y la de su propio partido, al convocar desafiantes manifestaciones de protesta ante los tribunales que violan al menos en espíritu el imperio de la ley, lo cierto es que Ibarretxe tiene razón. Esto parece una locura, pues la actual espiral justiciera que anima a los intransigentes partidarios de la línea dura en materia de firmeza antiterrorista está dando cada día que pasa una nueva vuelta de tuerca en la misma dirección desprovista de cualquier sentido común, dada su obsesión por rizar el rizo de la persecución inquisitorial a los «culpables» de favorecer el diálogo y la negociación. Y hasta tal punto extreman su postura paranoica que han llegado a caer en el más espantoso de los ridículos. ¿Cómo se puede perseguir judicialmente el simple hecho de dialogar con la izquierda abertzale? Somos el hazmerreír de Europa, en ninguno de cuyos tribunales podrían representarse espectáculos semejantes. Y si no fuera tan trágico, ya que hay muertos por medio, esta farsa delirante resultaría cómica. ¿Acaso han perdido el juicio?

No, no lo han perdido, pues en su locura hay un método. Y como en toda metodología, cabe distinguir entre medios tácticos y fines estratégicos. Respecto a los recursos empleados, la táctica es hacer mucho teatro para escenificar un artificial enfrentamiento melodramático lleno de ruido y de furia que permita llevar la iniciativa, romper la agenda gubernamental (distrayendo la atención con falsos problemas que tapan las cuestiones prioritarias, como la especulación urbanística) y arrinconar a Zapatero contra las cuerdas. Y en este sentido, dada su aureola fatídica, los Tribunales brindan un escenario más melodramático que nuestro redundante Parlamento, donde la crispación y la bronca están a la orden del día. De ahí que a estos «locos» les guste tanto llevar a sus adversarios a los tribunales con razón o sin ella, haciéndoles pasar por la ley del embudo de sus horcas caudinas.

Y respecto al objetivo que pretenden alcanzar estos montajes judiciales, hace ya mucho tiempo que su estrategia política está demasiado clara: es la de hacer un juicio de intenciones ad hóminem, a fin de sembrar la sospecha sobre la legitimidad de nuestros gobernantes, destruyendo así la confianza que depositó en ellos la ciudadanía. Aunque luego la acusación sea falsa y todo quede en nada, el caso es imputar, inculpar y calumniar, con objeto de sembrar la desconfianza y el descrédito sobre los acusados en falso. Es la misma estrategia política seguida por la oposición contra Zapatero: mientras se mantuvo el llamado proceso de paz, se le acusó sin pruebas y en falso de pagar precio político a ETA; y cuando la ruptura del «proceso» ha demostrado que no hubo pago alguno, se le acusa sin pruebas y en falso de seguir negociando en secreto con ETA la forma de reabrir el «proceso». Todo para poder declararlo sospechoso número uno ante la ciudadanía.

Estrategia de la sospecha que se beneficia de su complicidad con la cúpula judicial que comparte sus intereses. Es uno de los grandes fallos de la transición a la democracia, que logró depurar a los militares golpistas pero no supo hacer lo mismo con la judicatura franquista. Y de esos polvos surgen estos lodos, como se demuestra con la negativa del Supremo a revisar los crímenes judiciales del franquismo. De ahí que a nuestra derecha se le llene la boca hablando de la independencia judicial, que aplican de forma sui géneris a la española. Dime de qué presumes y te diré de qué careces, pues sólo son independientes del Gobierno para interpretar las leyes al servicio de la oposición, demostrando así por la vía de sus autos que dependen políticamente de quién les nombró. Una independencia judicial que se reclama no para garantizar la imparcialidad de sus decisiones, como corresponde, sino para inmunizar su sectaria parcialidad a discreción.