Se nos ve el plumero Se nos ve el plumero

"La libertad produce monstruos, pero la falta de libertad produce infinitamente más monstruos"

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Me sumo: «Pon la «x» en la casilla de fines sociales»

Por fin, veo una idea constructiva sobre la Declaración de la Renta, que es el auténtico certificado de demócrata («No taxation without representation«):

¡Enhorabuena a la Sexta!

Me sumo a su iniciativa:

Pon «X» en la casilla de fines sociales»

No te lo pierdas:

http://www.marcafinessociales.org/

¡Ah! y, de paso, fuera símbolos religiosos de las instituciones del Estado y fuera representaciones del Estado en actos puramente religiosos.

De todos o de ninguno. Mejor de ninguno y así nadie se pelea.

Ya era hora de que alguien tuviera una iniciativa laica moderna; o sea, de la Revolución Francesa.

A vueltas con los símbolos religiosos

JULIÁN CASANOVA en El País (19/04/2008)

La Iglesia católica y el Estado español estuvieron atados durante mucho tiempo de nuestra historia contemporánea por estrechos lazos ceremoniales y el legado que de ello queda es todavía considerable.

Las instituciones públicas deberían estar al margen de cualquier religión

El crucifijo preside todavía la toma de posesión de los ministros

Se suele atribuir esa herencia a la larga época de privilegios institucionales que la Iglesia tuvo durante la dictadura de Franco, pero su origen y fundamentos básicos se encuentran en el sistema político de la Restauración borbónica. En realidad, sólo la Segunda República dio una batalla a esa presencia de manifestaciones religiosas en la sociedad civil. Durante el período de gestación de la democracia actual, los políticos no quisieron que ese tema turbase la necesaria estabilidad para llevar a cabo la transición e hicieron a la Iglesia católica importantes concesiones. Y aunque la Iglesia no es, treinta años después, una amenaza real para el régimen constitucional y la sociedad española es ahora mucho más diversa y plural, los símbolos de la religión católica todavía se exponen públicamente en algunas ceremonias políticas.

El artículo 11 de la Constitución de 1876, la de más larga duración de la historia de España, plasmó un reconocimiento explícito del catolicismo como religión oficial del Estado. Entre esa Constitución de 1876 y la proclamación de la Segunda República en abril de 1931, la Restauración borbónica presidió un auténtico renacimiento católico, tras los efectos de las desamortizaciones y de las revoluciones liberales del siglo XIX, y abrió nuevos caminos de poder e influencia social a la Iglesia. Los poderes políticos, con el rey a la cabeza, repartían honores a las instituciones eclesiásticas y los símbolos religiosos penetraron en todas las ceremonias de la administración civil y militar. De los primeros años del siglo XX procede el culto masivo a la Virgen del Pilar y al Corazón de Jesús, dos emblemas de la religiosidad popular española. Fue Alfonso XIII quien mandó erigir en 1919 el majestuoso monumento al Sagrado Corazón de Jesús del Cerro de los Ángeles. Dos años antes, en 1917, el mismo monarca había declarado el 12 de octubre, día de la Virgen del Pilar, fiesta nacional, símbolo de la «hispanidad» y de la unidad católica.

Con la llegada de la República, se abrió un abismo entre dos mundos culturales antagónicos, el de los católicos practicantes y el de los anticlericales convencidos, y salió también a la luz una enconada lucha, de fuerte carga emocional, por los símbolos religiosos. La Marcha real, que durante la Monarquía se escuchaba en las misas oficiales en el momento de la consagración, pasó a considerarse una de las señas de identidad de la reacción, una provocación, igual que todas las manifestaciones religiosas. La retirada de los crucifijos en las escuelas provocó lloros en muchos pueblos de España. Otros protestaron por la supresión de las procesiones. Así de estrecha era la identificación entre el orden y la religión, la monarquía y la política autoritaria de derechas.

Esa simbiosis entre la religión y la política se consumó con la sublevación militar de julio de 1936 y antes de que la jerarquía de la Iglesia católica convirtiera oficialmente el asalto al poder en cruzada, las ceremonias político-religiosas se extendieron por toda la España controlada por los militares que se habían sublevado contra la República. Especial carga simbólica tuvieron los innumerables actos de «reposición» y «regreso» de los crucifijos a las escuelas en los comienzos de aquel curso escolar de 1936-37. La abolición de la legislación republicana y la reposición de la España tradicional se daban la mano con los niños como testigos. Tras la victoria de las tropas de Franco en abril de 1939, los ritos y las manifestaciones litúrgicas llenaron las calles de pueblos y ciudades. La Iglesia y la religión católica lo inundaron todo: la enseñanza, las costumbres, la administración y los centros de poder.

Cuando murió Franco, el 20 de noviembre de 1975, la Iglesia católica española ya no era el bloque monolítico que había apoyado la Cruzada y la venganza sangrienta de la posguerra. Pero el legado que le quedaba de esa época dorada de privilegios era, no obstante, impresionante en el sistema educativo, en los aparatos de propaganda, en los medios de comunicación y en la presencia de los ritos y símbolos religiosos en las ceremonias públicas.

A la democracia que siguió a la larga dictadura no le resultó fácil deshacer ese legado de fuertes vínculos entre el poder civil y el eclesiástico. Los acuerdos firmados desde 1976 a 1979 entre los primeros gobiernos de la transición, presididos por Adolfo Suárez, y el Vaticano, que tuvieron a la educación y a la protección de las finanzas de la Iglesia como principales focos de conflicto, determinaron el marco jurídico que la Iglesia católica iba a tener dentro del Estado democrático. La democracia y sus órganos de poder dieron a partir de ese momento a la Iglesia un trato exquisito. Nadie puso objeciones a que los ritos de la liturgia católica estuvieran presentes en los actos públicos de las nuevas instituciones democráticas

Aunque la Constitución de 1978 estableció que «ninguna confesión tendrá carácter estatal», persisten en la actualidad ceremonias religioso-patrióticas a las que asiste el Jefe del Estado, el rey Juan Carlos I, como ya habían hecho antes su bisabuelo Alfonso XII, su abuelo Alfonso XIII y el general Franco; las autoridades políticas participan oficialmente en procesiones religiosas; la Iglesia católica nombra capellanes castrenses y profesores de religión, que paga el Estado; y el crucifijo preside todavía la toma de posesión de los ministros de la democracia. El peso del catolicismo como religión única está presente incluso en la reciente Ley de Memoria Histórica y en su intento por preservar las inscripciones de los mártires de la Cruzada en las iglesias. Un Estado constitucionalmente aconfesional sigue concediendo, en suma, un trato especial y privilegiado a la Iglesia católica, al que en absoluto tienen acceso los restantes credos religiosos.

La mayoría de esos ritos adquirieron un profundo carácter político en otros tiempos, cuando la Iglesia católica se consideraba fuente de verdad absoluta y el catolicismo como única religión de los españoles. Los ritos religiosos tienen un significado individual, cultural y social, se eligen de forma libre, pero no deberían estar presentes en la política de un Estado democrático y aconfesional. El lugar apropiado para esos símbolos es la iglesia, la de cada uno, y no el trabajo, la escuela o el espacio público.

En una sociedad plural, con diferentes religiones y muchos ciudadanos que no profesan ninguna, las instituciones públicas deberían permanecer al margen de la religión. Las sociedades caracterizadas por el pluralismo cultural están también marcadas por el pluralismo ritual y son el Estado y sus poderes quienes deben resolver los posibles conflictos. Cuando una de esas religiones anhela principios uniformes y niega la libre elección, lo que hace es desafiar a la Constitución y estimular el fundamentalismo, la antítesis de esta convivencia plural que estamos construyendo.

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.

Pujalte (PP) suspende en Ciudadanía y los obispos sacan pecho

El diputado Pujalte (del PP) no tiene vergüenza. Al ver por televisión su comportamiento fascistoide en el Congreso, he comprendido inmediatamente la razón que asiste a la joven diputada de ERC, increpada a gritos por el señorito Pujalte, cuando ha advertido sobre la urgente necesidad de enseñar la nueva asignatura “Educación para la Ciudadanía” a personas como él.

No es asignatura solo para niños. También urge para diputados fundamentalistas que se comportan de manera indecente. Pujalte me ha dado mucha vergüenza. Lo siento por mis amigos del PP que son personas educadas, moderadas y sensatas.

Salvajes como Pujalte (y eso que no llevaba correajes ni botas) me incitan a hacer campaña a favor de la asignatura sobre Ciudadanía. Y la defiendo cada vez más ímpetu por la virulencia mostrada contra ella por ayatolas fundamentalistas católicos como Cañizares, arzobispo de Toledo, que la asocia a inspiración diabólica. El tal monseñor ha dicho que quien la enseñe a los alumnos está colaborando con «el mal». Y se ha quedado tan fresco. Ya sabemos quien es “el mal” para Cañizares. Tiene cuernos y rabo.

Movido por la curiosidad, he rebuscado en los textos de esta asignatura contenidos que pudieran provocar la objeción de conciencia por parte de algún católico sensato. La verdad es no he encontrado ninguno. Recomiendo este ejercicio.

El libro está lleno de obviedad democrática. Es más, me ha recordado lo terrible que fue la represión de las libertades, por parte de terrible y maldita dictadura de Franco, tan bendecida por los obispos católicos.

¿Acaso les dará vergüenza a los obispos que se hable de que el hombre y la mujer son iguales ante la Ley?

Porque con su Franco, sencillamente, no lo eran.

El bueno de Eugenio Nasarre (PP) ha dicho educadamente en el Congreso que se ha creado un conflicto con esta nueva asignatura… Yo no veo ningún conflicto. Veo que se adelanta la civilización en España. Y ya era hora

¿Quién ha creado ese presunto conflicto?

La Iglesia Católica

¿Con qué interés?

No lo entiendo, ya que si los obispos, El Mundo y la COPE calientan mucho este asunto pueden provocar la movilización electoral de muchos demócratas laicos, hoy desmovilizados por el pusilánime Zapatero.

.

Espero que algún católico me diga que es lo que no quiere que sus hijos aprendan de esta asignatura de “Ciudadanía”, tan limpia y beneficiosa para la convivencia ciudadana en paz y en libertad. Desde luego, yo no veo por ninguna parte esa patita diabólica del “mal” que ve Cañizares en estas enseñanzas tan laicas como la Constitución.

¿Acaso está el escándalo en el ojo del escandalizado?

Es bueno recordar que “Ciudadanía” no se opone ni sustituye, en ningún caso, a “Religión” ni tiene nada que ver con ella. A la libre optativa de “Religión” podría oponerse la libre optativa de “Ëtica” o “Estudio” o cualquier otra optativa pero este no es el debate, pues «Religión» no tiene nada que ver con “Ciudadanía” por mucho que los obispos pretendan confundirnos.

Cuando no entiendo algo, tengo la mala costumbre de recordar a Marlon Brando en El Padrino cuando dice:

“Sigue al dinero”.

No falla.

¿Qué habrá detrás de esta campaña eclesiástica contra la nueva asignatura “Ciudadanía”, tan obligatoria como las Matemáticas o la Física, y que, en ningún caso, compite ni tiene nada que ver con la optativa de Religión?

¿A qué viene tanta confusión y virulencia episcopal?

¿Qué se están jugando los obispos en este asunto estrictamente civil, que pertenece al ámbito de la soberanía popular y no de la Ley divina?

¿Quién les ha dado vela en esta asignatura civil obligatoria?

¡Qué pena que Pujalte no la haya estudiado cuando era niño!

Hoy tendríamos entre nosotros a un diputado educado, tolerante e, incluso, capacitado para gobernar la cosa pública. Y no a ese cafre despreciable que vimos vociferar ayer en el Congreso

Rajoy, por favor, dígale algo a Pujalte.

Franco, la Iglesia católica y sus mártires

JULIÁN CASANOVA en El País

26/06/2007

El 1 de julio de 1937, hace ahora 70 años, la jerarquía de la Iglesia católica española selló oficialmente el pacto de sangre con la causa del general Franco. Ese día vio la luz la «Carta de los Obispos españoles a los de todo el mundo con motivo de la Guerra de España». Redactada, a petición de Franco, por el cardenal Isidro Gomá, la apoyaron con su firma todos los obispos españoles, menos Mateo Múgica y Francesc Vidal i Barraquer, que se encontraban en ese momento en Italia. Múgica, obispo de Vitoria, había sido expulsado de su diócesis unos meses antes por la Junta de Defensa de Burgos por haber «amparado con excesiva transigencia a los sacerdotes nacionalistas» y excusó su firma alegando precisamente que no estaba en su puesto. Vidal i Barraquer, arzobispo de Tarragona, que había podido escapar de la violencia anticlerical del verano de 1936, le dijo a Gomá que ese documento colectivo podría servir de pretexto «para nuevas represalias y violencias» y para «colorear las ya cometidas» y que además le molestaba, en clara alusión a Franco, «aceptar sugerencias de personas extrañas a la Jerarquía en asuntos de su incumbencia».

Nada nuevo, desde el punto de vista doctrinal, había en esa «Carta» que no hubiera ya sido dicho por obispos, sacerdotes y religiosos en los doce meses que habían pasado desde la sublevación militar. Pero la resonancia internacional fue tan grande, editada inmediatamente en francés, italiano e inglés, que muchos aceptaron para siempre la versión maniquea y manipuladora que la Iglesia transmitió de la guerra, del «plebiscito armado»: que el «Movimiento Nacional» encarnaba las virtudes de la mejor tradición cristiana y el Gobierno republicano todos los vicios inherentes al comunismo ruso. Además de insistir en el bulo de que el «alzamiento militar» había frenado una revolución comunista planeada a fecha fija y de ofrecer la típica apología del orden, tranquilidad y justicia que reinaban en el territorio «nacional», los obispos incorporaban un asunto de capital importancia, que todavía hoy es la posición oficial de la jerarquía: la Iglesia fue «víctima inocente, pacífica, indefensa» de esa guerra y «antes de perecer totalmente en manos del comunismo», apoyó la causa que garantizaba «los principios fundamentales de la sociedad». La Iglesia era «bienhechora del pueblo» y no «agresora». Los agresores eran los otros, los que habían provocado esa revolución «comunista», «antiespañola» y «anticristiana».

La «Carta colectiva» consiguió la adhesión de los episcopados de treinta y dos países y de unos novecientos obispos. El respaldo sin contemplaciones al bando rebelde sirvió de argumento definitivo para los católicos y gentes de orden del mundo entero. Fundamentalmente porque iba acompañado de un descarado silencio acerca de la violencia exterminadora que los militares habían puesto en marcha desde el primer momento de la sublevación. La «Carta» demonizaba al enemigo, al que sólo movía la voluntad de persecución religiosa, y codificaba definitivamente el apadrinamiento de la guerra como Cruzada santa y justa contra la disgregación patriótico-religiosa emprendida por la República.

Franco y la Iglesia católica salieron notablemente reforzados. La conversión de la guerra en un conflicto puramente religioso, en el que quedaban al margen los aspectos políticos y sociales, justificó la violencia ya consumada y legitimó a Franco para seguir matando. El entonces director de Propaganda del bando franquista, Javier Conde, le transmitió al jesuita Constantino Bayle, hombre de confianza de Gomá, lo satisfechos que estaban en los círculos políticos y militares con aquel milagroso documento: «Diga Ud. al Señor Cardenal que se lo digo yo, práctico en estos menesteres: que más ha logrado él con la ‘Carta colectiva’ que los demás con todos nuestros afanes».

Acabada la guerra, los vencedores ajustaron cuentas con los vencidos, recordándoles durante décadas los efectos devastadores de la matanza del clero y de la destrucción de lo sagrado, mientras se pasaba un tupido velo por la «limpieza» que en nombre de ese mismo Dios habían emprendido y seguían llevando a cabo gentes piadosas y de bien.

Obispos y sacerdotes celebraron durante mucho tiempo actos religiosos y ceremonias fúnebres en memoria de sus mártires. Bajo aquellos «días luminosos» de la paz de Franco, sus restos fueron exhumados y trasladados en cortejos que recorrían con gran solemnidad numerosos pueblos y ciudades, desde los cementerios y lugares de martirio a las capillas e iglesias elegidas para el descanso eterno de sus restos.

La Iglesia católica española quiso, no obstante, perpetuar la memoria de sus mártires con algo más que ceremonias fúnebres y monumentos, y reclamó, apoyada por los dirigentes franquistas, su beatificación, un camino que tardó casi cuatro décadas en recorrerse y que, paradójicamente, empezó a encontrar frutos varios años después de muerto Franco, con la democracia ya implantada en la sociedad española. Pío XII se había opuesto a una beatificación indiscriminada y masiva de miles de «caídos por Dios y por España» y una actitud similar adoptaron sus sucesores Juan XXIII y Pablo VI, quien ordenó incluso la paralización de los procesos canónicos que desde el final de la guerra estaban llegando al Vaticano.

Las cosas cambiaron con Juan Pablo II. En marzo de 1982 comunicó a los obispos españoles que iba a impulsar la beatificación de los mártires de la persecución religiosa en España. El 29 de marzo de 1987 beatificó a tres monjas carmelitas de Guadalajara, asesinadas el 24 de julio de 1936. Fueron las primeras beatificaciones de mártires de la cruzada. A partir de ese momento, se aceleró la conclusión de procesos anteriormente paralizados y se abrieron otros muchos. A la jerarquía eclesiástica española, sin embargo, los más de cuatrocientos beatificados desde entonces le parecen pocos y reclaman que sean elevados a los altares muchísimos más: los cerca de siete mil eclesiásticos «martirizados» y unos tres mil seglares de ambos sexos, militantes de Acción Católica y de otras asociaciones confesionales, a quienes se quiere aplicar la misma categoría. Si se cumple lo anunciado por la Conferencia Episcopal, la Iglesia española tendrá 498 nuevos mártires de la «persecución religiosa» en octubre de este año, una ceremonia de beatificación masiva para la que se está organizando una peregrinación multitudinaria a Roma.

Nada ni nadie le impide a la Iglesia católica recordar y honrar a sus mártires. Pero con esas ceremonias de beatificación, la Iglesia católica española continúa siendo la única institución que, ya en pleno siglo XXI, mantiene viva la memoria de los vencedores de la Guerra Civil y sigue humillando con ello a los familiares de las decenas de miles de asesinados por los franquistas, quienes, por cierto, a la espera de la Ley de Memoria Histórica, todavía no han encontrado la reparación moral ni el reconocimiento jurídico y político después de tantos años de vergonzosa marginación. A la jerarquía de la Iglesia católica no le gusta esa Ley ni tampoco desea que un Parlamento democrático apruebe un reconocimiento público y solemne a las víctimas del franquismo. Prefiere su memoria, la de sus mártires, la que sigue reservando el honor para unos y el silencio y la humillación para otros. Como hizo siempre la dictadura de Franco.

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.

FIN