Se nos ve el plumero Se nos ve el plumero

"La libertad produce monstruos, pero la falta de libertad produce infinitamente más monstruos"

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«Culebrón sensacionalista» ETA/11-M basado en el 0,0132%

Retóricas de ayer, hoy

ISAAC ROSA en El País

28/02/2007

Las recientes palabras del cardenal de Madrid, Rouco Varela, alertando de que «el agnosticismo, el relativismo y el laicismo» colocan a España «en una situación muy parecida a la de los años 30» de forma que «amenazan la existencia de la democracia» son sólo una manifestación más, la última, de algo que ya se ha convertido en un lugar común entre nosotros: la insistencia en trazar paralelismos históricos entre la España republicana y la España actual. Paralelismos que no apuntan tanto a semejanzas entre ambos periodos -tan distintos y lejanos-, cuanto a una advertencia sobre el final trágico que tuvo aquel periodo -la Guerra Civil- y que hoy deberíamos saber evitar.

Más que encontrarnos ante una expresión de la clásica idea de la Historia como «maestra de la vida», se trata de una actualización del pasado que responde a intereses políticos de presente. Y que se realiza desde todas las partes, sin distinción ideológica. Lo hace la Iglesia católica, en ejemplos como el citado, denunciando un anticlericalismo que en el pasado habría llevado al país al desastre y que hoy estaría de nuevo rampante. Lo hace la derecha política y mediática, tanto en versión moderada -desaconsejando las políticas públicas de la memoria para «no reabrir viejas heridas»- como sobre todo en su versión ultramontana, intentando convertir el tiempo presente en un calco del pasado, casi día por día, dramatizando los hechos actuales para convertirlos en un continuo déjà-vu de aquellos años, recurriendo para tal evocación a renombrar hechos nuevos con palabras viejas pero efectistas.

Lo hace también la izquierda, en simetría al uso que desde la derecha se hace del pasado. Si ésta identifica al actual PSOE, a los comunistas o a los nacionalistas como meros epígonos de sus abuelos, también la izquierda recurre con frecuencia a la caracterización de la derecha actual como una simple versión modernizada de la misma derecha rancia, cavernícola, nacionalcatólica y filofascista de los años 30, que pide a gritos en las manifestaciones el fusilamiento del presidente del Gobierno.

Algunos emplean tales paralelismos con intención moderadora, abundando en la conciliadora visión -de origen franquista, por cierto- de aquellos años como un gran error colectivo que nunca más debemos repetir. Para otros, la vinculación del presente con el pasado y su cíclica repetición sirve para reforzar su petición de recuperación de la memoria histórica, a partir del viejo tópico de que los pueblos que desconocen su historia están condenados a repetirla.

Pero en otros casos, me temo, el anacrónico paralelismo es más una amenaza que una advertencia: en el verbo incendiado de algunos parece escucharse, de forma a veces muy transparente, una coacción: «Cuidadito con lo que hacéis, que ya sabéis cómo acabamos en el 36…».

Son los mismos que, cuando se les quedan cortos los paralelismos históricos, recurren a comparaciones más contemporáneas pero en este caso anatópicas, como la insistencia en la figurada «balcanización», equiparando la España actual con la Yugoslavia de los años 90.

La obstinación por estos paralelismos, vengan de donde vengan e independientemente de sus motivaciones originales, remite a un error de apreciación muy extendido: la idea, fuertemente arraigada en los ciudadanos pese a su descarte por los investigadores, de que la Guerra Civil acabó siendo inevitable y, como tal, se debió a unas causas fácilmente identificables, cuando no a las ancestrales «dos Españas». Pese a que los historiadores asumen que el carácter retrospectivo de su disciplina les obliga a evitar la tentación del determinismo, abundan los análisis que, a la hora de observar los años 30, inscriben con trazo firme una correspondencia indudable entre unas causas y un efecto -la guerra- derivado de aquellas, como si de tales hechos devenidos en causas no pudiese sucederse otro resultado más que el ya conocido.

Observado a posteriori, es muy cómodo marcar una cronología y unas responsabilidades que sólo pueden conducir a donde de hecho condujeron: la guerra. Es evidente que si no hubiese habido guerra -y podía no haberla habido, de ahí el rechazo a su inevitabilidad- esos mismos hechos y personajes ya no serían causas irresistibles de una guerra, sino de lo que viniera después, fuese lo que fuese. Con aquellos mimbres se pudo hacer un cesto sangriento como el que conocemos, pero también podían haberse producido otros escenarios sobre los que hoy sólo cabe la especulación ucrónica. Es una tentación contra la que alertan los historiadores, pero ante la que todos sucumbimos: identificar lo anterior a algo como causa de ese algo. O más bien al revés, identificar lo posterior como efecto inexorable de aquello que lo precedió. Es decir, tomar por causas los antecedentes.

Para resistir estas tentaciones simplificadoras, y evitar los anacrónicos paralelismos -sean inconscientes o malintencionados- resulta de gran utilidad un libro de reciente aparición que, hasta ahora, no ha provocado el debate que merece: La guerra que nos han contado. 1936 y nosotros, de Jesús Izquierdo Martín y Pablo Sánchez León. Tras un año en que han proliferado las publicaciones, congresos y conferencias, sería un buen ejercicio de higiene intelectual tomar el guante que arroja este libro, desde una audacia a ratos insolente, pero no por ello exenta de rigor.

La obra, que impugna buena parte de la historiografía sobre la Guerra Civil, cuestiona los métodos de trabajo de los investigadores y propone repensar los relatos elaborados hasta ahora, contiene muchos elementos para la reflexión, para el debate, pues no es un libro para asentir sino para dudar, sopesar y, seguramente, discrepar en algunos de sus planteamientos, en gran parte polémicos -empezando por el cuestionamiento del lenguaje utilizado para referirnos a aquel tiempo-.

Lo pongo ahora sobre la mesa por lo que tiene de antídoto contra esos paralelismos de que hablaba. En primer lugar, por su rechazo a esa idea de la Historia como «maestra de la vida», que el conocimiento del pasado nos proteja del futuro, cosa que los autores consideran un mito historiográfico propio de quienes creen que sin esa utilidad social el conocimiento del pasado carecería de sentido. En segundo lugar, por su insistencia en subrayar la enorme distancia que nos separa de aquel tiempo. Una distancia fruto de la incomprensión real hacia cómo eran aquellos hombres y mujeres, pero también debida a cómo los hemos reinterpretado, a partir de valores propios del presente, hasta llegar a falsearlos. A fuerza de subrayar esta distancia, los autores rozan un vacío en el que parecería imposible el conocimiento del pasado, sólo la conciencia de extrañamiento con aquel tiempo; pero de ahí no se deriva un lamento ni una renuncia, sino una exigencia de mayor rigor y cautela al interpretarlo.

Empezando, como decía, por el lenguaje. Aunque utilicemos hoy las mismas palabras, no estamos diciendo lo mismo. Ni siquiera, advierten, podemos estar seguros de saber qué querían decir nuestros abuelos cuando usaban ciertas palabras que hoy repiten los amigos del paralelismo anacrónico. Y debemos atender a esta cuestión, pues es en el terreno de las palabras donde a veces se opera la vistosa «prueba del algodón» que pretenden algunos. Así por ejemplo, la retórica guerracivilista de los meses previos al estallido de la guerra no puede ser vista como una causa obvia de ésta. Como nos recuerda este inteligente ensayo, cuando ciertos personajes hablaban de la inminencia de una Guerra Civil a principios de 1936 no estaban realmente haciendo un diagnóstico, ni calentando motores para un conflicto esperado e inevitable; se trataba, más bien, de una retórica -peligrosa, pero retórica al fin- destinada a la movilización de sus partidarios. También ahora, y permítaseme el pequeño paralelismo esta vez, las soflamas guerracivilistas que algunos hacen hoy son pura retórica que busca la movilización, la adhesión de los suyos. Lo que nos lleva a una reflexión última, preocupante: ¿cómo es posible que a estas alturas la referencia a la Guerra Civil siga teniendo ese efecto movilizador?

Isaac Rosa es escritor; su último libro es ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (Seix Barral)

¿Presunto cerebro o supuesto «cerebro»?

De todas las frases que he leído y oído estos días sobre el juicio del 11-M me ha llamado poderosamente la atención una pronunciada por Pilar Manjón, presidenta de la Asociación de Víctimas del 11-M.

Con la entereza, la convicción y la nobleza que la caracterizan, Pilar Manjón ha dicho:

«El acusado (El Egipcio) no ha mirado en ningún momento a la fiscal porque es una mujer»

Las dos portadas de hoy abren por fuerza con el mismo asunto pero cada una, como es habitual, con matices.

No me chirría la diferencia que hay entre presunto cerebro (portada de El País) y supuesto «cerebro» (portada de El Mundo) tanto como la utilización abusiva, por innecesaria, de las comillas.

El diccionario de la RAE establece ciertos matices entre presunto y supuesto, que buscaré luego. Al cabo de año y medio de comparar titulares en este blog, ya sabemos de sobra que ninguna palabra es gratis o inocua, y menos en primera página.

Sin embargo, las comillas innecesarias, cuanod no obedecen a cita textual o a pobreza de vocabulario, suenan a recochineo. Es como si le unieramos a la palabra entrecomillada ( en este caso: «cerebro») un ¡je, je! a cada lado.

Y no está el horno para bollos. Estamos hablando del asesinato de 191 personas por un atentado terrorista y de las mentiras masivas de quienes gobernaban España cuando ocurrió esta tragedia.

Al menos, en la portada de hoy, Pedro Jota ha escrito una vez la palabra islamistas en su letra pequeña. Y -!noticia!- hoy no cita a ETA para nada. Aquí pasa algo.

Ya lo tengo:

La Real Academia Española, que limpia, fija y da esplendor a nuestra lengua, introduce algunos ligeros matices entre supuesto y presunto cuando estamos hablando de delitos.

presunto, ta.

(Del lat. praesumptus, part. pas. de praesumĕre).

1. adj. supuesto.

2. adj. Der. Se dice de aquel a quien se considera posible autor de un delito antes de ser juzgado. U. t. c. s.

supuesto

(Del part. irreg. de suponer; lat. supposĭtus).

1. m. Objeto y materia que no se expresa en la proposición, pero es aquello de que depende, o en que consiste o se funda, la verdad de ella.

2. m. Suposición, hipótesis.

Por cierto, siguiendo la costumbre de los intereses corporativos de cada medio, El País concede hoy el privilegio de sujeto principal de su portada a «Fiscal y acusaciones«, mientras que El Mundo concede este dudoso honor a «El supuesto «cerebro» del 11-M».

¿Por qué será?

En los comentarios editoriales que voy a pegar a continuación hay bastante claves.

Quién ha sido

BASILIO BALTASAR en El País

16/02/2007

El saludable escepticismo de los tiempos modernos ha moderado las aspiraciones heroicas de la condición humana y mediante un informado ejercicio de buen humor ha conseguido sosegar la ansiedad de los hombres inclinados a sentir la llamada del destino.

Pero del mismo modo que formas vegetales arcaicas perduran gracias a casi extinguidos sistemas de fecundación, subsisten en nuestras sociedades individuos dispuestos a resucitar caducas maneras de conducir a los hombres.

El anhelo que distingue a los héroes imbuidos por este furtivo instinto de predestinación suele ser un irreprochable fervor altruista, pues la ambición de poner un poco de orden en la sociedad es la única que alienta sus generosos desvelos.

Thomas Carlyle creyó que un solo hombre puede enderezar el rumbo del mundo y dedicó a este héroe su elegía: «Al capitán, al superior, al que asume el mando, al que está por encima de los demás hombres; aquél a cuya voluntad se someten los otros, a éste debe considerársele como el más importante entre los grandes hombres».

No hace falta indagar en las profundidades psicológicas del personaje para comprender la influencia que esta escuela de pensamiento político ha tenido en la formación de José María Aznar. Ya en el congreso de Sevilla, cuando en 1990 conquistó la jefatura del Partido Popular, Aznar se presentó como portador de las cualidades que adornan al héroe: «Abnegación, entrega, hombría de bien y sufrimiento».

Muchos de sus colaboradores creyeron seguir al actor de los discursos que allanan el camino de La Moncloa, pero poco a poco hasta los más incautos adivinaron lo que estaba sucediendo: Aznar se precipitaba a fundir en una única figura su imaginación y su identidad.

La modesta y tímida incubación del espíritu providencial fue dando sus frutos y procurándole la elocuencia que tronaría más allá de nuestras fronteras: «los débiles gobiernos de las democracias occidentales cederán al chantaje de los cuerpos mutilados y sus frágiles sociedades terminarán derrumbándose como naipes».

Los gestos autoritarios y las declaraciones intempestivas podían parecer consecuencia del satisfecho mandato alcanzado en dos citas electorales, pero en realidad pertenecían a un género más elevado de impaciencia. Su mímica delataba sin cesar esa irritación que distingue a los grandes hombres conscientes de estar perdiendo el tiempo. «Hacen falta», decía en Jerusalén, «líderes fuertes y firmes con un claro sentido de su misión».

Sólo un combativo altruismo transmuta el sacrificio personal en la más duradera fuente de placer. Pero comprender la figura heroica de Aznar requiere además saber cómo se propuso pasar a la Historia.

No era suficiente haber salido ileso de un atentado ni entrar en guerra contra Irak. Para dotarse con los rasgos de una personalidad admirable, Aznar debía escenificar la envergadura mítica de su gallardía y mostrarnos el camino que toma un hombre destinado a convertirse en héroe: la renuncia al poder.

Ya en 1996 especulaba sobre sí mismo indirectamente preguntándose en público: «¿Cómo será España cuando la deje dentro de ocho años?».

Con la singular determinación de abandonar el poder, Aznar no sólo quiso asombrar a una población resignada al duradero empecinamiento de los políticos profesionales, sino elevarse por encima de sus colegas y avergonzar a sus adversarios con una grandilocuente lección moral.

Que la ingeniería financiera del Partido Popular garantizara este atajo a la gloria sin cerrar la puerta de su retorno triunfal, no empañaba el lustre que su figura paseó por medio mundo.

En declaraciones al diario francés Le Monde, hechas poco antes de las elecciones de 2004, José María Aznar citaba las dos grandes figuras históricas a las que puede compararse un gobernante sin apego al poder: el emperador romano Cincinnatus y el emperador Carlos V.

Teniendo como antepasados tan ilustres precedentes, es fácil caer en la angustiada desazón, la perturbada confusión y el inquieto desánimo que sufrirá el hombre empujado a ser de nuevo un simple mortal. Pero el acontecimiento que desmoronó la heroica complacencia de su figura, tan disciplinadamente tallada, no fue la bomba de los integristas en Atocha ni la catástrofe electoral del 14-M.

El carisma de la figura a la que Aznar había conseguido insuflar vida propia no provenía tan solo de la abnegada renuncia al mando sino del constante alarde de una rara cualidad: el valor de la palabra dada.

En un mundo sometido a la frivolidad de los charlatanes, hete aquí que surge con orgullo el que habiendo dicho «me voy», añade: «El arte de gobernar no es sólo tomar decisiones y saber mantenerse en el timón cuando soplan vientos huracanados en contra, sino también saber dejarlo».

Cetro diamantino de la misión trascendente que aceptó cumplir, la palabra del presidente Aznar fue la más temible amenaza que podía dirigir contra sus enemigos y el más fiable de los pendones ofrecidos a sus partidarios. ¿No era acaso esta palabra dada y cumplida un motivo de temor y reverencia?

Pero la voluble fortuna altera con crueldad los sueños de los hombres. Explotó la bomba en Atocha, murieron los ciudadanos de Madrid y el temor a perder el poder que había prometido entregar a su sucesor -«para no aprovechar las tendencias caudillistas de España»- le obligó a empeñar su palabra de honor ante los más fidedignos testigos de su confidencia. Durante los tensos momentos posteriores a las explosiones del 11-M, el presidente Aznar telefoneó a los directores de los principales periódicos españoles para hacerles partícipes de su documentada convicción: ha sido ETA, vino a decir.

Temeraria declaración, como comprobaron luego los que no quisieron desconfiar de la palabra de honor dada por un presidente en tan aciagas circunstancias.

Fue suficiente un dramático encontronazo con el destino adverso para que Aznar perdiera el temple propio de los héroes.

Pocas horas después, el presidente en funciones entraba con su esposa en el colegio electoral de Nuestra Señora del Buen Consejo de Madrid y frunciendo el ceño atravesó el tumulto ciudadano reunido para abuchearle. Quién ha sido, quién ha sido, gritaba igualmente furiosa la muchedumbre.

Ahora da comienzo el juicio que sentenciará la autoría de los brutales atentados de Atocha. Después de meses de descabellada polémica, el Partido Popular redoblará sus esfuerzos de agitación, será insistente el despliegue de sus periódicos y vocinglero el oratorio radiofónico contra los jueces y policías responsables de la investigación.

Pero una más completa comprensión del proceso judicial nos exigirá no perder de vista el origen de esta infatigable campaña de sospechas, bagatelas y clamores: el arrojo que un héroe caído puso en rehabilitar su fama.

FIN

¿Descubren los peritos del 11-M a ETA hasta en la sopa?

¿Hallan o no hallan sustancias que ligan a ETA con el 11-M y con las Fuerzas de Seguridad para alejar de Aznar el fantasma de las matanzas de Irak? Y si no han confirmado la teoría conspiranoica del trío Pinocho (Aznar, Acebes y Zaplana), entonces ¿qué han hecho los peritos?

En cuanto a contenido informativo/opinativo, las ediciones «on line» de ambos diarios llevan el mismo camino que sus abuelas impresas en papel prensa. En un diario «no hallan» y en el otro «descubren».

En las ediciones «on line» se pierden las valoraciones tipográficas, ya que el tratamiento espacial de las noticias suele ser muy semejante. En cambio, en las portadas de papel, las cuatro columnas de El Mundo contrastan claramente con la columna pelada de El País sobre el mismo tema.

El País, a una columna:

Los análsis hallan elementos de Goma 2 ECO en todos los escenarios del 11-M

Por su parte, El Mundo no da ni una línea del escándalo (presunto delito) de los interrogatorios a presos en Guantánamo por policías españoles bajo las órdenes del Gobienro Aznar. El País lo da arriba, a cuatro columnas.

Tipos de traición

FRANCISCO J. LAPORTA en El País

14/02/2007

La Declaración de Independencia de las Colonias británicas de 4 de julio de 1776, que es el origen legal y político de los Estados Unidos de América, busca fundamentarse en el minucioso inventario de una «larga cadena de abusos y usurpaciones que persiguen invariablemente reducirlas al despotismo absoluto». En esa enumeración se hacen públicas ante un «mundo imparcial» las afrentas que las colonias y sus habitantes han sufrido por parte del monarca inglés. Entre ellas se puede leer esta: «Se ha aliado con otros para sujetarnos a una jurisdicción extraña a nuestra Constitución, y desconocida por nuestras leyes, dando su asentimiento a actos de pretendida legislación». El monarca inglés inspiró y dio su aprobación a una ley de los Comunes cuyo propósito, según los firmantes de la Declaración, es «llevarnos a ultramar a fin de juzgarnos por supuestos delitos».

Una de las llamadas leyes intolerables que aceleraron la revolución americana y la independencia de los Estados Unidos es, en efecto, una ley de 1774 llamada de administración de justicia, que autorizaba a sacar de la provincia de Massachusetts’ Bay a quienes iban a ser juzgados por delitos capitales, y trasladarlos a una jurisdicción que, de acuerdo con los legisladores ingleses, fuera más adecuada al caso. El pretexto para ello era estimular el celo de los magistrados y funcionarios para que reprimieran las revueltas sin temor a ser acusados de abusos y asegurarse así los veredictos convenientes.

La reacción frente a tales arbitrariedades fue la razón de que en las Constituciones y declaraciones de derechos de los trece Estados que constituyeron la primera federación apareciera el «debido proceso de ley» como uno de los fundamentos básicos de la nueva república. Y de que la disposición XII de la Constitución de Massachusetts fuera precisamente un cuidadoso inventario de las garantías jurídicas de los justiciables: «Ningún súbdito será obligado a responder de delitos o faltas hasta que los mismos le hayan sido descritos plena y totalmente, sustancial y formalmente; ni será compelido a acusarse a sí mismo ni a aportar pruebas contra sí; y todo súbdito tendrá derecho a aportar todas las pruebas que puedan favorecerle, a enfrentarse cara a cara con los testigos contrarios, y a ser oído plenamente en su defensa, por sí mismo o a través de abogado, a su elección. Y ningún súbdito será arrestado, encarcelado, despojado o privado de su propiedad, inmunidades o privilegios, puesto fuera del alcance de la ley, exiliado o privado de su vida, libertad y propiedad sino por el juicio de sus pares o la ley del país». Esta declaración tan firme y minuciosa fue la que inspiró directamente las enmiendas quinta y sexta de la Constitución, aprobadas inmediatamente después, y es casi unánime la opinión de que forma parte del caudal de principios y valores en que se asienta la gran democracia norteamericana.

Jorge III pasó a la historia por haber provocado la defección de sus súbditos de las colonias. También por su ineptitud política y su afán autoritario. Hasta el gran fundador del conservadurismo moderno, Edmund Burke, se enfrentó a su estúpida tiranía porque ignoraba las libertades tradicionales de los ingleses y minaba la autoridad del Parlamento. Por eso se puso de parte de las colonias norteamericanas. Detestaba las revoluciones pero defendía el espíritu de la gran tradición inglesa. Y en las quejas de las colonias estaban vivos los principios políticos del pensamiento inglés. Muchas de las provisiones constitucionales de la nueva república no eran más que la expresión de ese pensamiento. Entre ellas vale la pena destacar la traslación literal del artículo 10 del Bill of Rights a la enmienda octava: «No se exigirán fianzas excesivas, ni se impondrán multas excesivas, ni se infligirán penas crueles y desusadas».

A nadie sorprenderá por ello que cuando se vea, como se ve hoy, inventar jurisdicciones ajenas para ciertos delitos, llevar a los detenidos a ultramar para juzgarlos (o para lo que sea) o hurtar a los ciudadanos a su juez natural, uno se sienta tentado a pensar que se está traicionando alguno de los fundamentos de la democracia estadounidense. Igual que se traicionan cuando se niega información a los encausados, se les impiden los medios de prueba y defensa, se les arresta y despoja por tiempo indefinido, se les exilia y priva de la libertad al margen de la ley o se les infligen tratamientos crueles. Hay ya demasiadas medidas que no encajan en ese ideal ético que hizo nacer a los Estados Unidos: se apoya sin pudor que los torturadores delas prisiones iraquíes sean llevados ante un tribunal de casa (es decir, el viejo abuso británico de que a los «nuestros» los juzgamos aquí), se disponen por la CIA secuestros y vuelos secretos a jurisdicciones ignoradas (como aquello de «llevarnos a ultramar») o se defiende explícitamente el internamiento extraterritorial en Guantánamo para evitar las garantías de los detenidos (el abuso británico de una «jurisdicción extraña» a nuestras leyes).

Desde el punto de vista del imperio de la ley, cimiento básico del sistema político americano, podemos, pues, hablar de traición, de una traición fundamental. El presidente Bush y su política exterior están traicionando los fundamentos mismos del ideal americano de vida política.

Sin embargo, eso no es traición en sentido estricto. La Constitución norteamericana sólo permite considerar traición el hacer la guerra en contra de los Estados Unidos o unirse a sus enemigos dándoles ayuda y protección. Algunos se han atrevido a decir que esto es lo que ha hecho Ehren Watada, un oficial estadounidense, al negarse a ir a la guerra de Irak. Watada se ha leído despacio la Constitución y la Carta de las Naciones Unidas, y después ha comprobado que su presidente mentía, los servicios de inteligencia habían amañado la información y algunos periodistas desvergonzados habían manipulado las noticias. Ha llegado así a la conclusión de que las órdenes de sus mandos no eran legítimas porque la guerra de Irak era ilegal. Se violaba en ella la legislación internacional y se acudía sistemáticamente a prácticas que ignoraban los principios constitucionales. Todas estas razones le han llevado a desobedecer. No es una conducta indigna, como se pretende, sino una expresión más de la práctica de la desobediencia civil, también propia de la mejor tradición americana: la negativa a obedecer una orden porque va en contra de los principios éticos y políticos de la Constitución. Eso es lo que resulta para algunos inapropiado y cobarde, y lo que, según la vieja y retorcida argumentación, no hace más que dar armas al enemigo, equivale poco menos que a pasarse a sus filas. Por eso muchos ignorantes han dicho de él que es un traidor. Pero no lo es. Su acto no deteriorará a su patria; seguro que la engrandece más que las repugnantes actividades procesales que ha realizado estos años la Administración de George Bush con el burdo pretexto del terrorismo.

Edmund Burke justificó así su oposición al tirano:

«No toda coyuntura exige con igual fuerza la actividad de los hombres honestos, pero de vez en cuando surgen exigencias críticas y, si no me equivoco, ésta es una de ellas».

Un puñado de políticos obsequiosos, en el Parlamento Europeo y fuera de él, están pugnando por mostrarse condescendientes con los vuelos secretos de la CIA y benévolos con sus organizadores. Que recuerden a Watada y a Burke, y que recuerden sobre todo que lo mejor de la gran tradición americana está en el respeto a la ley y en las garantías de los ciudadanos. Ésa es también la mejor tradición europea.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

FIN (El destacado en negrita no es del autor del artículo sino mío)

Ha salido un artículo de Arsenio Escolar que debería ser de lectura obligatoria para los seguidores de este blog interesados en el análisis comparativo de las noticias. Lo cita el mismo autor en su blog de aquí al lado.